Refundar el feminismo para refundar la política

Se trata de una politicidad que no obedece a vanguardias, sino que coloca en movimiento la vida misma mediante tecnologías de sociabilidad otras, y tuerce el destino en otra dirección.



 

 

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Refundar el feminismo para refundar la política
Rita Segato
Profesora emérita, Universidad de Brasilia

Extracto:
La transformación de la guerra está asociada a una inteligencia bélica que ha detectado
que la destrucción del cuerpo de las mujeres mediante su profanación1 por medios
sexuales ataca el centro neurálgico de la sociedad pues destruye el tejido social de forma
irrecuperable. Es, además, un arma barata, hecha posible por el recurso más barato de
todos: la mano de obra bélica constituida por la virilidad formateada por el “mandato
de masculinidad” propio de la prehistoria patriarcal de la humanidad y, en especial, por
su curva histórica presente, inflexionada por la dueñidad de las relaciones hoy vigentes.

Hace 25 años que pienso el tema de la violencia contra las mujeres como parte del último
tramo de una reflexión más antigua sobre la estructura de género o patriarcado, que inicia
con el trabajo de campo entre miembros de una religión afro-brasilera para mi tesis
doctoral defendida en 1984 con un largo capítulo sobre el tema. La cuestión racial y el
mundo de la afro-descendencia se han cruzado desde el primer día, por lo tanto, con mi
abordaje del tema que nos ocupa. Sin embargo, las audiencias son en nuestro continente
mucho más propensas al interés por la violencia contra las mujeres y mucho menos
interesadas en el tema de la discriminación racial y del racismo.
Dicho esto, trazaré un breve panorama de cómo fue mi camino hasta aquí, hasta
llegar a algunos descubrimientos que he hecho más recientemente pero que no dejan de
ser desdoblamientos del trayecto anterior. Es importante hacer referencia a ese camino
pues mis categorías del presente representan el desarrollo de conceptos que se han venido
desdoblando desde mi primer abordaje del tema de la violencia de género.
Es en mi libro Las Estructuras elementales de la violencia donde propongo
entender la violencia contra las mujeres como el resultado del cruce de dos ejes, de una
economía simbólica que fluye a lo largo del cruce de los mismos. Esa economía simbólica
1 Kaldor, Mary. 2012. New and Old Wars: Organized Violence in a Global Era. 3rd ed. Cambridge, U.K.:
Polity.
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vincula, por un lado, un eje que es la relación entre el agresor y la agredida, donde el
agresor encarna el polo moral del circuito. Su moral es una condición muy arcaica en la
imaginación colectiva que reedita una estructura mítica presente en todos los continentes:
el mito adánico. ¿De qué habla el mito adánico, que tiene réplicas en el África, en Nueva
Guinea, en el mundo Oceánico, en el mundo Amerindio? Habla de una indisciplina, una
desobediencia, un desacato, un delito o pecado de la mujer fundadora, y de su
disciplinamiento como momento inicial de la historia de un pueblo. Se narra así la toma
del poder por los hombres mediante el disciplinamiento de las mujeres, y la construcción,
a partir de ahí, de las dos posiciones: la femenina y la masculina.
Existe hoy un debate dentro de los feminismos decoloniales: una de sus posiciones
afirma la inexistencia de un patriarcado en el período pre-colonial, o sea, antes de la
conquista y la colonización. Sin embargo, la extraordinaria dispersión planetaria de este
motivo mítico de origen habla del carácter arcaico y fundacional de la subordinación
femenina a la ley del padre como paso inicial que conduce a la historia humana, en la
versión de diversos pueblos. Esa estructura mítica del error femenino y su
disciplinamiento se recrea, se replica, se reedita en cada violación. El violador es ese
sujeto patriarcal que va a castigar y poner en su lugar a la mujer, y la violación es un acto
que atrapa a la mujer en su cuerpo como signo de una posición inescapable, de un destino
sometido. Ese es el acto moralizador, disciplinante del violador hacia la mujer violada
que, al ser reducida a su cuerpo, pierde la condición de persona en su plenitud ontológica
– será una persona parcial, disminuida en su humanidad e incapaz de encarnar la posición
de representante de la ley.
La violación no es el efecto de una cultura particular. La violación es la evidencia
de la continuidad y exacerbación de un orden político arcaico: el patriarcado. Este mito
en sus variantes viene a decirnos que es el orden político más arcaico de todos, el que
funda la primera forma de opresión y expropiación de valor: la opresión y expropiación
de la posición femenina por la masculina. Durante un largo período de la humanidad hasta
los tiempos coloniales, en el orden comunal, esas eran y continúan siendo dos posiciones,
pero no dos cuerpos necesariamente: las posiciones emanadas de la división sexual del
trabajo, de roles y de afectos, y de las dos historias entrelazadas como son la masculina y
la femenina, no necesariamente enyesadas y determinadas por un tipo de cuerpo. Ese
atrapamiento por el cuerpo es definitivamente conquistual-colonial. Se puede decir
entonces que, como la raza, la conquista y la colonización le atribuyen una “naturaleza”
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y, más tarde, una biología a la posición dominada. No hay raza antes del momento
histórico de la conquista porque la raza es la atribución de una naturaleza –más tarde una
biología– diferenciada e inferior a la posición del derrotado. Ocurre, por lo tanto, del
atrapamiento de una anatomía, de un fenotipo, en la cualidad de signo de una posición en
la historia. De la misma manera, en el proceso de conquista y colonización también la
posición femenina es atrapada por el significante-cuerpo, para ser engañosamente
percibida más como una naturaleza que como una posición en la historia. Estos dos
procesos, el de sexualización de la posición de género y el de racialización, se revelan así
estructuralmente análogos y contemporáneos.
El proceso de la colonización entraña la imposición de los monoteísmos a los
cosmos no monoteístas del mundo indígena y el camino hacia la colonial-modernidad,
con su transición a la estructura binaria de anomalización, minorización y
marginalización de las diferencias a partir de un centro que expulsa a sus otros a la
condición de minorías residuales con relación al Sujeto Universal. Como he dicho, dual
y binario representan dos estructuras dramáticamente diferentes. La estructura binaria se
desdobla en una gran variedad de binarismos en los cuales el segundo término pasa a ser
una función –y también una invención– del primero: desarrollados/subdesarrollados,
blanco/no-blanco, moderno/primitivo, civilizado/bárbaro, blanco/no blanco, sujeto
universal (el Hombre)/minorías. Mientras el mundo pre-colonial es dual, el mundo
colonial/moderno es binario, y el binarismo es el mundo del Uno con sus Otros – la mujer
muta así en el otro del hombre, el negro en el otro del blanco, la sexualidad homoerótica
en el otro de la heterosexualidad, etc. En este orden, solo un término es ontológicamente
completo, y sus otros son defectivos. El hombre con minúscula, uno entre otros,
parcialidad, del mundo comunal se transforma en el Hombre con mayúscula del
humanismo moderno y pasa a encarnar, a englobar, a secuestrar todo discurso y acción
que se pretendan políticos, pasa a iconizar, con su cuerpo, el universo entero de la
politicidad. Estamos frente a la invención de las minorías. Frente a la invención de la
minorización. La racialización y la generización dejan de ser diferencias en un orden
jerárquico para ser restos, márgenes del uno.
La ley generará paliativos y remedios para esa residualización de todas aquellas
anomalías del sujeto universal. Y ese es un efecto de la modernidad, del humanismo
moderno. Decimos humanismo, pero en realidad posiblemente no existió etapa más
inhumana en la historia de la humanidad. Es una etapa donde se produce un sujeto
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universal, pero que en realidad en la imaginación colectiva tiene un rostro, tiene un
cuerpo. Un hombre con minúscula se transforma en un Hombre con mayúscula, como
sinónimo de humanidad, y aparecerán sus otros y todas las diferencias pasarán a ser
anomalías de ese sujeto universal pleno. Entramos así en el período aciago, que marcha
en una dirección aciaga, que es la colonial-modernidad. No podemos percibir con claridad
su naturaleza aciaga porque nuestra visión está empañada por prejuicios negativos con
relación a la vida comunal, así como prejuicios positivos con relación a la ciudadanía.
Ambas son miradas prejuiciosas, informadas por falsas creencias. La ficción institucional,
el mito ciudadano, se ha mostrado como una construcción inalcanzable para las mayorías
en América Latina
Ese universo denso de la masculinidad y su historia colonial son aquello que es
necesario comprender para entender el ataque del violador a su víctima. Lo que ocurre
cuando un cuerpo es apropiado, dominado, rapiñado. Sin entender el carácter plenamente
político del acto violador, la estructura de poder muy particular que implica, no podremos
comprender la naturaleza de este crimen en el mundo contemporáneo, pues en él se pone
en acto un proceso histórico por el cual un sujeto se alimenta y construye al fagocitar a
su inconmensurable alter, y ese alter es la substancia que lo constituye.
El otro eje, horizontal, es un eje cuya relevancia no ha sido suficientemente
reconocida. Es el eje del sujeto masculino con sus pares. Del agresor con sus
“semejantes”. La mayor parte de las violaciones y agresiones contra el cuerpo femenino
no se hacen en soledad. No son hombres solos, anómalos, raros, locos, enfermos
mentales, con inclinación al crimen quienes las perpetran. La mayor parte de las
violaciones son hechas colectivamente, en grupos, en pandillas, en gangs. Y eso
contradice el sentido común alimentado todo el tiempo por los medios de comunicación
masiva. Pero los datos muestran –y mis datos también– que ese sujeto agresor está
acompañado siempre, aun cuando sus otros relevantes, sus “semejantes”, no se
encuentran materialmente a su lado. ¿Y por qué está acompañado? Porque está dando
examen: está mostrando algo a alguien. ¿Dónde está puesta la libido? ¿Cómo puede
violar? Y para hablar de esto nos resulta útil mencionar aquí un caso paradigmático: el
caso de Atenco. El caso de la violación de una mujer de 73 años agredida sexualmente
por un grupo de policías cuando se resistía a la toma de Atenco para la construcción de
un aeropuerto. Ella es violada multitudinariamente, llega a denunciar la violación y
fallece poco después. Entonces: ¿Dónde está puesta la libido? ¿Qué libido hace que se
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viole a alguien que no es realmente el objeto de un deseo propiamente sexual? ¿Qué deseo
es ese? ¿Por qué lo fisiológico se activa sobre un cuerpo que no sería el cuerpo capaz de
activar la libido y en una situación bélica de la cual la libido propiamente sexual no forma
parte?
Cuando escribí los textos que forman parte de Las estructuras…2 hablé de un
mandato masculino que llamé “mandato de violación”, pero sin indagar todavía cómo es
posible, fisiológicamente, que una violación pueda suceder en medio a condiciones que
son, naturalmente, de extrema tensión como son las condiciones en que se da todo crimen,
todo desafío a la ley. Mucho más tarde llego a comprender que el lugar en que la libido
se encuentra colocada, lo que despierta el deseo, es el “espectáculo de sí” como
dominador, como fagocitador de un alter nutritivo para la posición de sujeto potente. La
libido que está colocada en el espectáculo. Es una libido narcísica, que retroalimenta al
sujeto. El gozo es atrapado en el narcisismo del sujeto y su espectáculo de potencia ante
sí mismo y ante los ojos de sus pares, los miembros de lo que en Las estructuras… llamo
“la fratría”, “hermandad” o “cofradía” masculina, y en mis textos y entrevistas más
recientes identifico como “corporación” masculina, pues voy comprendiendo hacia el
presente que la estructura de la masculinidad es corporativa3.
Al identificar la estructura corporativa de la masculinidad se hace posible
comprender que la masculinidad es la matriz que se replica en otras corporaciones que
actúan dentro de la sociedad: la Policía es una corporación, las Fuerzas Armadas son una
corporación, el Poder Judicial es una corporación, la organización mafiosa es una
corporación, y la academia suele comportase corporativamente. Son los enemigos
corporativos del bien común. Por ejemplo, de acuerdo con las conclusiones de una
investigación que acabo de terminar por encargo de la Policía Nacional Civil de El
Salvador, el carácter corporativo de la institución policial impide la debida inserción del
personal femenino en sus filas, su proceso de integración nunca es completo.
¿Cuáles son las dos características sine qua non de una corporación, las
características que le confieren su idiosincrasia única al orden corporativo? Al
identificarlas accedemos al carácter siniestro y francamente conspirativo de este tipo de
estructura. La corporación tiene dos características centrales, que la constituyen en un
artefacto de gran potencial antisocial. La primera es que el primer valor que rige la
2 Segato, Rita: Las Estructuras Elementales de la Violencia (Buenos Aires: Prometeo, 2003 y 2013).
3 Segato, Rita: Contra-pedagogías de la Crueldad (Buenos Aires: Prometeo, 2019).
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estructura corporativa, y a la cual se supeditan todos los otros valores –incluso la
protección de la vida, la protección dignidad y hasta de la propiedad–, es decir, el valor
que no puede ser infringido de forma alguna, es la lealtad corporativa, generando así un
comportamiento grupal semejante al que mucho tiempo atrás Edward Banfield describió
en las familias del sur de Italia como “familismo amoral”4. En ese tipo de asociación, el
trazo moral dominante es la lealtad corporativa, con severa punición a quien se aparta de
su cumplimiento. La segunda característica es que la corporación es rígidamente
jerárquica en su interior, con intensa competitividad, pero, al mismo tiempo y en razón
de la primera consigna, subordinación y lealtad a quien se impone y accede a la posición
de mando. La férrea jerarquía al interior de la corporación exige a sus miembros la
comprobación del merecimiento, el “mérito” –digamos así, entre comillas– que los titula
a permanecer en la ordenación corporativa de la masculinidad. Tal exigencia es
violentogénica porque demandará al sujeto que sea capaz de producir el espectáculo de
su capacidad de dominación, de control territorial, de potencia. En condiciones ideales –
cada vez menos frecuentes– el sujeto podrá exhibir ante sus pares alguna de las siete
potencias que, entreveradas e intercambiables, pueden considerarse como el predicado de
la posición masculina: las potencias sexual, física, bélica, económica, política, intelectual
y moral. En las condiciones de creciente precarización de las condiciones de existencia y
vulneración propia de la fase contemporánea del capital, solo el recurso a la dominación
violenta permitirá acceder al espectáculo de potencia exigido por el “mandato de
masculinidad” o “mandato corporativo”. El mandato de masculinidad se transforma así
en un “mandato de violación”. Como sostengo en Las Estructuras…, el sujeto se
conducirá a la posición corporativa masculina mediante la “exacción de un tributo”
extraído de la posición que, como efecto de lo que fluye por ese circuito de economía
simbólica, será femenina; un tributo que fluye de la posición femenina a la masculina,
constituyéndola.
A partir de ese momento, comienza un largo esfuerzo de mi parte, que lleva ya 25
años y que no siempre es bien comprendido, por desexualizar o deslibidinizar la agresión
sexual y tratar de mostrarla como un crimen de poder, de apropiación, de control
territorial, como es el control sobre los cuerpos. El espectáculo de la masculinidad es el
4 Banfield, Edward C.: The Moral Basis of a Backward Society, Chicago: Free Press, 1958.
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espectáculo de la capacidad de control como prueba de potencia. El tema de la violación
como violencia expresiva y no instrumental, utilitaria en el sentido habitual y accesible al
sentido común del término, tal como lo he expuesto hasta aquí, se manifiesta claramente
en el caso de los feminicidios de Ciudad Juárez. A respecto de aquellos feminicidios en
Ciudad Juárez, que se perpetúan hasta hoy, con nuevos restos ahora abandonados en un
nuevo espacio desértico y fronterizo llamado Arroyo Navajo, la creencia de sentido
común es que se trata de crímenes utilitarios: que han sido mujeres explotadas
sexualmente en prostíbulos y luego eliminadas. La tendencia de sentido común,
promovida por los medios masivos de información y las autoridades, es dar cuenta
continuamente de los extraños sucesos mediante una explicación de tipo instrumental. Al
contrario, mi tesis sobre los feminicidios, desde mi visita en 2006, ha sido otra, en sintonía
con la idea del crimen sexual como expresivo y territorial: el arbitrio del secuestro y
privación de libertad, el grado de impunidad y la crueldad aplicada revela que estamos
frente a un espectáculo de poder y soberanía jurisdiccional de los dueños del lugar. Son
formas de decir que ese territorio tiene dueños. El cuerpo de las mujeres es, en esa escena,
el bastidor en el que se escribe el mensaje de impunidad, poder irrestricto, arbitrario y
discrecional en el territorio de Ciudad Juárez y, hacia el presente, de todo México, en su
proceso de “Juarización”.
Son crímenes típicos del poder, de la forma en que el poder hace saber que existe,
habla en su lenguaje de discrecionalidad y violencia. De ahí la imposibilidad de
resolverlos. Esa fue mi interpretación de los feminicidios de Ciudad Juárez y ha contado
con la aprobación de las madres y activistas con quienes dialogué en el momento de mi
investigación del caso durante la primera década del siglo. Al visitar el estado de
Chihuahua en 2012 para actuar como Jueza del Tribunal Permanente de los Pueblos en
su capítulo México, pude constatar que hoy ya no se encuentran viviendo en la localidad
porque han sido víctimas de persecución, amenazas y homicidios de familiares o, en
algunos casos, del propio grupo de madres. Todas se han ido. Encontré allí a un nuevo
grupo de madres y constaté que, infelizmente, no se dio una continuidad ni transmisión
de lo comprendido por quienes trabajamos en los casos del período inicial de los
feminicidios, ni conocimientos de una generación para la siguiente. Tampoco hubo una
acumulación de la experiencia.
Mi modelo de comprensión del fenómeno, así como las otras hipótesis existentes,
nunca podrán confirmarse, porque, como suelo decir, las formas en que el poder decide y
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pacta no pueden ser observadas. Una característica propia y esencial de las decisiones del
poder es que no se pude observar cómo se toman. Sólo se pueden deducir, como los
detectives lo hacen armando el rompecabezas con las piezas o evidencias de un caso. Solo
accedemos a las consecuencias de las decisiones del poder como epifenómenos,
fenómenos constatables que permiten hacer apuestas sobre lo que existe por detrás. En
mi análisis de las evidencias a las que tuve acceso en el caso de Ciudad Juárez, concluí
que los feminicidios constituyen un mensaje de soberanía territorial, es decir, de control
jurisdiccional. La discrecionalidad del tratamiento dado a las víctimas y la impunidad no
son otra cosa que el mensaje mismo que se desea propagar. El arbitrio de los dueños es el
espectáculo. Un aspecto de este arbitrio es la aplicación de crueldad a cuerpos que he
llamado “inocentes de la guerra”, es decir a cuerpos que, en un imaginario arcaico, no
corresponden al enemigo bélico, al soldadito del bando armado enemigo. En ese caso,
como ha sucedido paradigmáticamente en Ciudad Juárez, la crueldad y la impunidad son
el mensaje, por la ausencia de utilidad propiamente bélica de la violencia aplicada. El
asesinato con crueldad del miembro armado del bando enemigo es recibido por la opinión
pública como un acto propio y, en fin, normal de la guerra. Pero ante el asesinato con
crueldad de mujeres y niños la recepción percibe otro mensaje, quizás difícil de descifrar
en principio, pero la arbitrariedad estará presente como significado, y el dolor social será
mayor. La capacidad de crueldad sin límite y sin razón, sin utilidad, se aísla como
mensaje. En ese sentido, considero que el caso de los 43 muchachos desaparecidos de
Ayotzinapa tiene la misma estructura que los feminicidios de Ciudad Juárez, ya que la
impunidad, lejos de ser un problema, es lo que se quiere exhibir en ambos casos.
Recuerdo aquí un dato muy interesante que es quizás poco conocido. Cuando la
Corte Interamericana de Derechos Humanos juzga al Estado mexicano por el “caso del
campo algodonero” en 2009 en Santiago de Chile en el 2009, preside ese tribunal una
jueza chilena llamada Cecilia Medina, y ella, aun presidiendo el tribunal, se ve obligada
a dar su voto en disconformidad y separado porque el tribunal no acepta otorgar a estos
crímenes la categoría de crímenes de tortura. Ese es un dato muy interesante, porque el
crimen de tortura es un crimen plenamente público, un crimen contra el Sujeto Universal,
mientras lo que impone el tribunal al no aceptar que se trata de tortura, al igual que el
imaginario y sentido común modernos, es empujar toda agresión contra el cuerpo de las
mujeres al campo de lo íntimo y de lo libidinal-sexual. Mi esfuerzo constante en la
comprensión de estos crímenes fue precisamente el contrario: empujar los crímenes

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contra las mujeres al campo plenamente público. Al campo de los crímenes plenamente
políticos. Pero, como ya advertí más arriba, en la grilla cognitiva propia de la modernidad,
toda agresión sexual acaba siendo siempre capturada y secuestrada en el campo de lo
íntimo y personal, de interés particular y privado. Es necesario identificar este equívoco
porque, de no hacerlo, no vamos a salir de este lugar y para siempre en la justicia los
crímenes contra las mujeres serán –y esto es una categoría–, entre comillas, “un crimen
menor”: la justicia siempre ve los crímenes contra nosotras como un crimen menor a partir
de este esquema cognitivo afectado por el género en la colonial-modernidad.
Al transitar de la vida comunal a la vida de la sociedad nacional, a la sociedad
ciudadana, con la nuclearización del espacio doméstico, la grilla colonial-moderna pasa
a asociar la mujer a ese reducto privado e íntimo al que históricamente se encuentra
vinculada. Esa es la razón de la despolitización de la posición femenina en el medio
ciudadano con el desmembramiento de la comunidad. En la vida comunal, el universo
doméstico no es entendido como íntimo o privado, solo se privatiza y despolitiza en el
tránsito a la colonial-modernidad. Su politicidad era otra y es otra en el medio comunal,
donde este persiste, aún desgarrado por la intervención colonial. Es en la captura y
encapsulamiento de la familia nuclear moderna, también, donde la mujer y su prole se
tornan vulnerables y matables como nunca lo habían sido antes.
Los feminicidios de Ciudad Juárez son crímenes plenamente públicos, pero eso
desafía el sentido común y los convierte en difícilmente inteligibles, opacos a la
comprensión. Hablan, de acuerdo a mi interpretación, de la soberanía jurisdiccional de
poderes ocultos, del lado oculto del poder económico, del poder empresarial vinculado a
las maquilas. Construyen un territorio dominado por el terror, un terror que se expresa
con crueldad sin razón, que es la crueldad sobre el cuerpo de los sujetos –las sujetas–
inocentes de la guerra.
En el caso de Ciudad Juárez todavía no veo la crueldad hacia el cuerpo femenino
en el contexto de una escena bélica, como haré más tarde al trabajar en la elaboración del
peritaje para el caso Sepur Zarco, en Guatemala, o al abordar el tema del conflicto entre
pandillas en el Triángulo Norte de América Central. Frente a estos nuevos escenarios paso
a hablar de “Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres”5.
5 En Segato, Rita: La Guerra contra las mujeres (Buenos Aires: Prometeo, 2019, 2a. edición).
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En el ensayo sobre Ciudad Juárez hablo de la existencia de un “segundo estado”
para nombrar una esfera para-estatal de control de la vida, es decir, un estado paralelo
constituido por aquellos “dueños” que establecen su propia ley como la ley del territorio,
y con vasos comunicantes bien irrigados entre el mismo y el Estado propiamente dicho,
en un momento posterior, frente a la expansión de una para-economía, una para-legalidad
y un poder para-policial, que norman la vida de sectores cada vez más amplios de las
sociedades latinoamericanas sometidos al control pandillesco y de las organizaciones
criminales. Paso a hablar entonces de una “segunda realidad”. Distingo, así, una primera
realidad, que ha pasado a ser hoy completamente ficcional: la ficción institucional, la
ficcionalidad estatal, con sus abogados y jueces, con los negocios declarados de los que
pagan impuestos, y de una segunda realidad, que llamo “esfera para-estatal de control de
la vida”, en franca expansión en el continente. Es así que, hoy, querer explicar la
acumulación capitalista por vía de la relación capital-trabajo es insuficiente, así como
algunos esquemas del marxismo para pensar la acumulación y la concentración no
resultan adecuados. Una gran parte de la acumulación de capital procede por esta segunda
realidad, especialmente en países como los de nuestro continente en los que la relación
Estado-sociedad no tiene la misma estructura que la relación Estado-sociedad en las
formaciones nacionales de Europa central. Comienzo a percibirlo durante mi trabajo en
Ciudad Juárez y hago referencia a este tema en el ya citado ensayo “Las nuevas formas
de la guerra y el cuerpo de las mujeres”. No existe empresa que no tenga un pie en la
segunda realidad, que no proceda por arriba y por debajo del límite entre lo legal y lo
ilegal en nuestro continente. Es así que, al redactar unos de los subtítulos del texto que
menciono, me di cuenta de que la forma en que había pensado algunos años antes en el
ensayo sobre Ciudad Juárez (2006), la articulación tentacular, protética, del Segundo
Estado con el Primer Estado se había alterado radicalmente y, en mi comprensión del
fenómeno, había ocurrido una inversión. Es así que, al redactar “Las nuevas formas de la
guerra”, en lugar de llamar uno de sus subtítulos centrales “La captura del Estado por el
crimen organizado”, invertí la idea a otra mucho más exacta y verdadera: “La captura del
crimen organizado por el Estado”. Mi percepción, y tal vez la realidad misma, de la
relación Estado–Para-estado se había transformado radicalmente.
El Estado captura el crimen y lo burocratiza. Es posible que una de las razones
por las cuales hemos visto en los últimos tiempos tantas películas sobre Pablo Escobar,
descrito como un anti-héroe seductor para las masas a pesar de su crueldad, es porque ya
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no existen ni podrán existir Pablos Escobares ni Robin Hood. Pablo era un antihéroe anti-
estatal, contra-poder y contra-cultura. La radical transformación de la organización
criminal es que ya no es más anti-estatal. El Estado la ha capturado, y de varias formas.
La captura del crimen organizado por el Estado conduce a un destino de falencia
institucional que ya se encontraba anunciado en la fundación de todas nuestras repúblicas.
Su error de fundación las vuelve vulnerables a la inflación de la esfera para-estatal de
control de la vida, que ha tomado diversas formas, como la acción para-militar y para-
policial en las guerras represivas, la absorción de los antiguos represores en el mercado
de trabajo para los servicios de seguridad privada, el desdoblamiento del trabajo policial
en legal e ilegal en las acciones callejeras y ejecuciones extra-judiciales cada vez más
comunes en el continente. También coloco ahí el crimen organizado y las pandillas de
diversos tipos, como las que se originan en antiguos comandos para-militares que se
expanden territorialmente y acaban actuando como los patrones del orden para sectores
crecientes de la población. Representan, en algunos países, una forma de tercerización de
la vigilancia sobre las personas. Otra dimensión del para-estado es su para-legalidad,
con normativas vigentes para los habitantes de las zonas incluidas bajo su control,
conjuntos de reglas rígidas que deben ser obedecidas estrictamente bajo pena de severos
castigos sumarios si ocurre una indisciplina. Un requisito distintivo de la para-legalidad
es que necesita exhibirse, pues no cuenta con códigos declarados. Su forma de
enunciación es, precisamente, el arbitrio, la sin-razón de la aplicación de la crueldad a
cuerpos vistos, por el sentido común, como “inocentes de la guerra”, es decir, cuerpos
que no son los del enemigo bélico. La consecuencia de la vigencia de una normatividad
para-legal es el uso arbitrario de la fuerza, el espectáculo de la crueldad por su mera
exhibición En este escenario, es de destacar, sobre todo, la importancia de la para-
economía, resultante de una interminable serie de negocios ilícitos de pequeña, media y
gran escala que producen sumas masivas de capital no declarado. Estos negocios son de
muchos tipos: contrabandos diversos como el narcotráfico y las armas; el tráfico
consentido y la trata engañosa de adultos y de niños; el tráfico de órganos; el tráfico de
una cantidad inmensa de bienes de consumo legal que ingresan desde el exterior,
incluyendo bebidas alcohólicas, drogas lícitas y partes de aparatos electrónicos, entre
muchos otros productos que pasan a venderse en el comercio legal. También por el
contrabando hacia el exterior de minerales estratégicos, piedras preciosas, maderas y
hasta animales exóticos. Aquí también suma mucho dinero la explotación de la
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prostitución en reductos francamente concentracionarios, donde se somete especialmente,
pero no exclusivamente, a las mujeres al trabajo sexual esclavo.
Otras fuentes de ese gran lago de capital sumergido, subterráneo, no declarado, no
calculado, son las casas de juego, los casinos, públicos o clandestinos, así como las
iglesias neo-pentecostales, en las que el diezmo no puede ser mensurado ni saberse si se
le agrega monto proveniente de otros negocios. Es muy difícil medir los dineros que por
allí circulan. También se incluye aquí el pago de varias formas de protección mafiosa,
como, por otra parte, de servicios de seguridad privada, cuyas contabilidades son siempre
ambiguas pues es común contratar, para los mismos, “en negro”, el trabajo de policías en
sus horarios fuera de servicio. El valor extraído no remunerado del cada vez más
numeroso contingente de personas que realizan trabajo esclavo y servil, no pagado en la
forma de salario declarado, así como en la diferencia entre los valores de pagos declarados
y no declarados; las varias magnitudes de la coima, así como los dineros que circulan en
el tráfico de influencia y la compra de voluntades políticas; la corrupción que circunda
todas las grandes obras, los emprendimientos intermediados por las mega-corporaciones
contratistas con conexiones transnacionales; la evasión de impuestos en los grandes
negocios, los impuestos de los sectores ricos de la sociedad (no de las híper y
estúpidamente vigiladas clases medias que viven de sus sueldos). Y la lista podría seguir.
Nos convencemos, entonces, de que se trata de una segunda economía de porte y caudal
extravagantemente inmenso.
En este nuevo mundo, caracterizado por formas de control para-estatal de
contingentes humanos cada vez más numerosos, se instala una conflictividad difusa y
persistente con números de la muerte de magnitud bélica. Hablamos entonces de nuevas
formas de la guerra que expanden progresivamente su escenario sobre el continente y que
reflejan la discontinuidad en la historia de la guerra ya identificada en las guerras
informales en otros continentes a partir de la guerra de los Balcanes. En estas guerras sin
declaración y sin armisticios de finalización, que no empiezan ni terminan, como son los
conflictos contemporáneos de todas las magnitudes, la idea de una discontinuidad o
cambio histórico hace referencia a que la guerra hoy no inflige un daño colateral al cuerpo
de las mujeres sino, como otros autores han hecho notar6, toma el cuerpo de las mujeres
como un objetivo estratégico. Estas guerras tienen siempre, en su interior, una estructura
6 Ver sobre este tema por extenso en Segato 2019.
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faccional y tanto la visión de mundo propia de las pandillas como la de las religiosidades
fundamentalistas son funcionales y afines a su naturaleza.
La transformación de la guerra está asociada a una inteligencia bélica que ha
detectado que la destrucción del cuerpo de las mujeres mediante su profanación7 por
medios sexuales ataca el centro neurálgico de la sociedad pues destruye el tejido social
de forma irrecuperable. Es, además, un arma barata, hecha posible por el recurso más
barato de todos: la mano de obra bélica constituida por la virilidad formateada por el
“mandato de masculinidad” propio de la prehistoria patriarcal de la humanidad y, en
especial, por su curva histórica presente, inflexionada por la dueñidad de las relaciones
hoy vigentes. La destrucción de la fe en sus sagrados, es decir, la profanación de los
soportes de la reproducción de un pueblo, la demostración de la impotencia de sus fuentes
de sentido y poder es un objetivo bélico de primera grandeza y, como he defendido en mi
peritaje presentado ante el tribunal del Caso Sepur Zarco, en Guatemala, atacar ese
soporte sagrado, ese verdadero centro de gravedad de la reproducción y continuidad de
un pueblo es una violencia “de manual”.
Fue sorprendente para mí, al presentar, en Ciudad de Guatemala, el esbozo inicial
de mi peritaje ante un público mayormente formado por representantes del movimiento
de mujeres y de la cooperación, escuchar allí defender la tesis de que la crueldad extrema
desencadenada sobre las mujeres en el genocidio indígena guatemalteco de los años 80
provenía del patriarcado presente en los hogares campesino-indígenas. Esa tesis afirmaba
que la violencia propia de ese patriarcado tradicional propio del mundo campesino-
indígena se intensificó en la situación de guerra y dio como resultado las atrocidades
cometidas. Tal tesis resulta insostenible e inadmisible, incluso porque, como ya ha
sucedido en otros casos cuando la mentalidad eurocéntrica intenta entender problemas de
nuestro mundo, termina por atribuir a las víctimas su propia victimización. Imposible
aceptarla, entre otras cosas porque, como muestro en el mencionado peritaje por medio
de los datos recolectados, la crueldad aplicada al cuerpo de las mujeres es parte de la
instrucción bélica y consta como tal en varios manuales de guerra. Así lo demuestra lo
que se lee en los mismos, y así queda probado en los testimonios de soldados recogidos
al terminar la guerra, en los cuales se relata que “ya no” hay orden de violar. De mi
peritaje, defendido antes un Tribunal de Máximo Riesgo en 2016:
7 Kaldor, Mary. 2012. New and Old Wars: Organized Violence in a Global Era. 3rd ed. Cambridge, U.K.:
Polity.
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“El soldado normalmente tiene gran aversión por las operaciones de tipo policial
y por las medidas represivas contra mujeres, niños y enfermos de la población
civil, a menos que esté extremadamente bien adoctrinado en la necesidad de estas
operaciones” (CEM s/d: 196 y 236, Apud Muñoz 2013)8 […]. El Plan Sofía,
elaborado para orientar las acciones de la Guerra en la zona Quiché, establecía
también que la vida de mujeres y niños solo debería ser respetada “hasta donde
sea posible” (Plan de Operaciones Sofía: p. 6. Apud Confederación Sindical de
Comisiones Obreras 2012)9, dejando así abierto un margen de discrecionalidad
que, como demuestran los millares de testimonios recogidos por Ricardo Falla
(1992), el REMHI (1998) y la Comisión de Esclarecimiento Histórico (1999)10,
pasaron a ser la rutina misma de la guerra. Esos documentos prueban que tanto la
ejecución extrajudicial de mujeres y niñas como la violación sexual fueron los
métodos habituales de la tropa contra las poblaciones.
Finalmente, la tesis de la violencia de guerra como consecuencia de la violencia propia
de los hogares campesino-indígenas queda finalmente invalidada en el testimonio de la
perita lingüista que, en su informe sobre el caso Sepur Zarco, relata la dificultad que
encontró para traducir lo que las testigos afirmaban que les había sucedido. La traducción
se tornó casi imposible porque cuando las mujeres empezaron a contar lo que les había
sucedido no tenían en su lengua ningún término para nombrar el acto de violación. El
término más próximo que encontraron es la palabra maya “muxuk”: “profanación”, y la
frase “Maak’al chik inloq’a”: “me quedé sin respeto/sin dignidad”. La propia inexistencia
de un léxico en la lengua maya quekchí para la palabra violación prueba que es una
práctica que, lejos de provenir de la costumbre, como representantes de la cooperación
afirmaban, es inaugurada con las atrocidades de la guerra, atrocidades “de manual”.
Impresiona también que la palabra que ellas eligieron en lengua quekchí para describir lo
sucedido fue “profanación”, ya que coincide con lo que los autores del otro lado del
8 Centro de Estudios Militares - CEM: Manual de Guerra Contrasubversiva. Ciudad de Guatemala: Edición
Mimeografiada, s/d Muñoz, Lily: Mujeres Mayas. Genocidio y delitos contra los deberes de la humanidad,
Guatemala: CALDH, 2013
9 Confederación Sindical de Comisiones Obreras - CCOO: “Plan de Operaciones ‘Sofia’. Quitando el agua
al pez, Guatemala: ALAI, América Latina en Movimiento, 2012,
http://alainet.org/images/Publicacion%20Guatemala%20CCOO%20versi%C3%B3n%20digital-1.pdf
10 Falla, Ricardo: Masacres de la Selva. Ixcan, Guatemala (1975 – 1982), Guatemala: Ciudad Universitaria,
1992. Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, Guatemala: Nunca más. Informe del
Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica-REMHI (4 tomos), Ciudad de
Guatemala: ODHAG, 1998, Comisión de Esclarecimiento Histórico-CEH: Guatemala, Memoria del
Silencio (12 tomos). Ciudad de Guatemala: UNOPS / ONU, 1999.
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mundo, como la ya citada Mary Kaldor, afirman ser una de las características de las
nuevas guerras: guerras profanadoras, en las que se atacan los loci del sagrado de los
pueblos: templos, sabios y mujeres, y al profanar el soporte que brindan al auto-respeto
de la colectividad y a la cohesión de los lazos de reciprocidad y confianza, se destruyen
las bases que sustentan la permanencia del tejido social.
Es la centralidad de la posición femenina lo que una gran diversidad de ataques a
las mujeres nos revela: el reposicionamiento de las mujeres como objetivo bélico, el
ensañamiento de los fundamentalismos cristianos implantados en el continente para
blindar el orden patriarcal y protegerlo del avance de la crítica feminista y LGBTTTIQ+,
la barbarie perpetrada en la vida y salud de las mujeres por la persecución y
criminalización del aborto, son evidencias del papel destinado a la posición femenina en
la transformación del mundo. El feminismo debe recoger ese mensaje y repensar la
minorización, desacatarla. Nuestros antagonistas de proyecto histórico, los dueños de la
capacidad de agendar nuestro futuro, nos están mostrando, con su desasosegado ataque al
bienestar y autonomía de las mujeres, es que la política ha pasado a estar en nuestras
manos, y que es desde nuestra posición desde donde se podrá reorientar la historia en
dirección a un mundo más benéfico para más gente. Un estado traicionero por fundación
nos obliga a hallar otro formato para la política, otro estilo de politicidad, y refundar el
feminismo a partir de una retórica que valorice nuestro estilo de gestión como política.
Esa otra política quedó precisamente represada en el pasaje a la colonial-modernidad;
detenida, censurada, cuando el espacio de las tareas masculinas secuestró todo lo que se
pretendía “gestión” colectiva. En ese tránsito, la politicidad propia del espacio doméstico
de gestión de la vida quedó represada en su participación e impacto en la vida colectiva,
y las mujeres pasamos a ser habitantes de un paisaje entendido como residual, marginal,
un “resto” de la vida política. Eso afectó severamente nuestra seguridad, nos desprotegió
y nos vulneró, así como también vulneró y desprotegió la vida colectiva. La forma de
gestión femenina desaparece ahí por un largo tiempo del vocabulario de lo que se
considera “política” o “incidencia en los intereses colectivos”, y reaparece en tiempos
recientes con las manifestaciones de mujeres de todas las generaciones en las calles de
Argentina, irradiando para todo el continente.
La otra cara de esta refundación del camino político del feminismo es la respuesta
a una pregunta que recibí en 2016, en la localidad de Buenaventura, Costa Pacífica
Colombiana. Hay allí poblaciones negras con derechos constitucionales de habitación en
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ese territorio estratégico, actualmente codiciado para la construcción de tres puertos y un
complejo hotelero programados para funcionar como un gran centro de comercio
oceánico del Tratado Trans-Pacífico-TTP. ¿Cómo es que el capital inmobiliario consigue
desplazar a esas poblaciones y limpiar los terrenos que ocupan para la construcción de
los nuevos emprendimientos? Solo hay una manera: mediante la truculencia y el terror.
La crueldad sobre los cuerpos es el método. Pandillas actuando a sueldo para ese fin
siembran el miedo y obligan a los pobladores a desterrarse. Ante la pregunta de cómo
paramos esta guerra, que no puede ser detenida por acuerdos de paz entre el Estado y
grupos constituidos como las FARC, justamente vemos un caso de control para-estatal de
la vida de estas poblaciones: la incerteza resultante y la huida de la gente ante un enemigo
difuso, omnipresente, sin límites ni predictibilidad para su acción. ¿Cómo se para esta
guerra? No tenía la respuesta y tuve que pensarla allí mismo, frente al público. Cuando la
encontré, se convirtió de inmediato en una de las bases de mi pensamiento presente y de
uno de los discursos claves del feminismo, de la forma en que lo concibo: “Desmontar el
mandato de masculinidad”. Solo desmontando el mandato de masculinidad como él
existe, con su exigencia de demostrar potencia y capacidad de control territorial, dejará
de existir fuerza de trabajo, recurso humano, para alimentar las guerras informales y
formales. Solo promoviendo el desmonte del mandato de masculinidad será posible
reorientar la historia hacia un destino mejor, más benigno, para más gente. Al entenderlo,
nos damos cuenta también de que la inminencia de esa posibilidad, que no es otra cosa
que la posibilidad del fin de la prehistoria patriarcal de la humanidad, se vuelve capaz de
explicar la virulencia con que, en corto tiempo, se implantó en el discurso el vocabulario
incorrecto que ideologiza la categoría analítica “género”, y se plantaron en la calle las
marchas de los incautos por los derechos de la familia y del embrión. ¿Qué protegen esos
discursos falaces? Pues protegen la guerra, hecha posible porque se encuentra vigente un
patriarcado que reproduce la mano de obra bélica, informal e informal.
Recuperar la politicidad característica del espacio femenino, nombrarla y
reconocerla como “política”, y apoyar a los hombres en su proyecto de desconstrucción
de la masculinidad bélica es lo que llamo, en el título de esta presentación, “refundar el
feminismo”, de modo a pensarnos en acciones que, sin abandonar el campo estatal, no
desistan de la política en la vida en la reconstrucción de mallas de sociabilidad y
politicidad que fueron represadas, desatendidas y olvidadas a medida que el Estado y la
esfera pública secuestraban todo lo que fuimos entendiendo como “político”. Se trata del

“movimiento de la sociedad”, como ya advertía Aníbal Quijano, por encima del canon
del “movimiento social”. Se trata de una politicidad que no obedece a vanguardias, sino
que coloca en movimiento la vida misma mediante tecnologías de sociabilidad otras, y
tuerce el destino en otra dirección