Carlos Fazio
La Jornada
El informe del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, que demuestra la responsabilidad del Ejército en la creación de grupos paramilitares en territorio chiapaneco y acusa de genocidio al ex presidente Ernesto Zedillo, plantea, a su vez, la persistencia del conflicto en el marco de una guerra contrainsurgente contenida en el Plan de Campaña Chiapas 94 de la Secretaría de la Defensa Nacional, que adopta en la etapa la forma irregular de una guerra de baja intensidad, como estrategia prolongada de desgaste contra un “enemigo interno”, identificado en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
En un intento propagandístico por minimizar, invisibilizar y/o negar la vigencia del conflicto, el gobierno de Vicente Fox sostiene que en Chiapas no pasa nada y todo está solucionado. Pero si bien los enfrentamientos han sido menos, y de menor gravedad, el cerco de hostigamiento y aniquilamiento montado por el Ejército sigue vigente en los Altos, la selva y la zona norte del estado.
Las fuerzas federales actúan como un ejército de ocupación en todo el territorio indígena, combinando operaciones regulares con otras de carácter irregular (labores de inteligencia, guerra sicológica, control de población, hostigamiento y amenazas). Lo que explica, a la vez, la presencia organizada y la impunidad de bandas paramilitares, así como la rearticulación de los grupos de poder político y económico tradicionales, que en el pasado sirvieron de fuerzas de choque antizapatistas, entre ellos los auténticos coletos de San Cristóbal, la familia Kanter en Comitán y el grupo Paz y Justicia en la zona norte.
La ausencia de tiros no se muestra como lo que es: una tregua armada, a la que el Estado se vio forzado por razones coyunturales. No obstante, desde la ofensiva militar del 9 de febrero de 1995, el equipo de Seguridad Nacional encargado de planear y ejecutar las políticas para Chiapas ha venido aplicando las directrices básicas de la llamada guerra de baja intensidad (GBI). Esa doctrina cambia la naturaleza de la guerra, la hace irregular, la prolonga y la convierte en un embate político-ideológico. El manual de operaciones sicológicas de la Agencia Central de Inteligencia en Nicaragua (Omang, 1985) define que la guerra sicológica es un tipo de operación militar que, preferentemente, se utiliza para controlar grandes masas o territorios.
El ocultamiento sistemático de la realidad es una de las características de la guerra sicológica. Sin embargo, dado que la GBI se libra de manera no convencional, además del uso maniqueo de la propaganda (amigo-enemigo/blanco-negro) echa mano de otros recursos dirigidos a incidir en los comportamientos colectivos, en las conductas y opiniones. Las dos principales herramientas complementarias de la propaganda son la acción cívica y el control de poblaciones. La acción cívica tiene como objetivos mejorar la imagen de las fuerzas armadas, construir un apoyo popular al esfuerzo bélico y recolectar información de inteligencia. De manera facciosa, la “ayuda humanitaria” se utiliza como categoría políticamente neutra y, sobre todo, no militar. No obstante, es parte de una estrategia global y contribuye a la edificación de un consentimiento activo. Por su parte, el control de población, que opera sobre el desplazamiento de comunidades desarraigadas de sus lugares de origen, tiene básicamente un objetivo simple: desarticular la infraestructura de apoyo de la insurgencia.
La GBI busca generar consenso, pero, si no lo logra, recurre al terror. El dilema es ganar a la masa o destruirla mediante un esquema de guerra sicológica (guerra sucia) orientado en lo fundamental contra todos aquellos que constituyen la base social de apoyo, material o intelectual, real o potencial, de la insurgencia. A falta de una justificación legal o política para encomendar al Ejército la acometida contra la sociedad civil, la tarea es encargada a aparatos clandestinos conocidos como autodefensas o paramilitares, según consigna el Plan de Campaña Chiapas 94 de la Sedena. El paramilitarismo no es, como se pretende, una “tercera fuerza” que actúa con autonomía propia. Responde a una estrategia basada en la doctrina contrainsurgente clásica, que busca confundir, ocultar y encubrir las responsabilidades del Estado en las matanzas, delitos de lesa humanidad y asesinatos selectivos ejecutados por bandas armadas auspiciadas y controladas por el Ejército. Reconocer al paramilitarismo el carácter de “actor político independiente” implica dejar libre de responsabilidad al Estado y en la impunidad a quienes lo financian, apoyan, asesoran, justifican. También es dejar la puerta abierta para que sigan utilizando el terror.
La demostración de que la ausencia de tiros no es indicativa de que el conflicto armado ha sido superado es la existencia de 114 posiciones permanentes del ejército en la zona de conflicto. Persiste una tregua armada porque los dos adversarios son fuertes, cada uno a su manera: el ejército federal ha incrementado su poder territorial y ofensivo, pero el EZLN ha demostrado habilidad para seguir siendo fuerte a la defensiva.
En el marco de esa guerra irregular de desgaste, el poder de las armas federales no ha podido derrotar, hasta ahora, el poder de los cuerpos zapatistas con sus juntas de buen gobierno y sus caracoles. Pero no hay que perder de vista los tiempos electorales. Existen fuerzas que pueden estar interesadas en desatar una nueva escalada de violencia en México a fin de recrear un ambiente propicio para el “voto del miedo”, en cuyo caso Chiapas y el EZLN aparecen como uno de los escenarios y objetivos posibles para montar una gran provocación.