Francia: Contra la reforma de las pensiones, por el fin del trabajo

A fuerza de oír la cantaleta, casi la hemos integrado: la juventud es la precariedad. En la escuela, en la universidad o en formación profesional, en el trabajo, en las prácticas, en interinidad o CDD (Contratos de Duración Determinada), en las ratoneras que nos sirven de alojamiento, en nuestro mismo estatuto social, en nuestras identidades, en el amor, en todo, por todos lados y por todo, seríamos “precarios”. Es decir, nunca realmente acabados, nunca realmente estables, siempre con alguna carencia. ¿De una revolución, tal vez?



Francia: Contra la reforma de las pensiones, por el fin del trabajo

Édito collectif

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A fuerza de oír la cantaleta, casi la hemos integrado: la juventud es la precariedad. En la escuela, en la universidad o en formación profesional, en el trabajo, en las prácticas, en interinidad o CDD (Contratos de Duración Determinada), en las ratoneras que nos sirven de alojamiento, en nuestro mismo estatuto social, en nuestras identidades, en el amor, en todo, por todos lados y por todo, seríamos “precarios”. Es decir, nunca realmente acabados, nunca realmente estables, siempre con alguna carencia. ¿De una revolución, tal vez? Nuestros padres y abuelos nos compadecen y al mismo tiempo nos desprecian un poco, los sindicatos y los partidos de izquierda no suelen hablarnos salvo para prometernos el imposible regreso de los Treinta Gloriosos.

La gente de bien que dice representarnos habla por nosotros y decreta hasta la saciedad lo que supuestamente es bueno para nosotros, es decir, que nos convirtamos al fin en razonables adultos. Pero lo que se nos propone es que nos contentemos con ser explotados como las generaciones anteriores. Y hoy, se nos pide que nos pongamos en movimiento para que en días lejanos, cuando estemos viejos y cansados, podamos vivir en el paraíso terrestre del “salario diferido” al que llaman jubilación y que además, para nosotros, valdrá menos que un SMIC (Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento).

La idea de felicidad común para las generaciones de nuestros padres y abuelos se basaba en un  crecimiento económico que nunca hemos conocido. Desde un punto de vista antropológico, se traducía en la imagen del buen ciudadano trabajador-consumista: un crédito inmobiliario a 20 años para “convertirse en propietario”, un crédito al consumo para sentir “la libertad” de ir en coche, uno o dos niños, simulación de carrera en un trabajo de mierda, una papeleta en la urna de vez en cuando sin creer demasiado en ello.

Hoy, sabemos hasta qué punto este sueño ha sido un espejismo. También sabemos lo que ha costado en implicaciones políticas de las estamos pagando el precio. No es necesario recordar como esta sociedad descansaba y descansa, por una parte, en la más inmunda explotación del trabajo por el capital, pero también en la sobreexplotación de los recursos terrestres cuyos efectos estamos empezando a sentir y que van ir acentuándose.

Para nuestra generación, todo va mal y sin embargo nada se mueve. Además, con la inflación y el alza generalizada de los precios, muchos hemos atravesado el umbral de la pobreza. Y sin embargo, nada aun. Por todas partes se oye “El trabajo ya no gusta”, habría que añadir que antes tampoco pagaba. “¡Te vas a cagar!”, este es esencialmente el mensaje para los recién llegados al mercado del trabajo desde hace unos veinte años. Lo que descaradamente se impone en nuestra época es el sufrimiento en el trabajo, que se ha vuelto uno de los principales indicadores de las transformaciones sociales de la sociedad contemporánea. Además, ya no trabajamos, ya no hacemos carrera, más bien encontramos un trabajito, pasamos desapercibidos, bregamos, intentamos tejer algunos vínculos.

Nuestra generación nunca ha creído en la emancipación por el trabajo. Por el contrario, para nosotros lo que estructura un mundo feliz no es el salario, no es la sacrosanta propiedad privada ni el reino de los pequeños intereses, sino mas bien la cooperación y las relaciones alegres, la ayuda mutua y el intercambio, la amistad y las ganas de cuidar a nuestros seres queridos, así como dar respuesta a este cúmulo de problemas que hemos heredado y nos lleva a la necesidad de solucionar la locura de un mundo al borde del precipicio. Todo esto es vertiginoso, estamos de acuerdo.

La epidemia del Covid 19 nos obligó a aislarnos. Sí es verdad que, en cierto modo, a menudo pegados a nuestras pantallas, aislados, prisioneros de los algoritmos, somos frágiles, manipulables, explotables. Con todo hay actualmente todo un campo antagónico al poder de la economía y el autoritarismo gubernamental que intenta encontrar los medios de irrumpir en la época. Estamos del lado de la huelga, del bloqueo, del sabotaje y de los desbordamientos. Nos sentimos cercanos a aquellas y aquellos que, por todos lados en el mundo, intentan levantar la cabeza rebelándose contra el reino de la desigualdad y la injusticia.

Por varios motivos, corremos el riesgo de que la reforma de las pensiones parezca la madre de todas las luchas cuando no es más que un síntoma entre tantos de la dictadura de la economía que trata de imponer su reino total sobre nuestras vidas. Primero, porque permite poner en juego una vez más el indescriptible movimiento social a la francesa, aunque ya casi nadie cree en la pertinencia de la formas de lucha que maneja, salvo tal vez en algunos bastiones sindicales (RATP, SNCF1, energías, educación nacional). Formas que, por otra parte, han sido significativamente superadas por la fuerza de la revuelta inmediata de los Chalecos amarillos. Además, al limitar la conflictividad a estos bastiones sindicales, hace de todos nosotros espectadores de una confrontación en la que no contamos. En efecto, como jueves 19 de enero, en este tipo de movimiento, aparecemos como una masa amorfa, “que hace bulto”, es decir simplemente buena para ser contada, para ilustrar el estado de correlación de fuerzas entre las centrales sindicales y el gobierno.

Aun hay más, hace por lo menos 40 años que el repertorio de acción del movimiento social clásico ha sido superado por las reestructuraciones contemporáneas de la economía (la globalización, el flujo de capitales, la desindustrialización, la terciarización de la economía, la gestión por algoritmos, etcétera). Hoy relegado a una posición defensiva, el movimiento social clásico a la francesa, rígido en su repertorio de acción, bloquea una reestructuración antagónica de las luchas a partir de una madeja de situaciones sociales, claramente diferentes, pero que en última instancia apuntan a un cuestionamiento masivo del sistema económico actual.

No obstante, mientras que una rabia difusa se dispone a convergir entorno al rechazo de la reforma de pensiones, es una buena ocasión para que nos la apropiemos como un trampolín. Además, la huelga es siempre la oportunidad de una parada. Así, el tiempo de la huelga es a menudo también el de la reflexión colectiva sobre nuestras propias condiciones de vida, sobre los mundos que deseamos. Es también un momento propicio para la elaboración de nuevas estrategias de lucha. ¿Cómo irrumpir? ¿Cómo intensificarnos? ¿Cómo hacer para que no nos coopten todos esos políticos ambiciosos? Tantas preguntas urgentes a las que deberemos responder en las próximas semanas.
La parte que reclama la abolición del capitalismo es cada vez más masiva, sobre todo entre las jóvenes generaciones. No obstante, atrapada en una crítica abstracta del monstruo económico, sin encontrar formas propias de aparición. Por consiguiente, esta parte antagónica a la dictadura de la economía sobre la vida aparece, de forma sigilosa y casi invisible, en el rechazo cada vez más intenso a la ideología del trabajo. Los síntomas de este rechazo difuso son numerosos. Se percibe, año tras año en las estadísticas del sufrimiento en el trabajo, de la ansiedad y la depresión y también en el hecho de que muchos de nosotros “tenemos un trabajito” solo con la perspectiva de obtener un salario, es decir, sin otra motivación que la de la pura sobrevivencia. En pocas palabras, ya casi nadie espera nada emancipador del trabajo. Salvo tal vez aquellas y aquellos que controlan a los demás y nos amargan la vida: la clase de los manágers. Por lo demás, ya no engañan a nadie. Prueba de ello son todos los influencers que inundan las redes sociales con sus video-elogios a la inversión: actualmente, la imagen del rentista invirtiendo en la bolsa, en las criptomonedas o en el sector inmobiliario ha sustituido a la del honesto trabajador en la ideología del capital.

Sin duda, este rechazo al trabajo todavía es masivamente pasivo y sus escasas formas de aparición pública son las de aquellas y aquellos que pueden “permitírselo”, como los estudiantes de las escuelas superiores de ingenieros que dicen “desmarcarse” o los ejecutivos en crisis existencial que se reinventan en artesanos o neo-rurales. Cuando participamos en un movimiento como el de las pensiones, nos toca solo a nosotros devolverle a este rechazo la hostilidad que lo configura. Creemos que la incursión en la plaza pública de esta hostilidad común a tantas voces diferentes que la sienten podría ser una manera de desbordar el marco sindical abriendo la puerta a todo tipo de nuevas prácticas de reapropiación, tanto en la lucha como en la vida cotidiana, tanto en este movimiento como a los de los años por venir.

 

Nota:

1. RATP – Régie autonome des transports parisiens , Administración autónoma de los transportes de París. SNCF-Société nationale des chemins de fer français, Sociedad nacional de ferrocarriles franceses.