¿Cómo abrazarnos desde abajo? Las autonomías después del progresismo
Por Raúl Zibechi*
Servindi
Luego de una larga década de gobiernos progresistas, los debates sobre la autonomía y las prácticas autonómicas parecen haber mutado; abandonaron el escenario y se han refugiado en los pliegues menos visibles de los movimientos anti-sistémicos.
En este cambio han confluido varios procesos. Por un lado, los gobiernos progresistas han apoyado con abundantes fondos muchas iniciativas de los movimientos, produciendo un efecto de cooptación o de neutralización de los rasgos anti-capitalistas de las organizaciones. Por otro, ha ganado terreno la propuesta de “jugar en la cancha grande”, como denominan algunos a competir en el terreno electoral, ya que consideran que las “islas de autonomía” no logran conmover al sistema.
Una tercera cuestión se relaciona con las enormes dificultades que tienen los colectivos que trabajan de forma autónoma, para sostenerse en el tiempo en base a sus propios esfuerzos y tender puentes hacia otros grupos similares para emprender acciones más potentes y desafiantes. En resumen, no pasamos por buenos momentos quienes apostamos a la construcción de espacios de autonomía, con estilos de trabajo que se apoyan en la auto-construcción de mundos nuevos.
Una recorrida por diversos espacios realizada este año con movimientos argentinos en Córdoba, tanto en la capital como en Traslasierra, así como con colectivos de las provincias de Santa Fe y Paraná, me permitió auscultar otros debates y modos de trabajo. Uno de ellos es la diversificación de lo que se entiende por autonomía, al punto que muchos colectivos se consideran realmente autónomos aunque reciben fondos de los Estados. Separan la autogestión del espacio propio, de los aportes financieros que perciben.
Aunque en principio resulta una posición algo incómoda y difícil de aceptar, lo cierto es que las prácticas autónomas no sólo no han desaparecido sino que se sostienen en numerosos colectivos, más allá de las definiciones de cada quien. Intuyo que la autonomía como propuesta política goza de mayor simpatía que la capacidad de ser realmente autónomos; que las prácticas autónomas son bastantes más que los colectivos que sólo dependen de sus esfuerzos.
En suma, que la realidad se ha vuelto mucho más compleja y no admite simplificaciones. Sin embargo, existen decenas de organizaciones autónomas, por lo menos en las provincias mencionadas. Tienen algunas características comunes que quiero desglosar.
La primera es que esas prácticas anidan en grupos muy variados, no dedicados a lo que se entiende por “política”, en el sentido de disputar el poder en la sociedad, sino volcados hacia actividades culturales (música, danza, radios libres, editoriales y revistas independientes), sociales (educación popular, comercio justo, alimentación sana) y productivas (elaboración de pan y otros alimentos orgánicos, artesanías y reciclajes).
La segunda es que estos grupos suelen compartir ideas y prácticas ambientalistas o ecologistas, se niegan a plegarse al consumismo, conforman redes de resistencia a la minería y a los monocultivos como la soja, pero también a la especulación inmobiliaria urbana.
No todos son totalmente autónomos, en el sentido de que se apoyan en sus propios recursos, pero cuestionan la participación en las elecciones y gestionan sus espacios y sus tiempos según sus propios criterios. La mayoría han construido espacios de auto-formación, lo que contribuye a potenciar las prácticas autónomas.
En tercer lugar, se trata de un sector muy amplio aunque no suele estar vinculado por una estructura organizativa estable. La tendencia es que los colectivos se agrupen para una actividad concreta o para campañas acotadas en el tiempo, y luego cada organización sigue su propio rumbo. En realidad, existen vínculos estables entre muchas de ellas, pero no están sujetas a un aparato orgánico que las supera.
Existen coordinaciones nacionales, regionales y sectoriales. Pero cada grupo que las integra es, en este caso se aplica perfectamente, autónomo a la hora de tomar sus decisiones sin tener que someterse a la coordinación a la que pertenece. Por eso creo que la autonomía abarca muchos más espacios que aquellos que se definen como autónomos.
La autonomía se ha transformado profundamente desde que emergió en la década de 1990, influida por el zapatismo, la debacle de los partidos de la vieja izquierda, el neoliberalismo que destruyó los estados del bienestar y un sindicalismo funcional al sistema. La mayoría tienen claro que las políticas sociales de los Estados buscan domesticar a los movimientos y parecen haber aprendido a neutralizarlas.
En uno de los varios encuentros en los que participé, uno de los grupos de trabajo destacó la importancia de trabajar en “cómo nos abrazamos desde abajo”. Mientras avanzan en reconocer las dependencias que mantienen, no sólo del Estado sino también del mercado, también crecen en dilucidar los modos de relacionarse, para ampliar resistencias y luchas, mientras tejen lo nuevo. No es poco para tiempos tan difíciles.