Francia: La revolución insiste
El populacho más allá del mundo patológico de Macron *
Josep Rafanell i Orra
Comunizar
Que un presidente cualquiera de una república cualquiera haga referencia a Gustave Le Bon, del que Benito Mussolini fue un atento lector, para justificar su idea de política, decididamente podría estar relacionado con su patología. Desde luego, el personaje no es muy agradable, rara vez un presidente habrá sido odiado a tal punto e inspirado tanto desprecio. Desde luego, la gente del populacho que se rebela no ve en él más que un alucinado, rodeado de lacayos que esperan pacientemente su golpe de suerte. Desde luego, sus payasadas y lloriqueos producen cada vez más aversión, hacia su persona.
Pero esta ya no es la cuestión. Es por el hecho de que representa la quintaesencia republicana por lo que nos cuestiona. Es porque las instituciones republicanas francesas han sido desde sus orígenes maquinarias permanentes de contra-insurrección. Sí, la institución republicana con sus constituciones se hizo contra el pueblo comunero. Sí, la policía francesa es efectivamente republicana (ya era el refrán bajo Pétain). Sí, el gobierno republicano puede de este modo ejercer su violencia con su policía ya que esta es el cuerpo intermediario entre el populacho y el poder, ese poder fundado en una arkhé francesa tan profundamente anclada en la matriz monárquica acicalada con todos los folclores cortesanos.
La cosa se complica cuando consideramos a Macron no solo como una caricatura psicopatológica del monarquismo republicano sino también como uno de los más dignos representantes del liberal-fascismo que por todas partes se expande: el de la masiva promoción de la atomización, el del aniquilamiento de todo lo que crea comunidad. El de la destrucción de los lugares e interdependencias que los hacen existir contra el espacio administrado del desastre.
Es ese liberal-fascismo que quisiera llevarnos a un estado de preocupación universal, asediados, paranoicos, promoviendo un mundo social en que el gobierno de sí no debe ser más que una minúscula totalidad cerrada sobre sí misma, temiendo los encuentros y la diferencia como otras tantas invasiones, solo abierta al flujo de la valorización que no hace más que dar vueltas sobre sí misma en el vacío de sus destrucciones.
Frente a esto, vuelve el desorden social. El que rechaza la siniestra contabilidad del tiempo de nuestras vidas: durante los desbordamientos de las manifestaciones, durante las irrupciones nocturnas en la civilizada metrópolis, durante los bloqueos y ocupaciones de refinerías, en la multiplicación de sabotajes, en las luchas contra el agotamiento del manto freático y contra la agro-industria que destruye la tierra. Entonces, de nuevo la presencia, el barullo entre los seres que se manifiestan. Y por ende el rechazo a dejarse gobernar.
Es como en todos los levantamientos, de nuevo el sin fondo anarquista de la vida que reaparece, son formas de ayuda mutua y cooperación que revientan el idealismo enfermizo que quisiera hacer del mundo una empresa total. Hoy es la interrupción del progreso en quiebra, del crecimiento, de la acumulación sin fin que ve el día. Es la apertura hacia nuevos tiempos que se vuelven posibles. Pero también es la irrupción de viejas historias ocultas.
Resurgimientos e insurgencias conviviendo: la pesadilla de todos los gobiernos.
Ya no solo estamos ante un movimiento social. Vemos surgir, como también fue el caso con los Chalecos amarillos, la reaparición de formas comuneras que se burlan de las categorías sociales, que llevan a la disolución de identidades y asuntos de gobierno. Otra vez, se expande el embriagante perfume de la desconfianza hacia los representantes. Otra vez, tienen lugar encuentros improbables, en la revuelta, en los bloqueos y en las ocupaciones. Otra vez, se asoma el rechazo a los rancios escenarios de la representación política.
Nada nos garantiza que otros mundos se abran ante nosotros. Pero como decía Gustav Landauer, antes de que lo asesinaran los Freikorps (ancestros de las actuales BRAV francesas)1, la revolución es una eterna prolongación. Y todos los que están obsesionados con las constituciones sociales nos dirán con estas palabras: “La revolución debe hacer parte de nuestro orden social, debe convertirse en la regla de base de nuestra constitución”.
Esta es nuestra única constitución: aquella en la que se tejen la revuelta del populacho, sus comunidades y geografías, sus reapropiaciones, sus encuentros inesperados, allí donde se tejen las nuevas amistades y donde estas presencias se asientan. Es este populacho el que se suma al rechazo, que de repente se vuelve el afuera sin el cual nos asfixiamos en la interioridad social que gobernantes patológicos pretenden gobernar.
Las insurrecciones llegan y se van. La revolución insiste.
23 de marzo de 2023
Nota:
* Publicado en francés por Tous dehors. Traducción al castellano: Propalando (para Comunizar)