Antropología e imperialismo: prolegómenos de una relación tóxica

Breve recorrido por la práctica contemporánea de la antropología en su recaída en el pecado original de haber nacido como informante científico del colonialismo.



Antropología e imperialismo: prolegómenos de una relación tóxica (I)
Gilberto López y Rivas 

La Jornada

La Haine

06/03/2023

La utilización de antropólogos por los aparatos militares estadounidenses como parte de una estrategia que establece una ciencia social al servicio del Estado capitalista

En la década de 1960, la denuncia del llamado Plan Camelot reveló públicamente que antropólogos y científicos sociales participaban en investigaciones con fines de contrainsurgencia al servicio del gobierno de EEUU. A partir de ese escándalo, en el ámbito de la academia se desataron encendidas polémicas sobre el compromiso social y político de los científicos, en las que salió a relucir el involucramiento activo de especialistas en Vietnam, Kampuchea, Laos, Chile, Colombia, México, Argentina, Uruguay y una veintena de países en los que el imperialismo libraba sus batallas contrarrevolucionarias, o proyectaba escenarios políticos con la ayuda de eficientes mandarines intelectuales.

Sin embargo, cuando estas escaramuzas académicas tenían lugar, hacía más de 20 años que una cantidad considerable de antropólogos y sociólogos trabajaban discretamente en agencias con fines no precisamente humanitarios. En 1946, Ruth Benedict, dilecta discípula de Franz Boas, gurú de la antropología estadiunidense, publicó una obra titulada El crisantemo y la espada: patrones de la cultura japonesa, ejemplo claro de la utilización de antropólogos por los aparatos militares estadounidenses, como parte de una estrategia que establece una ciencia social al servicio del Estado capitalista.

Esta investigación, realizada durante la Segunda Guerra Mundial, a petición de la Oficina de Información de Guerra, y, más precisamente, de su sección de Estudio de la Moral Extranjera, es uno de los primeros productos antropológicos modernos, encaminados a la comprensión de la cultura de poblaciones enemigas para un mejor control y sometimiento culturalmente dirigido.

Naturalmente, hay que reconocer que Benedict y su grupo participaron en este proyecto en el contexto de un conflicto bélico en que los pueblos del mundo luchaban contra el fascismo representado por Alemania, Japón e Italia. No obstante, las clases dominantes de los países aliados capitalistas habían sido corresponsables en el desencadenamiento de la guerra e incluso a lo largo de la misma se esforzaron para que el capitalismo como sistema saliera lo mejor librado posible.

La guerra, en consecuencia, sirvió tanto para la causa de los pueblos, con la emancipación nacional de numerosos países, como para el establecimiento de la hegemonía de EEUU como el centro del imperialismo mundial.

De cualquier manera, no sería posible entender la presencia actual de antropólogos y toda clase de científicos sociales en las agencias del espionaje estadunidense, que investigo en mi libro Estudiando la contrainsurgencia de EEUU: manuales, mentalidades y uso de la antropología (https://lahaine.org/bL1n), sin dejar de acotar el trabajo de estos bien intencionados pioneros del apoyo científico a la estructura militar de su país.

El crisantemo y la espada inaugura lo que sería denominado estudio de cultura a distancia, que consiste en utilizar técnicas antropológicas aplicadas a conjuntos sociales y uso de informantes, en combinación con el análisis de productos culturales –películas, obras de teatro, novelas, trabajos históricos, etcétera–, a fin de reunir una base de datos culturales utilizable para identificar el carácter nacional de una determinada sociedad.

Tras investigaciones preliminares sobre Rumania, Países Bajos, Alemania y Finlandia, Benedict llevó a cabo su estudio sobre Japón, con la intención, según Margaret Mead, su biógrafa y una de las más traducidas antropólogas (quizás por su ideología conservadora), de contribuir al conocimiento de las potencialidades culturales que Japón podía ofrecer como parte de un mundo pacífico y cooperador.

Con todo, Benedict se planteaba en su obra objetivos más prácticos que los señalados por Mead. A partir de su perspectiva mentalista, propia de la escuela de Boas, Benedict sostiene que cada cultura privilegia una configuración cultural, esto es, las ideas que permean la cultura en su esencia. Sobre esta base, Benedict establece que el principal problema para EEUU en la guerra contra el Japón estaba en la propia naturaleza del enemigo: “Debíamos, ante todo, entender su comportamiento para enfrentarnos con él”.

Los japoneses –según Benedict– expresan una ambivalencia fundamental que se simboliza en la espada y el crisantemo, ya que son a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, leales y traicioneros, valientes y tímidos. De aquí, la investigación se plantea interrogantes de orden práctico, o de naturaleza humanitaria: ¿se debe bombardear el palacio del emperador?, ¿será el exterminio de los japoneses la única alternativa?

Hiroshima y Nagasaki fueron la respuesta a esta pregunta de la discípula preferida de Boas.

A nuestra alma mater, la ENAH, en su 85 aniversario.
La Jornada

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Antropología e imperialismo: prolegómenos de una relación tóxica (y II)
Gilberto López y Rivas 

La Jornada

La Haine

21/03/2023

Breve recorrido por la práctica contemporánea de la antropología en su recaída en el pecado original de haber nacido como informante científico del colonialismo

Dado el estado de guerra, Ruth Benedict y sus colegas se vieron obligados a renunciar a uno de los principales instrumentos del antropólogo boasiano: el trabajo de campo. De esta limitación nace la antropología a distancia, que se basa, en lo fundamental, en la utilización de informantes de la cultura por investigar, y que, en este caso, se trataba de prisioneros japoneses recluidos en campos de concentración en EEUU, así como el uso de material escrito y documental, películas sobre la vida contemporánea y el análisis de sus contenidos, entre otros.

Precisamente, Marvin Harris, uno de los más lúcidos antropólogos estadounidenses, hizo una crítica severa a este tipo de estudios socioculturales que pretendieron describir algún aspecto típico o esencial de la personalidad de millones de gentes sobre la base de un pequeño número de informantes, llegando a calificar estas investigaciones como vulgares simplificaciones periodísticas de complejas realidades de la estructura social y la cultura.

Otros colegas arriban a conclusiones similares en cuanto a la crítica de los trabajos en torno al carácter nacional, formulando cuatro observaciones generales: primero, la mayoría de los antropólogos implicados en estos estudios tendían a ver la cultura y la personalidad tan íntimamente relacionadas e interdependientes que, en los hechos, constituían diferentes formas de observar el mismo fenómeno; segundo, esta corriente no cuestionó la existencia de una personalidad de grupo, asumiendo que cada cultura muestra un tipo dominante, o configuración cultural; tercero, al utilizar las características de la configuración cultural para explicar una sociedad, y los comportamientos posibles, su análisis ha resultado tautológico y circular; finalmente, dado que estos investigadores intentaban demostrar el impacto de la personalidad en la cultura, cuando pretendieron dar explicaciones causales, tendieron buscarlas en los patrones de socialización y, por tanto, identificar complejas realidades económicas y sociales a partir de, por ejemplo, los severos patrones de socialización del control de los esfínteres durante la niñez.

Tras la guerra, Benedict continuaría este tipo de investigaciones, participando en un grupo de trabajo de especialistas en ciencias sociales, organizado bajo los auspicios de la Oficina de Investigación Naval, estudiando siete culturas que, sin duda, resultaban de especial interés para la política de EEUU en la posguerra: Francia, Checoslovaquia, Polonia, Siria, China, Rusia y los judíos de Europa oriental. En este proyecto participó la propia Margaret Mead, produciéndose, entre otras obras, un manual sobre el estudio de la cultura a distancia, que Mead dedicaría a Benedict.

En este manual, Mead afirmaría sin recato que la técnica de antropología a distancia, que Benedict estableció, había sido usada para una variedad de objetivos políticos: poner en práctica programas gubernamentales en un país, para facilitar relaciones con aliados, para guiar las relaciones con grupos guerrilleros en países bajo control enemigo, para ayudar a estimar sus debilidades y fortalezas, y para proveer de una racionalidad la preparación de documentos a nivel internacional.

Todos estos usos, continúa Mead, “requieren de un diagnóstico de regularidades culturales en la conducta de un grupo particular, para el cual se propone una acción –ya sea ésta la diseminación de propaganda, órdenes de fraternización, la amenaza de cierto tipo de represalia, etcétera”. Mead puntualiza, todavía más claramente: El diagnóstico es hecho con el propósito de facilitar un plan específico o una política determinada.

Es fácil comprobar a partir de esta prehistoria de la relación entre antropología y los aparatos de inteligencia imperialistas de EEUU, lo que vendría después. Estos antecedentes explican la existencia de los programas contrainsurgentes usados en las guerras recientes de Irak y Afganistán, en las que se emplearon equipos humanos en el terreno, que constituyeron los ojos y oídos culturales de las tropas de ocupación de ese país. La doctora Montgomery McFate sigue los pasos de sus predecesoras, Benedict y Mead, proponiendo programas de la llamada antropología militarizada.

Este breve recorrido por la práctica contemporánea de la antropología en su recaída en el pecado original de haber nacido como informante científico del colonialismo, puede dar idea de algunas de las motivaciones ocultas o abiertas de tantos institutos, universidades, fundaciones, y, sobre todo, el continuado uso de antropólogos, geógrafos, sicólogos, realizando tareas sucias para el gobierno de EEUU en las regiones conflictivas o estratégicas de cualquier lugar del mundo en el que el imperialismo requiera de mercenarios intelectuales, con la colaboración de colegas de nuestros países.

La Jornada