El retorno de Siria: Arabia Saudí pone fin a la Primavera Árabe
Exteriores, día. Última temporada, escena primera. Después de 12 años, toca a su fin la serie llamada Primavera Árabe, con una cuota de pantalla cada día más reducida. Estén atentos al capítulo final, el mes que viene, que será filmado en Riad, capital de Arabia Saudí, con entrada triunfal de Bashar al Asad, dictador de Siria, en la reunión de la Liga Árabe. No le pondrán un arco de triunfo, pero le darán unas palmaditas de reconocimiento: ha ganado la guerra.
Asad ha ganado la guerra. En realidad, lo sabemos desde hace varios años, aunque no hubiera un momento concreto de cantar victoria; la toma de Alepo en 2016 gracias a la entrada decisiva de Moscú en el conflicto el año antes era un punto de inflexión, pero nadie quiso entonces reaccionar. Han pasado siete años más de lento afianzamiento del régimen frente a unos restos de milicias islamistas cada vez más aislados en su último feudo alrededor de Idlib. Con una cercanía cada vez más evidente entre Damasco y las milicias kurdas, obligadas a cubrirse las espaldas ante las ofensivas de Turquía. El mapa se dibuja y ya no hay dos Sirias, solo queda la de Asad.
El momento en el que la Liga Árabe vuelve a admitir a Siria como miembro pleno, 11 años y seis meses después de suspenderlo a causa de los bombardeos del régimen contra el pueblo, puede marcarse como fin definitivo de una rebelión que se inició en 2011. De momento, no se sabe si el ministro de Exteriores saudí, Faisal bin Farhan, realmente le entregó a Asad un sobre con la invitación cuando lo visitó en Damasco el martes pasado. Lo que sí sabemos es que este encuentro marca el fin de 12 años de enfrentamientos, 12 años en los que bastante dinero y armas de Arabia Saudí, Qatar y Kuwait fluyeran a Siria para alimentar la guerra civil.
El objetivo era alimentar la guerra. Si alguna vez Riad o Doha tenían la intención de derrocar a Asad, es una interesante pregunta para los historiadores. Lo que sí intentaron, y lo consiguieron, era destruir para muchas décadas un país árabe que por su cultura e historia podría haber jugado un papel relevante en la región, pese a su relativa escasez de petróleo, si se hubiera transformado en democracia.
El primero que no quiso la democracia, el primer responsable del crimen de la destrucción de una nación entera, es Asad, quien podría haber elegido muchas vías en 2011 para mantenerse en el poder. Pero eligió la más sangrienta y, de paso, dio lugar al nacimiento de Daesh. Debería estar esperando juicio en los calabozos del Tribunal Internacional de La Haya —esto es utópico, porque Siria no ha ratificado el Tratado de Roma—, pero, en lugar de eso, pronto volverá a repartir apretones de mano a mandatarios de todas partes, europeos incluidos. No hay nada que hacer: ha ganado la guerra.
La evidencia de que la guerra civil de Siria ha terminado y Asad es el ganador, o, en términos geopolíticos, Rusia es el ganador, fue seguramente un factor que empujó a Arabia Saudí a poner fin al enfrentamiento con Irán, el eslabón central del eje Moscú-Damasco, que se prolonga hasta Pekín. Que es donde en marzo pasado se hizo la foto de reconciliación entre Riad y Teherán. A primera vista, parece una estrategia basada en la asunción de que Rusia está reemplazando a Estados Unidos como principal actor fuerte de Oriente Próximo. Pero, con China como respaldo, la iniciativa será beneficiosa para los implicados también en el caso de que Rusia se desangre en la guerra de Ucrania y pase unos años a un segundo plano geopolítico.
Hasta ahora, Arabia Saudí solo podía actuar como secuaz y avanzadilla de Estados Unidos en la región; ahora, con un Irán debilitado por sanciones económicas, inflación y protestas políticas, podrá ser cabecilla no solo del conjunto del golfo, sino líder de un enorme bloque geopolítico. Ya tiene en su séquito a Egipto, ahora se añadirá Siria y, seguramente, Irak, en cuanto un acuerdo saudí-iraní permita poner fin a las confrontaciones internas mesopotámicas, alentadas hasta ahora precisamente por las tensiones regionales.
De paso, también Yemen pasará de país destrozado a acólito de Arabia. Lo atestigua, este mismo mes, la foto del embajador saudí en Sanaa con Ali Qarshah, un líder huthí a cuya cabeza Riad había puesto un premio de cuatro millones de dólares. No será algo inmediato, porque el conflicto yemení va mucho más allá de una confrontación de bloques geopolíticos en el que entran factores tribales, ideológicos y religiosos. Si bien los huthíes son de la rama zaidí del chiismo, también lo son gran parte de sus adversarios en Yemen, y se añade la ya antigua confrontación entre norte y sur del país, cuya unificación en 1990 nunca llegó a asentarse. Pero sin ser alimentada por armas y dinero de fuera.
Esto es, precisamente, lo que ocurrirá en Siria: Riad pondrá fin al flujo de armas y dinero desde el golfo a las últimas zonas rebeldes de Siria. Un flujo supuesto que nunca podrá demostrar un apoyo estatal directo, porque las ingentes cantidades de petrodólares que llegaron a las milicias ultraislamistas de Siria siempre eran donaciones humanitarias privadas de empresarios caritativos. Además, parece ser que Arabia Saudí fue perdiendo interés ya tras los primeros años, quizás incluso desde la entrada de Rusia en el conflicto, mientras que Qatar aguantó más, apostando tanto por las milicias islamistas en el interior como por las redes de educación salafista entre los refugiados. Era algo que encajaba en su alianza con Turquía, el país que hasta ahora no solo financia y arma gran parte de las milicias islamistas en Siria, sino también protege, mediante su presencia militar en el terreno, a otras como Haiat Tahrir Sham, herederos de Al Qaeda, a los que afirma no apoyar directamente. El eje Ankara-Doha era la última línea de defensa de la oposición armada que resiste a Asad. ¿Para cuánto tiempo?
Qatar aún se pronunció contra una reconciliación con Asad en una conferencia en Arabia Saudí que reunía a mediados de abril a diplomáticos de Baréin, Kuwait, Oman, Qatar, Emiratos, Egipto, Irak y Jordania, además de saudíes. Pero es cuestión de tiempo, porque la propia Turquía no tardará en hacer las paces con Damasco, y entonces ya no hay muebles que salvar. El propio presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, proclama desde noviembre su intención de enterrar el conflicto y recuperar relaciones diplomáticas con el mismo dictador, que antes llamó asesino, terrorista y genocida, porque “en política no hay resentimientos”. Y sí consideraciones prácticas.
La ocupación militar de grandes áreas del norte de Siria no da réditos geopolíticos si Asad vuelve a ser amigo de Arabia Saudí, un país cuyo dinero es una de las pocas esperanzas de Erdogan para mantener al menos la ficción de una economía estable. Y también parece agotada su utilidad para mantener vivo el conflicto kurdo, lo único que puede fragmentar la oposición política turca. En todo caso, ha dicho Erdogan, la reconciliación con Asad tendrá lugar después de las elecciones turcas del 14 de mayo. Eso si las gana, claro. Si las pierde, será aún más rápida: el partido socialdemócrata CHP lleva tiempo proclamando su intención de romper con el movimiento islamista sirio y recuperar relaciones con Damasco.
No será un camino de rosas. Porque, si Turquía retira sus tanques, dejará en la estacada a decenas de miles de milicianos islamistas fuertemente armados, algunos directamente bajo su tutela hasta ahora; otros no tanto. Y es difícil prever qué harán, pero poco probable que tengan ganas ni de rendir armas y pasar a los calabozos del régimen, ni tampoco de morir todos aplastados bajo el avance militar de Asad y los aviones rusos. Ya en enero, el ministro de Exteriores turco, Mevlüt Çavusoglu, en un intento de guardar la ropa mientras Erdogan nadaba hacia Damasco, tuvo que reunirse con los dirigentes de lo que aún se llama Coalición Nacional Siria, creada en 2012 en Doha, reconocida entonces por gran parte del mundo, incluida la Liga Árabe, como “único representante legítimo del pueblo sirio”, y hoy prácticamente olvidado. En realidad, Ankara sigue comprometida con el plan de Naciones Unidas, aseguró; es decir, una nueva Constitución y elecciones libres. Algo que no se cree nadie ya.
Quizás el voto de Qatar en la reunión este mes era un favor a Turquía, intentando comprar tiempo para que Erdogan resuelva el problema que tiene en la puerta de su casa. Eso, confiando en que gane en las urnas. Lo más probable es que, muy pronto, un nuevo Gobierno turco lo resuelva con menos miramientos hacia la opinión pública islamista.
Porque la tendencia es ya inevitable, como demuestra la gira del ministro sirio de Exteriores, Faisal Mekdad, en las últimas semanas. Abierto el camino por el propio Asad con una visita a Oman en febrero y Emiratos en marzo, Mekdad se plantó en El Cairo el 1 de abril y en Túnez el domingo pasado, tras pasar por Argelia, un país que, a diferencia de casi todo el resto del mundo árabe, no había roto relaciones con Damasco. Túnez y Siria ya habían acordado a principios del mes intercambiar embajadores. Seguramente, el próximo país será Marruecos, hasta ahora poco convencido, pero habitualmente dispuesto a reconocer a cualquier régimen que diga que el Sáhara Occidental es marroquí.
Washington no está ni se le espera, pero no le supone un trauma político: desde el principio de la guerra civil en 2011, siempre ha jugado a apretar pero no ahogar a Asad, probablemente en consonancia con Riad. Porque el régimen islamista, que habría surgido en caso de una rápida victoria militar de los rebeldes en 2012, habría tenido el apoyo de la bien engrasada maquinaria de relaciones públicas de los Hermanos Musulmanes, respaldados por Qatar, en todo el mundo, y habría sido un adversario local para Riad, no tan grave como una democracia, pero incómodo. Era mejor arruinar el país y garantizar que la familia Asad se consolidara para las próximas generaciones, destruido hasta los cimientos todo atisbo de una sociedad civil siria.
Con un dictador es fácil arreglarse, en eso estarán de acuerdo todos los regímenes dictatoriales, sean árabes o no. El regreso de Asad les simplifica la vida a muchos políticos. Salvo a los de la Unión Europea: necesitan justificarse ante una opinión pública que no les perdonará fácilmente ver a Asad caminar por una alfombra roja en Berlín, París o Madrid. Ya les costó lo suyo la retirada de Afganistán, por insostenible que fuera seguir ahí tras 20 años malgastados; aceptarles un apretón de mano de Asad será casi imposible. Pero no hacerlo será peor.
No solo porque la única manera de influir positivamente en la evolución política de Siria, por reducida que sea esa influencia, pasa por la presencia legal de los organismos europeos y, por lo tanto, el reconocimiento del régimen, sino también porque Europa, si quiere guardarse una mínima independencia como bloque político y económico, no puede quedarse al margen de los movimientos geoestratégicos en su vecindad. Dejar que China y Rusia decidan qué pasa en el Mediterráneo oriental no solo perjudicaría los intereses económicos de Europa: también perjudicaría los intereses, las libertades y los derechos de la población que vive en estos países. Un primer ministro europeo no le puede dar la mano a Asad, porque, en el modelo europeo, los derechos humanos son un valor político, y, precisamente por eso, Bruselas no puede renunciar a darle la mano a Asad: porque por ahora, solo en el modelo europeo, los derechos humanos son un valor político.
Y este modelo —de la hipocresía sobre la que se construye no hace falta hablar hoy: solo hay una cosa peor que la hipocresía y es proclamar públicamente que los derechos humanos no importan— es más necesario que nunca. Porque viene un largo invierno.
El retorno de Asad a la escena internacional marca el fin definitivo de la Primavera Árabe y se inscribe en una dinámica común a toda la región. El lunes pasado, el régimen de Túnez, el país donde empezó esa primavera, encarceló al anciano líder islamista Rached Ghannouchi. Poniendo así fin a un ciclo que se abrió en enero de 2011 con el regreso triunfal de Ghannouchi desde el exilio de Londres. 12 años después, hemos vuelto a casilla de salida: la de dictadores que utilizan a los movimientos islamistas como enemigo y espantajo para reprimir las libertades del pueblo.
Por qué ha sido posible cerrar ese ciclo de forma tan rotunda, por qué estos 12 años no han dejado rastro en la conciencia política de la sociedad civil, esa es otra pregunta que ya es hora de responder. Y es que la Primavera Árabe no era un movimiento político: era una quimera. Nos queda asumir esta trágica conclusión. No, no viene un largo invierno: es que nunca dejó de llover.
FUENTE: Ilya Topper / El Confidencial