Un elefante en la escuela
Comunidad Educativa Creciendo Juntos
Colectivo Situaciones
Taller de los Sábados[1]
¿De qué hablamos?
24hs antes de lo ocurrido en Carmen de Patagones, nos encontrábamos reunidos, en el taller, viendo la película Elephant, (Gus Van Sant), y trabajando sobre lo dicho-mostrado por el film. Ahora hablan los medios (ahora, que ya hablaron, en realidad, callan…). Son ellos los que dicen y muestran. Nos acercan discursos de otros (pedagogos, jueces, familias, chicos de la escuela, funcionarios, filósofos) bajo sus propias prescripciones narrativas. Y nos invitan cordialmente a reproducir opiniones e imágenes. Nada malo hay en esto si no obtura nuestras posibilidades actuales de preguntarnos no tanto “qué pasó allí” –en Carmen de Patagones o en Columbine- sino mas bien qué invita a pensar aquello que pasó (y que conocemos a través del cine y de los medios) y, más específicamente, qué nueva figura de responsabilidad (no restringida a roles y profesiones) podemos inventar quienes asumimos (mas allá de toda impostura de la “culpa”) esa tarea de elaboración pensante desde un lazo directo con la escuela.
¿Esto puede pasar acá?
Elephant, como Bowling for Columbine (Michael Moore), trata sobre la masacre perpetrada por alumnos de la escuela Columbine, en EE.UU. Si el segundo film evita el hecho para buscar sus causas en la historia y la cultura violenta norteamericana, el primero ficciona con aterradora lucidez los sucesos mismos para hallar allí, en aquel fragmento de la vida norteamericana -pero también fragmento de la vida adolescente-, ciertos rasgos que si bien no explican lo sucedido -ni lo pretenden-, nos arrojan material para pensar no tanto según nuestros supuestos morales o pedagógicos, sino sobre la condición adolescente misma.
Como tantos otros, cuando vimos Elephant tuvimos sentimientos encontrados. De un lado, percibimos una extrañeza enorme. De alguna manera nos vimos empujados a decirnos que “en Argentina no hubiera podido pasar eso”. No porque en las escuelas argentinas –y, claro, mas allá de ellas- no hubiera violencia, sino porque no había de “esa” violencia (”los docentes, los padres, lo hubieran evitado”, decíamos). Pero a la vez percibimos que la película trataba de un modo especialmente interesante una cuestión que sí estaba presente entre nosotros: un cierto desacople entre chicos y docentes, o entre jóvenes y adultos. Una suerte de disloque entre “mundos”, que desde los chicos se vive como aburrimiento y desde los docentes como inadecuación entre los chicos tal y como son y lo que se espera de ellos de acuerdo a la memoria escolar. Ese desacople está magistralmente tomado en la película cuando los adolescentes armados preparan la masacre y se dicen –como todo diálogo- algo así como: “divirtámonos”.
¿Qué pasa cuando no pasa nada?
Algo más sobre la experiencia de haber visto Elephant en una escuela menos de 24hs antes de los sucesos de Carmen de Patagones: en la masacre de Elephant no es fácil atribuir a los adolescentes que matan motivaciones puramente psicológicas o criminales, como tampoco anti-autoritarias, heroicas o románticas. Ininteligibilidad que podemos hallar también en la circunstancia argentina. Como si la condición actual de la adolescencia ya no pudiera ser reducida –como parecen quererlo quienes se preocupan estos días por la exculpación de la escuela- a factores puramente exteriores a la escuela. Si se tratase de una combinación fácil entre locura (o pobreza) y obtención de armas, lo realmente extraño sería que estos hechos no fuesen más habituales. Pero si, como nos parece, estamos frente a la emergencia de un nuevo rasgo en la condición adolescente, no cabe la reacción inmunizante de buena parte de la comunidad educativa.
Si algo surge de la sugerente ficción del film es, precisamente, una incomprensión primera que luego se va abriendo en la medida en que se puede elaborar colectivamente qué subjetividades se activan en la producción de la masacre. Y, por lo tanto, cuáles otras emergen de conectar con ellas.
Este es tal vez el último gran aporte que tomamos de Elephant: aquella masacre sucede en un sitio en que no puede hablarse especialmente de penurias económicas, restricciones extremas o autoritarismos paternalistas o tiránicos. Más bien lo contrario: la película muestra una escuela en la que todo parece dispuesto para que los chicos desarrollen sus habilidades en la más variada gama de actividades: música, fotografía, ciencias, deportes, etc., en un ambiente plural; y, sin embargo…
La escuela al desnudo
La sensación que nos quedó luego de ver la película es que efectivamente la escuela estaba ahí, pero con un modo de estar puramente físico, como un espacio vacío, que en nada atravesaba a los chicos.
Desde ese punto de vista, nos dijimos, llama la atención el misterio que trasluce hoy la “mirada” de los chicos, es decir, el hecho que los pibes cada vez tienen un “mundo más propio”, inaccesible para los dispositivos escolares instituidos. Un modo de estar sin que muchas veces se pueda percibir si es puro aburrimiento, si ese aburrimiento los afecta, y si ese modo concreto de estar no es, precisamente, lo que les propone hoy la escuela. Es como si hubiese surgido una distancia nueva, que ya no está hecha de las viejas distancias que preocuparon a las pedagogías, sino una en la que se juega una cierta diferencia entre el mundo-escolar-docente y el adolescente. Se trata de cuerpos contiguos, pero cada vez menos próximos, y en litigio sobre sus posibilidades de encuentro.
En palabras de algunos chicos que participaron en las jornadas decretadas por el ministerio se habló de esta “realidad distinta” (”no se metan en nuestras cosas”); algunos chicos decían: “esto pasó hoy pero puede volver a pasar”. No surgió tanto un sentido, un significado, como una facticidad, una crudeza máxima que desarma los procedimientos habituales: “para qué vamos a hablar si mañana puede pasar de nuevo”.
Se va dibujando, de a poco, un mundo adolescente en donde la apariencia de que “no pasa nada” nos lleva de la certeza a la interrogación. Aún si las vidas se ocupan en actividades, los recorridos parecen estar desprovistos de intensidad. O los puntos de intensidad realmente existentes son socialmente rechazados (como el robo o las drogas). En la película, las vidas de los adolescentes son retratadas como líneas sin accidentes ni alteraciones. Los chicos caminan los pasillos y todo aquello que se cruza tiene la consistencia de una nube. Sólo sobrevienen encuentros casuales que rápidamente, luego de los saludos de rigor, se disipan. Ningún encuentro parece producir un mínimo afectivo. Ante una pregunta que iba en este sentido, los chicos de una de las escuelas de acá dijeron: “esto no hubiera pasado en una escuela de Las Catonas o de la villa Carlos Gardel, ahí hay algunos códigos que los unen”.
Un elefante en la escuela
Hace poco recibimos una explicación de por qué esta película sobre Columbine se llama Elefante. Parece que cuando algo tan grande está tan cerca -como sucedería con un elefante real dentro de una escuela verdadera- la relación entre tamaño y cercanía hace que no podamos tener de inmediato un cuadro de conjunto, sino que más bien suceda que choquemos con él una y otra vez sin adivinar de qué se trata. Pero frente a esto caben opciones. En Elephant, los protagonistas consiguen armas de guerra vía delivery y luego ingresan a la escuela con bolsos y ropas militares sin que nadie, salvo un compañero que presiente de inmediato lo que va a ocurrir, pregunte, se alarme, o intervenga (a tiempo).
Pero frente a un elefante en una escuela también hay otras estrategias posibles. Se puede tocar y tocar, insistir, medir esa presencia inconmensurable con el propio cuerpo, recorrerla, pedir ayuda para recorrer entre varios esas dimensiones, hasta llegar, al menos, a reproducir la figura elefantiásica.
La escuela no tiene la culpa de que un elefante la haya tomado por dentro o se haya instalado entre sus paredes, pero sí tiene la responsabilidad de hacer algo ahora, que sabe que el bicho está allí.
El futuro ya llegó…
No se trata, entonces -al menos para nosotros- de interrogarnos sobre las causas de lo sucedido en Carmen de Patagones, sino más bien de insistir en qué de lo que allí pasó nos habla a quienes, de uno u otro modo, estamos vinculados a la vida de las escuelas.
Es precisamente esta pregunta la que eluden quienes estos días se desviven por desvincular a la escuela de los sucesos. Ya sea porque “la escuela hizo lo que pudo, lo que estuvo a su alcance, y no puede pedírsele más”; o porque “el hecho de que la tragedia haya sucedido en la escuela es fortuito, pues pudo haber sucedido en la calle o en cualquier otro sitio”. En estas explicaciones, el resultado es el mismo: se trata de un asunto de peritos, sociólogos, psicólogos y jueces.
Ambos argumentos presentan, a nuestros ojos, una debilidad fundamental: confunden responsabilidad con culpa. Y, en su intento “noble” de exculpar, desprecian la posibilidad de hacer responsable a la escuela de pensar y hacerse cargo de lo sucedido. Así, la escuela (que, recordemos, está habitada por un auténtico elefante) queda a salvo… de toda capacidad de ser afectada, modificada, interrogada. Al reconocer estos supuestos, la reflexión (que se pretende abrir decretando jornadas de chicos y adultos) no logra ir a fondo, no alcanza a preguntarse por los rasgos y las impotencias actuales de la escuela.
Quizás, antes de decidir que la escuela “hace todo lo que puede”, podríamos considerar la posibilidad de que ella haga todo lo puede según su ser actual, es decir, según su modo actual de coordinar cuerpos, entornos y subjetividades. Es posible que las subjetividades que actualmente pueblan la escuela decidan declarar que han hecho todo lo que pueden. Pero también puede suceder que exista -como de hecho ocurre- una responsabilidad que se decide a elaborar lo que “no puede” como materia de auto-reforma subjetiva.
Responsabilidad, entonces, de pensar, de rehacerse. De investigar sus articulaciones internas y las de su entorno. De pensar qué es la adolescencia hoy, en qué condiciones –y contextos- se desarrollan ciertas estrategias, ciertas indiferencias, ciertos deseos. De volver a preguntarse qué es educar, hoy y aquí.
La escuela-laboratorio
Una hipótesis para elaborar desde la escuela esta presencia elefantiásica tal vez pueda comenzar por tratar de interrogarse qué sucede cuando los chicos, los adolescentes, ya no son meramente “futuros adultos” –proyectos de ciudadanos, posibles trabajadores– sino sujetos que poseen ya-mismo una relación directa con el mundo, con el consumo, con las imágenes, el (no) trabajo, con los fracasos, con las realidades sociales y políticas. Y cuando los docentes, los padres, los directivos y quienes se ocupan de las políticas públicas -en fin, los llamados “mayores”- tampoco poseemos demasiada orientación sobre qué cosa sea esta adultez. ¿No hay en esta condición un llamado a cada quien a producir nuevas estrategias de existencia? ¿No corre la escuela el riesgo de devenir completamente superflua ante la experiencia de la adolescencia actual?
De hecho, los chicos “ya saben”. ¿Qué saben? Que en nuestro universo -digamos, del capitalismo contemporáneo- ha quedado cuestionado todo sitio trascendente capaz de ordenar desde la ley y/o los valores y que en estas circunstancias resulta desventajoso limitar las posibilidades fácticas a los débiles límites que aún enuncian las instituciones. En ausencia de lazos que produzcan arraigo, ritual, compromiso, no existe vínculo o razón que configure un campo de construcción.
Si el juego de interpelaciones que produce hoy la adolescencia (y la adultez, y la niñez) ha variado –modificación que habría que reconocer con urgencia– también debería hacerlo nuestra comprensión. Esta situación convoca a hacer de cada situación de aprendizaje un laboratorio vivo (según los padres de una de las escuelas: “la escuela como un lugar donde registrar síntomas”), que tienda a acompañar estas subjetividades, a componerse con ellas más allá de la retórica de la criminalización y la psicologización que hoy están a la orden del día como modos de resolver prácticamente cualquier “anomalía” (lo que oculta hasta qué punto se está asumiendo-ocultando la carencia de lazos). No nos resulta interesante decidir si la escuela es o no un sitio privilegiado para realizar este acompañamiento porque el laboratorio implica una reformulación del espacio del aprendizaje mas acá de la distinción dentro-fuera, entre escuela y no-escuela. Mas nos interesa la interrogación práctica por este acompañamiento que implica un hacerse responsable –más acá del rol y la profesión- capaz de fundar procedimientos.
6-11-004
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