Violencia primigenia: romper con la Tierra

La tierra sigue gritando que la humanidad no es otra cosa que naturaleza. Escuchemos.



Violencia primigenia: romper con la Tierra

Revista de la Universidad de México

La palabra tierra es, al mismo tiempo, un sustantivo común y también el nombre propio del planeta que habitamos. Como sustantivo común, hace referencia a una serie de entidades concretas: tierra como suelo, sustrato para sembrar; tierra como una porción de la superficie planetaria que no es cielo, agua, viento ni fuego; tierra que hace lodo. Por contraste, como nombre propio contiene todo lo que existe en este planeta: los procesos naturales, las entidades vivas, los minerales, los ecosistemas, y también a la humanidad.

​ En otras lenguas, la interesante homofonía de ambas palabras en español (tierra y Tierra) no se sostiene, como sucede en inglés, que diferencia claramente Earth de dirt y de land. Sin embargo, lenguas como el mixe, mi lengua materna, dan pie a otro interesante traslape. La corta pero muy significativa palabra et es al mismo tiempo un verbo que se traduce como “existir” y un sustantivo que se usa para nombrar a la tierra, la naturaleza y sus elementos, un territorio y todo esto a la vez. Et, como sustantivo, podría ser traducido como “todo lo que existe”. El nombre más concreto del planeta refiere a un tipo de etEt Nääjxwi’nyët, y como todas las entidades nominales del mixe, carece de marca de género.

​ Me interesa hacer estos contrastes semánticos para después marcar otra distinción importante, la que hay entre tierra y territorio. En el lenguaje, el signo lingüístico está conformado por el significante (la imagen acústica) y el significado (el concepto denotado). Podríamos entonces establecer una analogía: si la tierra concreta y todo lo que en ella existe es un significante, entonces la noción de territorio que las sociedades humanas generan sobre ella es el significado. La humanidad es parte del significante-tierra pero al mismo tiempo es la creadora del significado-territorio. Generar una noción de territorio es, por lo tanto, una acción reflexiva: si la humanidad se piensa a sí misma cuando piensa en la tierra, la humanidad es entonces parte de la noción de territorio que ha generado.

 

​ Como el territorio se origina en nuestra relación con la tierra, distintas sociedades pueden generar nociones de territorio diferentes aun si se relacionan con la misma extensión de tierra. Esa relación pasa por el conjunto de ideas y prácticas que tenemos sobre una tierra concreta. Por ejemplo, los rituales con los que cada sociedad marca su vínculo, el inventario semántico de cada lengua para nombrar y clasificar lo que en ella existe, el tratamiento que le damos a la tierra y a sus entidades, entre otros.

​ Hace más de 4 500 años, el área que conocemos como el Soconusco, en la Costa del Pacífico, era habitada por pueblos que la arqueóloga Barbara Voorhies bautizó como “chantutos”. Se trataba de sociedades nómadas de recolectores, cazadores y pescadores que hablaron un ancestro de mi lengua materna, el proto-mixezoque.1 En el movimiento de las sociedades nómadas recolectoras y cazadoras se genera una noción de territorio definitivamente distinta a la de las sociedades sedentarias. Podríamos postular que la noción de territorio de los antiguos chantutos se generaba en su propio movimiento constante sobre la tierra y estaba atravesada por una serie de complejos conocimientos sobre la naturaleza, sobre sus ciclos, sobre la vida que la habita.2

​ Aunque hay una línea lingüística y una tradición de pensamiento que une a las sociedades mixes y zoques actuales con los antiguos chantutos, la noción de territorio actual de una comunidad mixe básicamente agricultora y sedentaria es distinta de la que sus ancestros habrían generado. ¿Qué significaba la tierra para ellos? Una buena parte de ese significado, de su noción de territorio, se ha perdido con el paso de los milenios, pero podría asegurar que para ellos la tierra no significaba propiedad, pues los ciclos naturales de las estaciones gobernaban el movimiento de su sociedad sobre la faz de la tierra y le proveían la vida. Se explica entonces la necesidad de rendirle culto a una fuerza tan potente.

​ Décadas antes de la colonización, las sociedades de la Sierra Mixe del postclásico, aunque eran sedentarias, entendían la importancia de los ciclos naturales sobre la agricultura de la que dependían y la importancia de mantener un equilibrio con las entidades de la tierra; eso les recordaba constantemente que, como humanidad, eran parte de ese gran sistema.

​ La colonización europea trajo consigo una noción de territorio muy distinta a las que coexistían en este lado del mundo, según la cual la humanidad podía ser propietaria de la tierra. A diferencia del significado de et como “todo aquello que existe”, la tradición occidental, a esas alturas, había cercenado definitivamente la humanidad del resto de la tierra. La vieja distinción entre naturaleza y civilización ha guiado el empeño europeo de diferenciarse lo más posible de lo salvaje, lo primitivo, lo natural, de todo aquello cercano a la tierra. La historia de un Occidente colonialista, patriarcal y capitalista podría tal vez explicarse como la historia de los rompimientos que ha tenido con la tierra.

 

​ Aura Cumes, antropóloga kaqchikel de Guatemala, ha insistido en que, para el patriarcado de la tradición occidental, el hombre (no la gente) se apropió del significado de “ser humano”. A partir de ahí, Cumes apunta que la idea de hombre fue creando antítesis a las que ha ido sometiendo; una de ellas fue la naturaleza, de la que se diferenció y separó. De acuerdo con esta investigadora, podría decirse que todo aquello que se lee más cercano a la tierra y más alejado de la dupla hombre-civilización será susceptible de ser sometido, combatido y sojuzgado. La aversión patriarcal entiende la menstruación de las mujeres como algo que las ata a ciclos naturales, las lee cerca de la naturaleza y la animalidad; por lo tanto, lo femenino debe ser sometido. Aquellas mujeres que en la tradición europea estaban más conectadas con el conocimiento de los ciclos de la tierra fueron acusadas de brujas y luego ejecutadas. Los pueblos indígenas también fuimos colocados como entidades de la naturaleza a las que había que civilizar.

​ Cuando la colonización se instaló en este continente impuso su propia noción de territorio. La tierra se volvió una propiedad a explotar, y para sacarle mejor provecho se sometió a los pueblos que la habitaban y más tarde se secuestró a cientos de miles de personas de África para esclavizarlas aquí.

​ Durante los primeros siglos de dominación española, los pueblos mesoamericanos fueron confinados en territorios bajo la lógica de la propiedad; sin embargo, fue la noción de lo comunal, en muchos casos, lo que puso dique a ese significado impuesto de la tierra. Si la tierra debe ser legalmente propiedad de alguien, muchos pueblos indígenas defienden que sea propiedad comunal. En la ritualidad y las prácticas cotidianas muchos de los pueblos indígenas siguieron actualizando una noción de territorio en la que la humanidad continúa siendo parte de la tierra y la naturaleza, a las que se le rinde culto, se les habla, se les pide permiso.

​ A la larga el colonialismo se decantó en capitalismo y se introdujo una visión más radical respecto a la propiedad: la idea de que la tierra puede ser propiedad privada y, por lo tanto, mercancía. Una porción de tierra, con límites arbitrariamente establecidos, se convierte mediante un ritual legal (la expedición de escrituras) en propiedad privada que puede comprarse y venderse. No solo esto, también los elementos del planeta Tierra, los animales, el agua, el aire, el viento y los minerales se convierten en mercancía en el mercado capitalista; para lograr esta conversión se ha ejercido todo tipo de violencia sistémica, patriarcal, racista y capitalista.

​ Ante la emergencia de la crisis climática, hay resistencias. En este planeta siguen coexistiendo diversas nociones de territorio que son también significados contemporáneos de la tierra. Ante el peligro del calentamiento global, en el mundo occidental han surgido movimientos ecologistas que, adscritos a su tradición de pensamiento, siguen viendo a la humanidad como una entidad separada de la naturaleza, solo que ahora hay que cuidarla; nosotros, como humanidad, debemos cuidar a ese otro que es la tierra. Por contraste, los pueblos originarios que todavía retienen una noción de territorio en la que la humanidad sigue siendo parte de la tierra prefieren definir su lucha como defensa del territorio.

​ Según un reporte de la periodista Laura Castellano realizado con datos de Global Witness, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental y la investigadora Lucía Velázquez Hernández, dos de cada tres víctimas de asesinato o desaparición de defensores de la tierra pertenecen a pueblos indígenas. Este continente que tanto ha resistido a la noción hegemónica de territorio capitalista sigue resistiendo a los efectos de la mercantilización de la naturaleza. La violencia, generalmente impune, ha sido la respuesta.

​ Pero la tierra sigue gritando que la humanidad no es otra cosa que naturaleza. Escuchemos.

Este material se comparte con autorización de UNAM Global