Francia: Cambio de escala

CON DENIS MERKLEN, SOBRE LA REBELIÓN EN LOS BARRIOS POPULARES DE FRANCIA
Merklen, sociólogo y profesor en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle, nacido en Uruguay, viene trabajando desde hace años sobre la política popular en las periferias francesas. En diálogo con Brecha, habló sobre las protestas de los últimos días, el rol de la Policía y los desafíos para la izquierda.



Cambio de escala

Daniel Gatti

 

CON DENIS MERKLEN, SOBRE LA REBELIÓN EN LOS BARRIOS POPULARES DE FRANCIA

Merklen, sociólogo y profesor en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle, nacido en Uruguay, viene trabajando desde hace años sobre la política popular en las periferias francesas. En diálogo con Brecha, habló sobre las protestas de los últimos días, el rol de la Policía y los desafíos para la izquierda.

Incendio luego de las protestas, en Lille, el 29 de junio. AFP, KENZO TRIBOULLIARDLa semana pasada, un policía mató a quemarropa a un adolescente de origen africano en Nanterre, un suburbio de París famoso décadas atrás por haber sido origen de las movilizaciones del 68, y otra vez desde Nanterre la chispa se expandió a toda Francia. No fue la primera revuelta de este tipo en el país ni mucho menos. El precedente más cercano es el de 2005, cuando en Clichy-sous-Bois, en el Gran París, dos adolescentes de origen norafricano, de 17 y 13 años, murieron electrocutados mientras intentaban escapar de la Policía. Las protestas se extendieron a otras banlieues (periferias urbanas) populares y por tres semanas hubo enfrentamientos diarios entre los jóvenes y la Policía, quema generalizada de autos, ataques a edificios públicos. Pasados siete, ocho días, las protestas iniciadas en Nanterre parecen estar lentamente extinguiéndose, pero su virulencia y su extensión territorial han sido bastante mayores a las de casi 20 años atrás y la rebelión ha tenido características singulares. Se dieron además en un contexto de violencia policial creciente, pautada por cifras récord de muertes en operativos y de heridos graves en la represión de las manifestaciones sociales, desde los chalecos amarillos, en 2019, hasta las gigantescas marchas de este año contra la reforma de la seguridad social o las movilizaciones ecologistas por el agua de fines de marzo.

La furia de las movilizaciones ha llamado la atención. Hubo por primera vez saqueos, al punto de que se ha hablado de una «latinoamericanización» de las formas de protesta en el corazón político de Europa. Los ataques a instituciones públicas –de todo tipo– fueron a su vez mucho más numerosos que los de 2005, como mayor fue el despliegue policial: 45 mil efectivos por noche. En algunas ciudades se vieron escenas de confraternización entre policías y bandas armadas que salieron a recorrer las calles para cazar, detener y entregar a «la basura inmigrante», sindicatos policiales sacaron un comunicado golpista y en la extrema derecha volvió el lenguaje de la guerra civil.

¿«Despolitizados» los jóvenes de los barrios populares que salen a gritar su bronca, su frustración, queman instituciones públicas y roban comercios? La discusión volvió a plantearse.

Brecha conversó sobre estos temas con Denis Merklen, un sociólogo nacido en Uruguay, formado en Argentina y residente en Francia que viene trabajando desde hace muchos años sobre los barrios populares y la «politicidad popular». Doctorado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, profesor en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle, director del Instituto de Altos Estudios de América Latina, Merklen ha hecho trabajos de campo en Buenos Aires, Montevideo, Haití, Senegal, París. En 2013 publicó Pourquoi brûle-t-on les bibliothèques?, traducido tres años después en Argentina bajo el título de Bibliotecas en llamas. Cuando las clases populares cuestionan la sociología y la política, considerado por estos días (Mediapart, 29-VI-23) como el estudio más completo publicado en Francia sobre ese tema.

¿Ves algo nuevo en las movilizaciones de este 2023 que las diferencien de revueltas anteriores?

—Hay muchas continuidades, pero también un cambio de escala. En la acción de la Policía, por ejemplo. En lo más fuerte de la revuelta, hace unos días, los dos sindicatos policiales mayoritarios emitieron un comunicado común que bien puede ser considerado golpista. Hablaban abiertamente de guerra, consideraban a los jóvenes que se rebelaron como enemigos a eliminar. El desafío de la Policía al gobierno ha sido progresivo. Cuando la rebelión de los chalecos amarillos, en 2019, hicieron renunciar al ministro del Interior de la época, Christophe Castaner. Y han ido aumentando su apuesta. En el origen del asesinato de Nahel está una ley de 2017, promulgada luego de un atentado terrorista en Niza que dejó casi 90 muertos. Esa ley, que amplía las potestades de la Policía para disparar durante controles de tránsito, ha contribuido a acrecentar una violencia policial que ya venía en aumento y que está alcanzando niveles que asustan. Solo en 2022, 13 personas murieron en el marco de controles de tránsito, un récord. Es tremendo, pero nunca hasta ahora la Policía había matado a alguien desarmado baleándolo a pocos metros de distancia, como sucedió con Nahel. En 2005, los dos pibes de Clichy-sous-Bois cuya muerte disparó la rebelión de aquel año se escondieron en una centralita eléctrica y murieron electrocutados. Tiempo después, en Lyon, para escapar de la Policía, un chico se tiró al Ródano y se ahogó, y hay varios casos de jóvenes muertos al caer de motos, también tratando de huir. Pero a Nahel lo ejecutaron.

Y hay también un cambio de escala en la propia rebelión.

—Sí. Nunca había habido saqueos de comercios como sucedió ahora. Puede llegar a explicarse porque la situación económica de las familias de estos pibes es particularmente difícil, mucho más que antes, con una inflación que en el sector de alimentos fluctúa entre 20 y 30 por ciento. Es una hipótesis plausible.

El otro gran cambio es que hasta ahora las revueltas de este tipo quedaban limitadas a los barrios populares, y esta vez los pibes salieron «fuera», a los comercios, a espacios de circulación y avenidas ajenas a sus barrios. Y algunos blancos también cambiaron. No solo quemaron autos y edificios públicos. Eso de atacar la casa de un intendente, como sucedió en el municipio de L’Hay-les-Roses, en la región parisina, es nuevo. También los ataques a comisarías. No los había habido hasta ahora.

Cambia la escala, pero no el trasfondo evidentísimamente político de la rebelión. No es banal que estos jóvenes digan que para ser escuchados tienen que quemar todo, que tienen «algo que decirle al Estado» y que apunten a las instituciones públicas.

En las periferias pobres de Francia, a diferencia de lo que sucede en los asentamientos uruguayos o latinoamericanos, donde hay un déficit de Estado, el Estado está omnipresente. La vida cotidiana de las familias de los barrios populares –un 20 por ciento de la población francesa se concentra en esos gigantescos bloques de viviendas económicas subvencionadas– transita entre diversas instituciones estatales: la propia casa, el hospital, el sistema escolar, las ayudas sociales. El Estado soluciona, pero es también la fuente de todos los problemas, y estos muchachos están socializados en un conflicto permanente con alguna autoridad pública. Es allí donde sufren el maltrato, el desprecio, el racismo, las trabas. Más aún ahora, cuando las mediaciones políticas han cambiado y ya no está aquel cinturón rojo de alcaldías comunistas. El policía representa la cara más brutal de esos poderes para todos los jóvenes de los barrios populares y en especial para la población racializada, de remoto origen inmigrante. Pero también la alcaldía e instituciones como las escuelas o las bibliotecas populares.

En Bibliotecas en llamasrelevamos que entre 1996 y 2015 hubo en Francia unas 70 quemas de bibliotecas municipales en los barrios populares. No se entendía por qué, al tratarse de instituciones gratuitas y superequipadas a las que van las personas que lo desean. En todo caso se podía comprender más los ataques a escuelas o liceos, al ser instituciones que entregan diplomas y que juegan en ese terreno fronterizo entre la inclusión y la exclusión. ¿Pero las bibliotecas? La reacción más común en los medios de prensa, en el sistema político fue hablar de «salvajismo», y entre los funcionarios de las bibliotecas, que sienten que están haciendo un trabajo social importante, hubo –y hay– estupor. El mismo que ha habido –y en parte todavía hay– en la izquierda política, que tradicionalmente ha visto a las bibliotecas como parte de su proyecto emancipador. La clave, pienso yo, de estos ataques no es que los jóvenes que los efectúan quieran expulsar a la biblioteca del barrio. Es algo que va mucho más allá, que habla del divorcio creciente entre estos jóvenes y las instituciones públicas. No saben cómo decirlo y a nosotros también nos cuesta explicarlo. «El libro materializa una frontera social de naturaleza simbólica», escribía en aquel trabajo de 2013. Creo que va por ahí.

[Cuenta Merklen en ese libro que durante el trabajo de campo, desarrollado a lo largo de cinco años en comunas de la periferia norte de París, que hasta entonces eran gestionadas por el Partido Comunista, se reunió con bibliotecarias que hacían lecturas públicas de «A quién echarle la culpa», un poema de 1871 en el que Víctor Hugo evoca la quema de bibliotecas durante la Comuna de París. En un diálogo, el poeta pregunta indignado a uno de los incendiarios: «¿Tú prendiste fuego a la biblioteca?». El obrero asiente, y el poeta le lanza una perorata sobre el horror suicida de su gesto. A lo que el comunero responde con un lapidario «no sé leer». Víctor Hugo concluía que de nada servía reprimir a los incendiarios y que si algo había que hacer era fundar escuelas. Ahora no faltan escuelas y liceos en las comunas populares, y los incendiarios del siglo XXI han pasado por el sistema educativo, apuntaba Merklen. «La complejidad es mayor, pero se opta por el silencio y la no escucha.»]

Los jóvenes que se rebelan en estos barrios populares cuestionan también a protagonistas de revueltas anteriores que, según dicen, terminaron siendo cooptados por el sistema político.

—Cuando las revueltas anteriores se apagaban, lo que sucedía era que las estructuras municipales y los partidos políticos comenzaban a actuar, por ejemplo, dando subvenciones a asociaciones que tratan de socializar –algunas veces con éxito, muchas no– a estos jóvenes: deportivas, de hip hop, de teatro, de promoción del voto. Y la rueda volvía a girar, aunque no se solucionara nada en el fondo. Algunos de los jóvenes se profesionalizaban y se integraban a la militancia política. La novedad de los últimos años es que, como buen liberal que no cree en las mediaciones estatales, el presidente Emmanuel Macron cortó las subvenciones a esas asociaciones, integradas mayoritariamente por personas que 20 años atrás tiraban piedras. A esta gente que hoy se encuentra en Pampa y la vía y que ha perdido ingresos y forma de vida, los más jóvenes, que son como eran ellos hace dos décadas, los interpelan: «¿Ves que lo que hacés no sirve para nada, que sos un gil, que te están usando, que todo el sistema político es una mentira?».

Si la abstención electoral en Francia es cada vez más alta, en estos barrios es altísima: en promedio, solo vota entre el 20 y el 30 por ciento. Cuanto más se baja en nivel social y en edad, menos se vota, seas del origen que seas. Si sos hijo, nieto o bisnieto de inmigrante, las cifras aumentan, claro. Los pibes dicen «a esta gente que nos gobierna no la votó nadie, su legitimidad es nula». Y tienen razón, pero desde el punto de vista del sistema político esos gobernantes son legítimos. Hay ahí un punto de fricción enorme, un déficit democrático que nadie ha sabido resolver.

En una entrevista con Mediapart, el sociólogo Michel Kokoreff, que ha hecho varias investigaciones sobre este tipo de revueltas, dice que hay una continuidad de fondo entre 2005 y 2023, pero que la mayor virulencia de las protestas actuales no se podría entender sin tener en cuenta el «momento fascista» que se está viviendo en Francia.

—Creo que eso es muy importante para explicar la agravación de un problema que es crónico. Estoy haciendo ahora un trabajo sobre una colección de 65 novelas escritas por unas 20 personas que hoy tienen en promedio 47 años y andaban por los 29 en 2005. Todos pertenecen al espacio de las periferias populares, vienen de la inmigración y se escolarizaron en Francia. En casi todos, la llegada de Jean-Marie Le Pen, el fundador del ultraderechista Frente Nacional [hoy Agrupación Nacional, liderada por su hija Marine], a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en 2002, aparece como un hecho que les cambió la vida. Nunca habían pensado que un tipo como Le Pen, con su pasado de torturador colonialista y su lenguaje xenófobo y racista, pudiera llegar tan lejos. Eso ha quedado muy atrás: Marine también llegó a la segunda vuelta, y en dos oportunidades, y ha logrado casi triplicar los votos de su padre y «normalizar» su partido. El crecimiento del fascismo en la sociedad francesa, no solo como expresión política sino como estado de ánimo que permea en la sociedad, es un hecho innegable. Después del asesinato de Nahel, mucha gente de clase media no acepta que le digas, por ejemplo, que es inadmisible que la Policía mate como está matando. Te responden que el pibe tenía antecedentes y que hay que entender a la Policía.

La editorial Gallimard está sacando ahora una colección de textos breves de intelectuales sobre temas de actualidad que se venden como pan caliente. En uno de esos libros, el abogado William Bourdon da datos sobre la violencia policial que te dejan helado. No está solo el tema de las muertes, también el de la impunidad. Un ejemplo: en un año, el Defensor del Pueblo presentó ante la Justicia unos 3 mil y pico de casos de violencia policial. Solo dos de ellos llegaron a proceso. Lo peor es que, cuando se saben esos datos, la reacción social es nula. El gobierno de Macron estuvo a punto de sacarle la personería jurídica a una institución tan venerable como la Liga de los Derechos Humanos justamente por denunciar esos abusos. No se atrevió por los costos que le hubiera acarreado en el ámbito internacional, pero estuvo a nada de hacerlo.

Otro hecho para ilustrar el nivel en el que estamos: cuando las revueltas de los chalecos amarillos, hubo una filmación que circuló masivamente en redes sociales que mostraba a un boxeador peleando con policías vestidos con todo su atuendo de Robocop en el Pont des Arts de París. El tipo logró vencer a los policías, algo que fue muy festejado. Por supuesto marchó a la cárcel. En las redes se lanzó una campaña para ayudarlo a juntar el dinero para el juicio, pero la Justicia la frenó porque consideró que se estaba apoyando a un delincuente. Ahora se ha lanzado una colecta para ayudar al policía que mató a Nahel. Nada ha dicho la Justicia, a pesar de que se trate de una campaña destinada a ayudar a alguien acusado, con pruebas, de asesinato. Lo terrible también es que esta gente ha logrado reunir casi 1 millón de euros en pocos días, cuando otra colecta, para la madre de Nahel, lleva recaudados menos de 200 mil.

En 2005, la izquierda política de entonces –toda, desde sus sectores más moderados hasta los más radicales– tomó una distancia muy clara con la revuelta de los jóvenes de los barrios populares. Hoy parece ser otra la actitud.

—Sí, sobre todo de parte de la NUPES [Nueva Unión Popular Ecologista y Social], y muy particularmente de Francia Insumisa [FI]. Jean-Luc Mélenchon, su líder, dijo que él no iba a sumarse a los llamados a la calma a los jóvenes. Que en todo caso la calma debería venir de la Policía y del gobierno, y que no hay paz sin justicia. Pero los socialistas no lo apoyaron para nada, en parte porque fue durante la gestión de un presidente socialista, François Hollande, que se aprobó la ley de 2017 que amplió los poderes de la Policía.

Pienso de todas formas que es muy improbable que FI pueda capitalizar políticamente esta revuelta. Seguramente seguirá siendo la locomotora de la izquierda y consolidará su perfil, y tal vez asiente su incidencia en los barrios populares de las periferias, donde tiene el grueso de sus apoyos. Pero es difícil que logre hacerlo entre los jóvenes de allí, porque en ellos lo que predomina es el rechazo al sistema político o a lo sumo la indiferencia.

En 2005 escribí un artículo en el que destacaba cómo los pibes de los barrios populares tenían una relación con la política distinta a la que le ofrece la izquierda. Discutía que no había un déficit de política en sus protestas, sino una manera muy diferente de entender la política, y que se trataba de un proceso que llevaba ya muchos años. Me trataron de «anarquizante», pero hoy todos reconocen el carácter político de estas revueltas.

El problema para la izquierda es que las clases populares están muy divididas y no sabe bien qué hacer con ellas. A los obreros del norte del país, de las zonas desindustrializadas de Lille, Estrasburgo, de la frontera con Bélgica, que hoy votan masivamente a la extrema derecha, no los representás con el mismo discurso que a los jóvenes de las periferias de París o de Marsella. Y a estos no podés dirigirte como lo hacías hace 30, 40 años.

Creo que en términos electorales la izquierda va a salir muy perdedora de todo esto, porque está confrontada a la ineficacia de sus acciones. Las marchas contra la reforma de la seguridad social convocadas por los sindicatos fueron realmente impresionantes, por lejos las más concurridas en muchos años. Pero no tuvieron efecto político alguno.

La que sí puede crecer es la ultraderecha. A Macron se lo está comiendo en dos panes. El gobierno no ha dado respuesta alguna a esta crisis, más allá de culpar a los padres de los pibes, amenazándolos con quitarles la patria potestad, y a las redes sociales por la difusión del video sobre el asesinato de Nahel. Y los ultras tienen respuestas, ofrecen sus alternativas. Tal vez no crezcan tanto en caudal de votos, pero el aumento de la abstención hace subir mecánicamente sus porcentajes, porque su electorado no se abstiene. En cambio, el que sería el corazón del electorado de la izquierda –popular y joven– sí lo hace. No es que la izquierda tenga que hacer frente a un desprestigio –algunos de sus componentes, como el Partido Socialista, claramente sí, no FI–, pero sí debe luchar con eso de que su accionar «no sirve para nada», como dicen los jóvenes de las banlieues. No le va a bastar con denunciar el racismo o la xenofobia del Estado y la Policía. Lo que han hecho los jóvenes de las periferias populares con sus revueltas es dejar al desnudo el déficit democrático existente, la profundidad de la fractura social. Y plantear enormidad de preguntas.

Publicado originalmente en Brecha