El grupo narcotraficante más poderoso de Colombia busca negociar la paz

Si el gobierno quiere negociar con las guerrillas de izquierda, parece justo que negocie también con las de derecha, ya que ambas secuestran, matan , reclutan, ponen bombas, cultivan y trafican drogas, unos defienden el capitalismo de estado izquierdista y los otros defienden el capitalismo concurrencial, unos defienden las dictaduras de Nicaragua y Venezuela, otros las de Pinochet y Franco, unos defienden al imperialimo norteamericano otros al chino. En fin. Tomar partido por unos o por los otros siempre es el mismo capitalismo, pues luchan por el poder y no por los cambios.



El grupo narcotraficante más poderoso de Colombia busca negociar la paz

The Washington Post

https://www.washingtonpost.com/world/interactive/2023/colombia-narcotrafico-agc-negociacion/?fbclid=IwAR2nV-we2xAt7792X8G-A_1y5_Ymza3NcupmOVqKMSNUriQafcg7yOEC7WY

 

“¡El himno!”, dijo el hombre que daba las órdenes, vestido con un uniforme militar y mostrando una sonrisa amplia de carillas blancas. Se presentó como Jerónimo, comandante político de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

La alta jerarquía de la organización ha hablado pocas veces con periodistas. A partir de fines de la década de 2000, sus predecesores fueron objeto de persecuciones agresivas por parte de las autoridades colombianas. La mayoría murió a manos del gobierno, o fueron encarcelados o extraditados a Estados Unidos. Pero mientras otros grupos aumentaron su popularidad, las AGC reforzaron su poder, expandiéndose a la mayoría de las regiones del país y llegando a contar con 9,000 miembros.

Jerónimo, el líder político de las AGC, decidió que esta vez era hora de hablar. La semana pasada sostuvo varias horas de conversación con periodistas de The Washington Post, durante las que explicó que quería que el público entendiera a la organización desde adentro, para conocer de cerca su autoproclamada misión política.

Esto sucede mientras el Gobierno de izquierda del presidente Gustavo Petro persigue un plan ambicioso para lograr una “Paz Total”, un intento de desmantelar simultáneamente a múltiples grupos armados y poner fin a la violencia y a los asesinatos que han arrasado al país durante décadas. Más de un millón de personas han muerto en el conflicto, según cifras del Gobierno, y más de 8.4 millones han sido desplazadas de sus hogares.

Las discusiones entre la administración de Petro y las AGC, que el Gobierno llama el Clan del Golfo, han sido tensas. Están pendientes órdenes de captura contra varios de sus líderes por presuntos homicidios, desplazamiento forzado y reclutamiento de menores. Funcionarios colombianos han descrito durante mucho tiempo al grupo como una estructura exclusivamente criminal, colocándolo en una categoría diferente de las insurgencias de izquierda. Aunque se anunció un cese al fuego bilateral a principios de este año, y las AGC contrataron a un abogado para que comenzara a reunirse con el Alto Comisionado para la Paz, Petro lo canceló recientemente al acusar al grupo de fomentar la violencia en una huelga de mineros.

Las AGC negaron su participación y la semana pasada publicaron una declaración en video, donde responsabilizaron al gobierno de la “problemática que pueda causar dicha decisión apresurada” de reanudar los ataques militares. Jerónimo y sus camaradas argumentan que deben ser considerados un grupo armado político como cualquier otro en Colombia.

Independientemente de la posición del Gobierno, no le será fácil derrotar o hacer a un lado a las AGC: su influencia y dinero está por todas partes.

En un pueblo del norte de Antioquia, una pancarta de las AGC cuelga sobre un camino pavimentado, considerado un lujo raro en esta parte del país. Líderes de la región dicen que este fue pagado en parte por el grupo, junto con las luces de la cancha de fútbol, ​​las camisetas del equipo local y un nuevo embalse que la comunidad espera reforzará su suministro de agua. Las AGC patrocinan fiestas comunitarias para el Día de la Madre, eventos familiares en la escuela y traen juguetes para todos los niños en Navidad.

“Si el Estado en este momento llega y nos ofrece ayuda, gloria a Dios, estaríamos con ellos”, dijo un líder del pueblo. “Pero el Estado no ha llegado”.
Una vida de resistencia armada

La historia de Jerónimo es, en muchos sentidos, la del conflicto colombiano sin fin.

Creció en las zonas rurales pobres de Apartadó, cerca del Golfo de Urabá, en un pueblo controlado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la ahora desmovilizada guerrilla izquierdista que libró una lucha de décadas para derrocar al Gobierno.

Cuando cumplió 15 años, Jerónimo llegó a creer que la única forma para poder defenderse sería uniéndose a la guerrilla. Pasó siete años luchando con las FARC hasta que se desilusionó de su visión marxista. Entonces, desertó y huyó.

Dos años más tarde, desesperado por volver con sus padres y sus dos hermanas menores, se enfrentó a un peligro diferente: una nueva organización paramilitar se había mudado a su ciudad natal y perseguía a cualquiera que sospechara que era un guerrillero de izquierda.

“Si volvía como civil, me mataban”, dijo. Para evitar ser perseguido, se unió a ellos.

Las Autodefensas Unidas de Colombia se convirtieron en una coalición masiva de paramilitares de derecha y, eventualmente, negociarían un acuerdo de paz con el Gobierno. Sin embargo, para alguien como Jerónimo, pronto surgieron nuevas amenazas. Volvió a tomar las armas: “Uno nunca termina de cerrar el ciclo”.

Esta vez lo hizo con las AGC, atraído por su autodenominada misión de ser “un ejército que lucha por la reivindicación social y la dignidad de nuestro pueblo”. Su fundador fue un líder paramilitar que desestimó el proceso de paz y asumió el control de las rutas de la droga que ya tenía la coalición. El nombre de la organización es un guiño a Jorge Eliécer Gaitán, el líder político cuyo asesinato en 1948 desencadenó décadas de agitación.

Jerónimo dijo que las ACG en lugar de apoyar al Gobierno a contener a las guerrillas, como los paramilitares, lo confrontó. Agregó que el propósito de las AGC es inherentemente político. Cada uno de sus frentes incluye un comandante político que supervisa las obras y asesora a los consejos locales del pueblo, que según él son autónomos. La dirigencia aspira a que algún día se conviertan en un partido político nacional. “¿Por qué no?”, se preguntó.

Jerónimo, un hombre de 50 años, hablaba de una manera lenta y mesurada, pidiendo por motivos de seguridad ser identificado solo con su alias. El anillo de oro en su mano derecha brillaba mientras él gesticulaba. Las conversaciones con el Gobierno también podrían traer “el reconocimiento, a nivel internacional, de quiénes somos como organización”, dijo. “Nos han hecho ver como unos criminales, personas non gratas para la sociedad”.

Danilo Rueda, el Alto Comisionado para la Paz del Gobierno de Petro, dijo que Colombia no considera que las AGC sean “políticas”, porque su objetivo no es “subvertir el orden constitucional”. En un comunicado, describió la influencia del grupo como una especie de “gobernanza” criminal para el control social y la “protección y generación de riqueza”. Pero la gobernabilidad, dijo, no lo clasifica como una entidad política.

Según las autoridades colombianas y los defensores de derechos humanos, las AGC han ejercido su control a través del desplazamiento forzado, la extorsión, el asesinato de policías y el reclutamiento de menores. Dicen que se benefician de la minería ilegal y dominan las redes de distribución de drogas del país mediante el suministro de cocaína a los cárteles mexicanos. Jerónimo aseguró que el grupo solo gana dinero cobrando impuestos a los cárteles que operan en su territorio.

“Son como el Amazon del negocio de las drogas en el norte de Colombia”, dijo Elizabeth Dickinson, analista sénior del International Crisis Group, comparando al grupo con la empresa estadounidense. “¿Tienen algún incentivo para renunciar a algo? Creo que cero”.

El ministro de Justicia, Néstor Osuna, dijo que el Gobierno ha sugerido que los miembros de las AGC se entreguen voluntariamente al sistema judicial a través de un proyecto de ley que les haría una “oferta atractiva”, incluyendo sentencias más leves.

El riesgo de prisión y extradición, así como otros elementos, hace que la oferta del gobierno no sea viable para los líderes de las AGC, quienes están exigiendo un sistema de justicia transicional que les permita decir la verdad a las autoridades a cambio de “garantías”, explicó Jerónimo. “Si esa verdad no se blinda en un sistema de justicia que te dé garantías, se abrirá la puerta a otro conflicto”.

Andrés Chica, un activista por los derechos humanos en el departamento de Córdoba, dijo que el grupo ha aprovechado el momento: vio cómo el reclutamiento, la extorsión y las amenazas aumentaron durante el período de cese al fuego.

“Han tenido tiempo para oxigenarse, rearmarse y reacomodarse en el territorio”, dijo Chica. “Cuando el Gobierno despierte, será un monstruo aún más grande que el que ya está”.
¿Apoyo o miedo?

La presencia de las AGC no siempre es evidente a primera vista. En el norte rural de Colombia, un mosaico de fincas ganaderas y plantaciones de banano, no hay puntos militarizados. No hay hombres armados en las carreteras. Pero los habitantes siempre saben que están allí.

En una pequeña comunidad en las afueras de Belén de Bajirá, en la región del Chocó, el grupo ha sustituido a un gobierno ausente. Hay un pequeño centro de salud, pero no hay médico. Hay una escuela, pero no hay autobuses escolares. Las AGC están trabajando para encontrar un médico y el transporte para que los niños vayan a clase, dicen líderes locales.

Cuando una residente necesitó exámenes urgentes antes de una cirugía de riñón el año pasado, pidió ayuda al consejo local. Este recurrió a las AGC, quienes le dieron alrededor de 150 dólares para pagar los exámenes médicos.

Sin embargo, pocas personas en pueblos como estos, donde las AGC siempre están observando, estaban dispuestas a dar su nombre a los periodistas del Post . Menos estaban dispuestas a expresar cualquier crítica. Y no es de extrañar: tan solo en el departamento norteño del Chocó, la Defensoría del Pueblo de Colombia reportó el desplazamiento forzado de 4,380 personas en 2022 por disputas territoriales que involucran al grupo. Más de 7,800 familias fueron confinadas a la fuerza en sus hogares.

En Apartadó, una defensora local de víctimas relató que recibió amenazas de muerte por tratar de ayudar a los jóvenes a abandonar el pueblo y el grupo. “Me sacaron de mi casa con una pistola y me dijeron que me largara o me mataban”, dijo.

Birleyda Ballesteros, otra residente, dijo que se encerró en su casa durante unos dos meses el año pasado, después de que las AGC aterrorizaran a su pueblo y a otros 100 más de una zona amplia del país.

En mayo de 2022, el grupo convocó a un paro armado de cuatro días en represalia de que su exlíder fuera extraditado a Estados Unidos por cargos de narcotráfico. El entonces presidente Iván Duque había descrito a Dairo Antonio Úsuga, mejor conocido por su alias “Otoniel”, como el “narcotraficante más temido del mundo, asesino de policías, de soldados, de líderes sociales y reclutador de niños”. En una demostración de fuerza, sus camaradas bloquearon carreteras, quemaron autos, paralizaron negocios y prohibieron a los residentes salir de sus casas.

Aun así, Ballesteros dijo que a las AGC se les debe dar la misma oportunidad que a cualquier otro grupo armado para negociar un acuerdo de paz y un plan de justicia transicional.

“El gobierno debería sentarse con ellos y escucharlos”, dijo.

Un líder de unidad, un antioqueño de 30 años, dijo que se había unido ocho años atrás. Antes vivía con su familia, trabajando en su granja o haciendo trabajos ocasionales en su vecindario, pero luchaba para llegar a fin de mes. En el grupo armado encontró hombres que lo “respaldaban al 100 por ciento”. Ascendió a comandante con tan solo 24 años.

Otro miembro dijo que se unió cuando tenía 20 años, después de servir en el Ejército durante dos. Se sintió atraído por la autodenominada misión de las AGC de defender a la población y, más importante aún, por el salario que le ofrecían. “Abre una puerta económica que afuera no se puede encontrar”, dijo. El líder de la unidad le dijo que no revelara cuánto gana. Ninguno de los hombres se identificó.

Jerónimo dijo que espera que el gobierno acepte la idea de una negociación de paz “o al menos un diálogo”.

“Si seguimos con esta misma retórica de abandono, de corrupción, de persecución, de represión por parte del Estado, nosotros nos seguiremos defendiendo”, agregó. “Y en la medida en que podamos trascender y ampliar el territorio, allá llegaremos”.
DESDE LA PARTE SUPERIOR IZQUIERDA: Grafitis señalan la presencia de las AGC cerca de un peaje comunitario en el municipio antioqueño de Barranquillita. Algunas niñas ríen mientras se trenzan el cabello en el pueblo de Blanquiceth. Un cartel en las afueras del pueblo de Apartadó ofrece una cita del Papa Juan Pablo II: “La paz no se impone, se construye”. La unidad de las AGC se detiene en el bosque durante un patrullaje. Muchos hombres se unen a la organización, que cuenta con 9.000 miembros en toda Colombia, por seguridad económica.

Incluso en los territorios que son un bastión de las AGC, permanecen alertas. Un pequeño avión sobrevolaba la zona y temían que pudiera ser la inteligencia militar rastreando su paradero. Jerónimo hizo retroceder a su unidad.

Los hombres se refugiaron en una área boscosa cercana, amontonándose entre los árboles mientras esperaban para hacer su próximo movimiento.