Raquel Gutiérrez. Revista Rebeldía
¿Cómo es posible que otro mundo sea posible? Solamente a través de la lucha que, como nos enseña la experiencia de las luchas sociales actuales y pasadas va “en contra” y “más allá1” de lo que se nos impone como realidad, como presente y como destino. En América Latina, podemos hacer el recuento de las masivas luchas sociales, indígenas y/o populares que han vuelto a generalizarse desde el 20002.
En las siguientes líneas me voy a concentrar en las luchas de Bolivia, pues son las que más conozco, aunque intentaré en lo posible, no circunscribirme a ellas. Quizá valga la pena ensayar si no generalizaciones siempre arriesgadas y quizá vacías, si juegos de analogías que nos permitan detectar similitudes en las diversas acciones colectivas de resistencia y lucha; pues tales esfuerzos van abriendo una gran cantidad de preguntas que están ahí, exigiendo también reflexión teórica.
Rebeldía es, sin duda, un espacio donde la discusión sobre ciertas hipótesis puede abrirse; y más ahora que en las ciencias sociales se vienen imponiendo rígidos criterios analíticos que suelen adecuarse con facilidad al canon administrativo-disciplinario que pretende someter al pensamiento; desalentando lo que en otros momentos fue organon metodológico: la búsqueda de inteligibilidad para los procesos sociales.
En este sentido, la primacía del conocimiento analítico detallado del fenómeno concreto disparado contra la vacuidad de los grandes relatos autovalidados fue un acierto; pero su absolutización puede ser un defecto.
Una entre otras de las interrogantes que van postulándose en América Latina versa sobre cómo se puede ir articulando la rebelión, el levantamiento social vigoroso e intempestivo, la construcción de espacios de autonomía “desde abajo” a la que por lo general han arribado segmentos del movimiento social; con la transformación de las relaciones sociales capitalistas de explotación y dominación, mediante las cuales se produce el mundo tal como lo padecemos y que entre otras cosas, son recurrente acción orientada a la separación y confusión de todos los que con dificultad nos enlazamos para resistir. Es decir, creo que una interrogante abierta es la de la articulación de la lucha particular y local no sólo con las demás uno a uno… sino con el conjunto de las demás, a partir de la elucidación de lo que entre todas tienen en común.
Los movimientos sociales y populares que han vuelto a surgir en todo el continente han logrado, hasta ahora, básicamente impedir la implementación de aspectos importantes de los planes del capital; aunque sin poner en entredicho las relaciones de explotación en su conjunto y sólo bosquejando intermitentemente un “horizonte de deseo común” que oriente los caminos que los hombres y mujeres movilizados pueden transitar3.
En realidad, lo que han ido haciendo los movimientos sociales indígenas y populares de América Latina, ha sido ensayar una gran diversidad de posibilidades políticas. Por lo pronto, creo conveniente esbozar panorámicamente las búsquedas y compartir interrogantes. El abanico es amplio: podemos rastrear desde la permanencia del EZLN como fuerza rebelde y sus múltiples esfuerzos de movilización y construcción de capacidad social de intervenir y decidir colectivamente sobre el asunto público —así entiendo básicamente la construcción de Caracoles—, hasta el fallido ensayo de la CONAIE en 2002 de organizar un “instrumento electoral” del movimiento indígena ecuatoriano y emprender una alianza temporal con Lucio Gutiérrez para ocupar el gobierno. El rango de posibilidades es múltiple: en Brasil, organizaciones importantes del movimiento social decidieron convocar a votar por un partido electoral de izquierda, manteniendo su autonomía y hasta ahora no tienen resultados demasiado alentadores —ni para ellos ni para el conjunto de los pueblos de América Latina: los brasileños tienen un canciller que adopta la posición de vocero de los intereses de las transnacionales petroleras ante el movimiento social boliviano, entre otras cosas.
En Bolivia y Argentina tras derrocar a uno o a varios presidentes, el movimiento social aceptó las reglas institucionales de recomposición gubernamental; aunque la energía de la población movilizada —exhibida intermitentemente— ha ido empujando a los respectivos gobiernos y políticos a regatear al capital transnacional los niveles de subordinación y abyección que pueden asumir pues el límite de lo socialmente tolerable se ha elevado. En Venezuela, por su parte, se despliega un amplísimo movimiento social tensa y complejamente relacionado con un presidente que no se subordina plenamente a los dictados del Consenso de Washington y que en unos cuantos años, entre otras cosas, ha roto completamente el sistema de representación política tradicional. Vemos, pues, que la variedad de ensayos políticos y de búsqueda de caminos por donde resistir y modificar las peores condiciones de explotación son diversas. Y notamos al mismo tiempo que constituyen un punto importante del orden del día de la reflexión teórica.
Al situarnos aquí encontramos una disyuntiva metodológica. La mirada analítica se esforzará en la descripción minuciosa de lo que percibe como suceso social y brindará información que es sin duda imprescindible. Sin embargo, buscará identificar a cada movimiento o proceso político como singularidad, querrá examinarlo para clasificarlo, para fijarlo y diferenciarlo de los otros.
La mirada dogmática, mientras tanto, continuará explicando las luchas recientes y las dificultades políticas que enfrentan, no por lo que éstas efectivamente hacen, sino por las ausencias que exhiben en relación a las creencias básicas del teórico.
La mirada crítica, por su parte, intentando incorporar el mayor detalle a la comprensión de los eventos actuales y esforzándose por recuperar la experiencia anterior, buscará situarse en otro lugar: en el de la explicación histórica y dialéctica que parte de asumir que son los hombres y mujeres en resistencia y lucha quienes hacen la historia, que no existe un destino ineluctable para ninguna lucha sino un porvenir en construcción constante y que, por lo tanto, no busca “objetos de estudio” sino que se empeña en distinguir aspectos relevantes de los distintos procesos sociales, elementos distintivos del evento histórico proponiendo conceptos que nos permitan entender el sentido que conecta los sucesos, y criticando a tales conceptos en cuanto han servido para proponer un esquema de inteligibilidad básica.
Entender, entonces, los distintos ensayos y esfuerzos por producir caminos políticos que abran posibilidades de resistencia pero también que ambicionen la superación del orden general de las cosas —sin apresurarse al juicio fácil: ojo, entender es distinto de juzgar—, es preguntarse, creo, sobre las condiciones de posibilidad para que otro mundo sea posible.
Un primer elemento que tenemos es que la construcción de espacios de autonomía “desde abajo”, ha sido una de las principales maneras de proceder de los movimientos sociales en su lucha de resistencia (comunidades zapatistas y JBG, comunidades quéchuas y aymaras en Ecuador y Bolivia, comunidades urbanas en Buenos Aires, campamentos y asentamientos del MST en Brasil, etcétera). Es muy claro que estas acciones significan horadar, dificultar, entrampar y limitar las relaciones de explotación y dominación del capital. Sin embargo, ¿cuáles son los límites, de estas acciones? Una limitación muy obvia: no pueden impugnar, sino en su expansión a un sistema de dominación que se les impone como totalidad y que se esfuerza por nuevamente totalizarlos subordinándolos a sus certezas y sometiéndolos a sus ritmos y tiempos.
A partir de esto, una pregunta clásica del “dogma revolucionario” entonces, cambia de contenido: no se trata, por cierto, de que a una totalidad le opongamos otra totalidad, preguntándonos por dicha totalidad “contraria” —el partido, el partido que deviene “Estado de nuevo tipo”, etcétera. Más bien, creo que la cuestión más actual del movimiento social de América Latina, se interroga sobre las condiciones de expansión de las resistencias, de ensanchamiento de las autonomías locales. Se empeña pues, por el entrelazamiento de las luchas. Se trata entonces de pensar los rasgos generales de una totalización en marcha que disloque a la totalidad existente —el Estado y el poder transnacional—, que la vuelva ineficaz, impotente y que atine a responder cotidianamente y en el largo aliento, a la ambición totalizadora que esta fuerza de lo inerte, del dinero y el poder, una y otra vez despliega. Resumiendo, la manera como entiendo el problema actual más urgente de la lucha social, indígena y popular en América Latina: se trata de que ensayemos la diagramación de múltiples estrategias de resistencia y también, de una estrategia de revolución4.
En Bolivia, las dificultades para la totalización en marcha que desde múltiples flancos se constituye a través de la acción colectiva de comunidades indígenas y populares, rurales y urbanas, está abierta en todo el sentido de la palabra.
Uno de los rasgos comunes de las distintas luchas en Bolivia —cocalera, popular boliviana e indígena-popular aymara—, más allá de su heterogeneidad, es que son acciones colectivas que expresan el rechazo radical multitudinario a aspectos puntuales de los proyectos neoliberales y que logran impedir, al menos temporalmente, la implantación de ciertas medidas económicas y políticas. Lo que han logrado los movimientos sociales indígenas y populares en Bolivia ha sido básicamente construir cierta “capacidad social de veto” a puntos específicos de las disposiciones neoliberales de privatización de la riqueza pública ejecutadas a través de los gobiernos locales5.
En algún otro momento, he intentado comprender las distintas y múltiples acciones de resistencia e impugnación a los planes neoliberales, pensándolas como una especie de “coreografía” que se guía por un doble ritmo de cerco y construcción6: acciones multitudinarias de lucha establecen cercos tanto políticos como, en ocasiones, militares y geográficos, a determinados proyectos estatales; y a través de esas acciones se construye, consolida y expande cierta capacidad colectiva de intervención en el asunto público que permite preparar otro cerco, hasta ahora básicamente a través de utilizar una especie de tumultuosa “capacidad de veto”.
Esta pareciera ser la lógica que guía los acontecimientos en Bolivia desde el 2000. Si una observa el curso de los acontecimientos bolivianos (guerra del agua, bloqueos de caminos de más de un mes de duración en 2000, 2001, 2003, levantamientos de cocaleros en el Chapare en 2002, levantamiento en El Alto en febrero de 2003, Guerra del Gas, etcétera), hasta cierto punto se presentan como intempestivos eventos aparentemente aislados uno de otro. Entonces, pese a que provienen de la misma matriz y son explosiones del descontento social generado por las políticas gubernamentales, no se hilvanan sino dificultosamente en una “narrativa autónoma”.
Ahora bien, si la forma de la trama de esa narrativa puede ser más o menos vislumbrada con la noción de “cercar y construir”; cada vez es más claro que el tema en cuestión es el de la propiedad —y sus aspectos subsidiarios que son la gestión y el usufructo— de la riqueza socialmente producida.
En el caso boliviano esto es muy claro: la pugna entre “la población sencilla y trabajadora” y las transnacionales, es en torno a la propiedad de la riqueza hoy saqueada. El Estado juega el papel de garantía de la propiedad corporativa y difícilmente podrá jugar otro papel. En Bolivia, todas las movilizaciones de los últimos años han sucedido, cuando los hombres y mujeres de a pié han logrado construir organizaciones flexibles y no jerarquizadas para conquistar objetivos puntuales o han re-encausado los fines de estructuras organizativas pre-existentes, como en el caso de la población indígena-urbana de El Alto y sus juntas de vecinos, o de los ayllus y markas del altiplano. Es decir, un rasgo ampliamente analizado del movimiento boliviano, entre otros, es que no hay “una” organización que aglutine y “dirija” la acción social. En este sentido, todos los sucesos de lucha producidos en ese territorio responden a articulaciones temporales sobre objetivos concretos y de ahí la importancia de la precisión de tales objetivos que constituyen el tema de una narrativa, la melodía que anima una coreografía: hoy, en Bolivia, ese tema es la propiedad de los hidrocarburos y del agua.
A partir de ahí surgen por supuesto más preguntas: ¿se está hablando de “nacionalismo en un solo país”? Es decir ¿la expulsión de las transnacionales que hoy acaparan el agua de la ciudades, el desconocimiento de los contratos de concesión para la explotación de gas y petróleo, nos conducen a levantar la bandera de la “nacionalización”, del “fortalecimiento” de un andamiaje estatal que hoy cruje amenazando implosionar? Yo no creo que entre la expulsión de las corporaciones transnacionales, entre las múltiples acciones colectivas por recuperar la riqueza social hoy arrebatada y el “fortalecimiento del Estado nacional” haya necesariamente una continuidad. Esa es, por supuesto, una posibilidad. Una entre muchas. Una posibilidad a la que apostarán los eternos adoradores del Estado, los izquierdistas de siempre, los que creen que no ha sucedido nada después de 1989 —¿o de 1919?.
Habemos, sin embargo, algunos otros que consideramos que a partir de ese contenido de las luchas, de esa búsqueda por recuperar aquello de lo que nos han despojado, es posible ligarnos entre nosotros, entre distintas fuerzas sociales indígenas y populares para abrir otros frentes de resistencia y beligerancia, para plantearnos desde ahí nuevas preguntas, para tejer más profundos anhelos comunes. Es decir, a partir de la lucha común por la recuperación de lo saqueado, podemos ligarnos entre nosotros para la lucha por la reapropiación de lo que debe ser colectivamente poseído y gestionado. Y sobre esto, por supuesto, tendremos que volvernos a preguntar cómo hacerlo.
En este sentido, creo que cada vez con mayor claridad, el problema de la propiedad, la gestión y el usufructo de la riqueza social —es decir, problemas clásicos de la tradición “socialista” de los siglos XIX y XX, y clásicos también para la tradición civilizatoria de los pueblos indígenas— vuelve a colocarse en el centro de la lucha política. Por ahora, en Bolivia sigue abierta la disputa en torno a la propiedad, gestión y usufructo de dos recursos estratégicos: los hidrocarburos y el agua. Esto es, sostengo, un aspecto muy importante de la lucha continental contra el neoliberalismo. Creo que ahí es dónde están de momento condensadas algunas posibles respuestas a la pregunta: ¿por dónde pueden caminar las luchas contra el neoliberalismo para resistirlo, pero también para intentar ir “más allá” de él y construirnos otros mundos? Nuevamente, no es cuestión ni de inventar estrategias ni de sugerir objetivos, el punto es buscar entender el curso real de los acontecimientos y detectar, en ellos, lo que va siendo delineado justamente mediante las acciones colectivas de “la gente sencilla y trabajadora”.
Notas:
1. John Holloway trabaja esta formulación para comprender el contenido de las luchas sociales contemporáneas. La toma de posición metodológica que coloca en el centro de la atención la lucha social y sus empeños por resistir, por ir en contra del capital y sus planes, pero también “más allá” de él, me parece sumamente fértil. Ver, Holloway J., Prólogo a la segunda edición, Cambiar el mundo sin tomar el poder, en prensa.
2. R.Zibechi señala 1989 y la movilización popular venezolana conocida como Caracazo, como el hito a partir del cual comienzan y se generalizan los llamados “nuevos movimientos sociales”. Coincido con él en que el Caracazo exhibe ya muchos de los rasgos que posteriormente se generalizarán: intempestiva y masiva acción colectiva autoconvocada por la propia multitud actuante a través de diversas organizaciones laxamente enlazadas, donde se expresa un contundente rechazo a los gobernantes neoliberales —en este caso a Carlos Andrés Pérez— y a sus políticas. Sin embargo, considero que es a partir del año 2000 que podemos encontrar una generalización de esta forma de acción política de la sociedad llana.
3. Entre lo que los “nuevos movimientos sociales” tienen de nuevo, además de sus formas flexibles y no jerarquizadas de enlace, es que por lo general, su práctica se contrapone a una noción liberal de representación, articulada en torno a la idea de delegación de la soberanía social. En esto, los nuevos movimientos sociales han aprendido mucho de los pueblos indígenas. La cuestión es que poner en crisis la representación política que deviene suplantación, exige también poner en entredicho las condiciones de la explotación del trabajo.
4. Para pensar el concepto de revolución, que a fin de cuenta requiere como connotación básica una noción de “cambio”, no estoy guiándome por el paradigma mecánico de confrontación, colisión y anulación, sino por lo que la física-química nos enseña acerca de los llamados “cambios de estado”, sobre todo en procesos vivos. Groseramente, la idea central de esto es que un sistema genera novedad y se transforma en otra cosa, en la medida en que múltiples fluctuaciones de energía a su interior lo conducen a un estado de inestabilidad lejos del equilibrio. La pregunta central entonces, esquemáticamente, es cómo podemos contribuir a ampliar la energía que introduce inestabilidad en el sistema actual. Algunas ideas en torno a esto las desarrollé en Entre hermanos. Sobre la necesidad de la subversión de la subversión, La Paz, Bolivia, 1995.
5. La capacidad social de veto a ciertos aspectos de los planes neoliberales, también puede rastrearse en las luchas más importantes de otros países: la huelga de la UNAM y el levantamiento de Atenco en México, el levantamiento de Arequipa en Perú, las acciones de resistencia contra el corralito en Argentina, etcétera.
6. Raquel Gutiérrez , “Bolivia: una hazaña, un desafío y una promesa”, en revista Rebeldía, No.13, noviembre de 2003.