La forma-Comuna
Kristin Ross
Un anónimo y abnegado traductor nos envía esta vez su traducción de la introducción del libro de Kristin Ross La forme-Commune. La lutte comme manière d’habiter, publicado en 2023 en la editorial francesa La fabrique.
Esta forma era sencilla, como los son todas las grandes cosas.
Karl Marx
Cuando Marx, desde Londres, toma conciencia de lo que está sucediendo en las calles de París en la primavera de 1871, todo induce a pensar que por primera vez en su vida logra entrever a qué podrían parecerse unos simples trabajadores cuando se convierten en amos de su propia vida en vez de en esclavos asalariados. En La guerra civil en Francia consigna las realizaciones legislativas de los communards. Pero es la forma que toma su vida, su arte y su gestión de lo cotidiano durante la Comuna lo que retiene la atención de Marx hasta el punto de cambiar el curso de su investigación y de su escritura en el último decenio de su vida. Las preguntas que se plantea, los materiales que selecciona, los paisajes intelectuales, políticos y geográficos más vastos que recorre por su cuenta, todo ello es transformado por su encuentro con la forma-comuna. Los ideales communards de 1871, tan nobles y elevados como puedan parecer, no le interesan lo más mínimo. Lo que cuenta son las prácticas comunistas — la «existencia en acto» de la Comuna: its own working existence, como él escribe. Su curiosidad y fascinación provienen del descubrimiento y la puesta en práctica por parte de gentes sencillas de «la forma política al fin descubierta que permite realizar la emancipación económica del trabajo».
Lo que se revela entonces es que la emancipación económica del trabajo no es ni un objetivo al que aspirar ni una recompensa por buen comportamiento. Bajo la forma viviente y respirante de personas que llevan una vida —aún no escrita— con ventajas basadas en la cooperación y la asociación mediante su «colaboración apasionada» —según la fórmula de Fourier—, esta emancipación está ya materialmente presente. Sí, los trabajadores y trabajadoras han querido organizar su vida social según los principios de la asociación y la cooperación. A este deseo, eco de un eslogan que había comenzado a resonar en los clubes y en las reuniones obreras por toda la ciudad de París durante el fin del Segundo Imperio, le dieron el nombre de «Comuna».
La Comuna de París fue una intervención pragmática en el aquí y ahora. La forma-comuna consiste, antes de nada, en las gentes que viven de manera diferente y que transforman su propia situación actuando sobre las condiciones de su presente. En ese sentido, la forma en cuanto forma, es indistinguible de las personas concretas que tratan de cambiar su vida, de vivir de otra manera, en el instante preciso en el tiempo y en el lugar justo del espacio en el que se encuentran: su barrio.
En otro pasaje a menudo citado, Marx escribe que los communards se dedicaron a destruir el Estado. Sin embargo, en sus actividades cotidianas se trataba menos, según creo, de una destrucción que de un desmantelamiento, paso a paso. Es el desmantelamiento de las numerosas jerarquías y de las funciones estatales lo que estaba ahí en juego, comenzando por aquellas que hacen de la política una actividad especializada y secuestrada por una minoría pensante que la ejerce a puerta cerrada.
Allí donde para Marx la Comuna de 1871 era el descubrimiento decisivo de una forma, para Piotr Kropotkin se trataba de un redescubrimiento de la misma. En efecto, si nos desviamos a través de su historia sobre otro gran acontecimiento francés, la Gran Revolución, como él la bautizó, encontramos una de las más interesantes reflexiones de Kropotkin sobre la forma-comuna, entre otras muchas que hace. Y es que el alma de la Revolución francesa de 1789, su mayor fuerza, escribe, estribaba en los sesenta distritos vinculados directamente a los movimientos revolucionarios que no se separaron nunca del pueblo, es decir, los distritos que hicieron de la ciudad de París una vasta comuna insurreccional:
La novedad que el pueblo francés ha introducido en la vida de Francia, desde sus primeros levantamientos, fue la Comuna popular. La centralización gubernamental vino más tarde; pero la Revolución comienza por crear la Comuna.
Además de los distritos de París, Kropotkin insiste sobre la importancia igualmente capital de las comunas campesinas del campo. Las sucesivas insurrecciones campesinas han desempeñado un papel decisivo pero a menudo subestimado en la radicalización del proceso revolucionario entre 1789 y 1794. Fueron estas fuerzas surgidas del campo las que demandaron la abolición de las prerrogativas feudales y el restablecimiento de las tierras comunales arrebatadas a las ciudades desde el siglo XVII por parte de la nobleza y el clero. Después de todo, nos recuerda Kropotkin, el principal instrumento de explotación del trabajo humano en la época no era la fábrica, que apenas existía aún, sino la tierra. La posesión de la tierra en común es el gran desafío del pensamiento revolucionario del siglo XVIII (y me parece, por lo demás, que podría decirse lo mismo de la actualidad). El levantamiento de las comunas aldeanas en el campo, escribe, «es la esencia misma, es el fondo de la Gran Revolución». En el mismo momento, París «preferirá organizarse en una vasta comuna insurgente, y ésta, como una comuna de la Edad Media, tomó todas las medidas de defensa necesarias contra el rey». Es París en cuanto comuna la que ha depuesto al monarca, que se ha convertido en ejército de sans-culottes contra la realeza y los conspiradores, y es en cuanto comuna que ha comenzado a igualar las fortunas de todos. Los distritos parisinos continuaron siendo la punta de lanza de la revolución durante cerca de dos años. Los distritos fueron entonces «el verdadero foco y la auténtica fuerza de la revolución» y cuando desaparecen es la revolución misma la que fracasa, mientras que un gobierno centralizado comienza a afianzarse.
Tanto para Marx como para Kropotkin, la revolución es indistinguible de la democracia directa de la forma-comuna y esta democracia es un movimiento que desborda las formas políticas en vigor de cada momento. Eso es lo que entiende Marx cuando habla de la Comuna de París como «una forma política enteramente susceptible de expansión». La forma-comuna, tanto para Marx como para Kropotkin, es la vez el contexto y el contenido de la revolución en los que, por decirlo con Kropotkin, se «nos pueden dar los recursos necesarios para la revolución y el medio para lograrla».
El nombre mismo de «Comuna» encarna e incluye lo que Kropotkin (como la mayor parte de los historiadores e historiadoras) detecta como la fuerza en acción más radicalmente democrática de la Revolución francesa. Pero Kropotkin añade algo más todavía. La revolución, para él, no es sino el conflicto existente entre, por un lado, el Estado y, por el otro, las comunas. La contradicción no se da entre Estado y Anarquía, sino entre el Estado y otra forma de organización de la vida con otra inteligencia política y un tipo de comunidad diferente. Hasta el punto de que donde el Estado recula, florecen las comunas y sus formas de vida. Si el papel del Estado es nada más y nada menos que ocuparse de todos los aspectos de las sociedades en la medida en que se perpetua dominándolos, sin duda nos convendría no ver en la forma-Estado algo así como un momento definitivo y acabado, sino más bien algo más parecido a una tendencia o una orientación. Y lo mismo en el caso de la forma-comuna: merece la pena pensarla no como algo definitivamente dado, sino como una tendencia o una orientación.
Las observaciones de Marx y Kropotkin sobre la forma-comuna en la historia de las revoluciones francesas puede ayudarnos a encontrar algunos rasgos o componentes recurrentes y reconocibles de la forma política en cuestión. El espacio-tiempo de la forma-comuna se ancla en el arte y la organización de la vida cotidiana y en una asunción colectiva de los medios de subsistencia. Implica entonces una intervención eminentemente pragmática en el aquí y ahora y por tanto un compromiso de vivir con los ingredientes disponibles en el momento presente. Implica un marco local, de proximidad o, al menos, delimitado. Las dimensiones espaciales y la temporalidad propias de la forma-comuna se despliegan al lado —o en el contexto— de un Estado puesto a distancia, desmantelado o al menos en proceso de desmantelamiento, cuyos servicios se hayan vuelto superfluos para quienes han puesto en sus propias manos y de manera colectiva los asuntos que les atañen.
El objetivo de estas breves reflexiones no es proporcionar la definición de una forma que, por su contingencia, su falta de abstracción y su naturaleza procesual siempre inacabada, se presta difícilmente a ello. Como sugiere Kropotkin: un pensamiento relacional vale más que un pensamiento definicional de la forma. De este modo, si el modo de vida comunal se expande a medida que el Estado recula, debemos buscar aquellos momentos de su creación en la historia real de la lucha material y esforzarnos en reconstituir lo mejor posible sus «existencias en acto». En nuestro tiempo, asimismo, luchas territoriales y dinámicas como la ZAD de Notre-Dame-des Landes, cuyo ejemplo ocupa un lugar importante en las páginas que siguen; o las ocupaciones de oleoductos en América del Norte, hacen revivir aspectos de la forma-comuna que ellas se han apropiado.1 Estos movimientos contemporáneos inventan potentes intervenciones contra la destrucción acelerada del medioambiente constatable por todas partes a nuestro alrededor. Su existencia ha tenido un efecto secundario —pero no menos espectacular, según creo— que trato de esbozar en este libro: estas comunas transforman nuestra percepción del pasado reciente, en particular las décadas de 1960 y 1970. Las luchas por la tierra contemporáneas nos ayudan a resituar los ejes de conflicto que han atravesado la segunda mitad del siglo XX y que se prolongan en la actualidad. Cambian nuestro pensamiento acerca de lo que importa en la época, lo que cuenta y que puede sernos útil en el presente. Las largas batallas libradas por los campesinos y sus aliados en Larzac y en las perlerías de Tokyo a partir de la década de 1970 para impedir la incautación de sus tierras pueden aparecer, cada vez más, ante nuestros ojos como aquello que eran: las luchas decisivas de su tiempo. El paisaje teórico reciente se reconfigura asimismo a la luz de estos movimientos contemporáneos. El marxismo antiproductivista de un pensador como Henri Lefebvre, más bien ignorado en Francia durante la década de 1970 (aunque no en América), encuentra una nueva resonancia, sobre todo en lo referido a la centralidad que le concede a la cuestión de la forma-comuna y la vida cotidiana; a sus insatisfacciones y a sus alternativas. Como muestro en este ensayo, los textos de Lefebvre, al igual que otros de aquellos mismos años, son cada vez más afines a nuestras tentativas de superación de la lógica capitalista, aquí y ahora, para la reconquista del espacio y el tiempo vividos.
Estas historias locales del pasado reciente —del mismo modo que el pensamiento antiproductivista de la década de 1970— son, sin duda, de un gran valor para las y los ocupantes de tierras que a día de hoy están tratando de reinventar formas de vida comunales en lugares del campo que han conservado toda una serie de usos precapitalistas. En la segunda parte del libro considero por eso ciertas prácticas no acumuladoras —defensa, apropiación, composición, restitución—, fundadas en la intimidad con la tierra y la figura del campesinado. Estas prácticas, que son parte integrante de la inteligencia política de la ZAD, resurgen en las movilizaciones en curso surgidos de ella y que evoco al final del libro: Les soulèvements de la terre [Los levantamientos de la tierra]. Este joven movimiento está en este momento tratando de decidir una serie de prioridades y así pasar más abiertamente a la ofensiva contra el acaparamiento y el saqueo de la tierra. En mi opinión, a causa de su flexibilidad y su creatividad, por su fino sentido a la hora de localizar al enemigo común y sobre todo por sus gestos sostenidos de cooperación, los diferentes componentes que forman este movimiento constituyen un frente común tanto como una de las formas más interesantes y vivas de la forma-comuna de esta época.
1 Si es verdad que los ejemplos en este ensayo son principalmente, aunque no exclusivamente, franceses y modernos, aprovecho para subrayar que no pretendo que la forma-comuna sea una forma nueva ni específicamente francesa — en realidad, no hay que ver aquí más que los límites de mi propia formación. Para una bibliografía reciente sobre la Comuna en su dimensión internacional véase Quentin Deluermoz y Éric Fournier, Persistences de la Commune, en Revue d’histoire du XIX Siècle, 63, 2021/2, pp. 9-19.