Emergencias las de mis tiempos

31.May.03    Análisis y Noticias

Por Raúl A. Wiener

De mis recuerdos, el más remoto estado de emergencia es el que decidieron los militares golpistas del 62 para, según ellos, asegurar las condiciones hacia las elecciones generales del año siguiente, pero en realidad tener manos libres para reprimir a la izquierda y liquidar el movimiento campesino de Hugo Blanco en La Convención. Seguramente hubieron muchas otras emergencias en tiempos anteriores, con pretextos y motivaciones más o menos equivalentes.
El primer gobierno del arquitecto Belaúnde nos metió por primera vez en emergencia cuando no pudo controlar la guerrilla de Luis de la Puente con la policía. Entonces se entendió que la anulación de las garantías y la entrega de la conducción del conflicto interno a los generales equivalía a carta blanca para hacer lo que creyeran conveniente. Esto incluyó bombardeos aéreos tipo Vietnam en la selva centro, arrasamiento de poblaciones campesinas, fusilamiento de rendidos y nuevas redadas contra dirigentes políticos, sindicales y abogados en la ciudad.
Su segunda emergencia ocurrió poco después, cuando el gobierno entró en trompo y se encontró cercado por la protesta social. Varios meses sin garantías y de represión democrática no impidieron que el régimen se desmoronara. El 3 de octubre de 1968, Belaúnde fue derrocado y el general Velasco inició un largo período de facto que como suele suceder en estos casos prolongó la emergencia algunos meses más. Para mí, estos días significaron mi primera detención por participar en una movilización de estudiantes universitarios reclamando radicalizar las nacionalizaciones que originalmente había sido conversada con los militares, que sin embargo se echaron para atrás. Cuando mis padres fueron a preguntar por mí a la comisaría de Monzerrate en el centro de Lima, les dieron por toda respuesta que era situación de emergencia. Y qué se iba a hacer.
En 1973 el gobierno del general Velasco soportó su primera andanada de huelgas. El paro de los siderúrgicos y la lucha de los mineros lo pusieron contra la pared. Solución: estado de emergencia, represión, muertos y heridos, despidos en masa. Y el movimiento retrocedió. Felizmente el general no decía que estaba salvando la democracia. Pero el procedimiento era igual. En 1975, con la huelga de los policías, estuvimos otra vez con los tanques en las calles. Más de cien muertos en un solo día. Y una emergencia prolongada, que en mi caso otra vez me condujo a la cana, por esa complicada manera como las investigaciones policiales van conectando la información de la que disponen. A mediados de ese año, los presos en relación a la huelga policial y los acontecimientos violentos del 5 de febrero, éramos personas que nada teníamos que ver con lo que había pasado, pero a las que sus captores les habían encontrado algún tipo de militancia política que se consideraba inconveniente. Esta vez la explicación para mi familia fue que estábamos presos para que aprendiésemos a no meternos.
Salimos del encierro con la “primavera democrática” posterior al golpe de Morales Bermúdez. Pero ésta duró apenas unos meses. En julio de 1976 se decretó otra vez la emergencia para hacer pasar el primer gran paquetazo económico del FMI. Y ésta fue a la brava. Vino con toque de queda y soldados dispuestos a disparar a los que transitaran la calle después de las 8 de la noche. O de las diez, como generosamente replantearon poco después. El hecho es que hubo un montón de muertos, heridos y detenidos bajo esta sangrienta emergencia. Y todas las noches debíamos correr a nuestros hogares con peligro de muerte. Más tarde la huelga de los pecadores y el paro de julio de 1977, demostrarían que el león era menos fiero de lo que lo pintaban. Y Pancho Morales tuvo que anunciar su cronograma de retiro del poder y desmontar su régimen de rigor militar que se había hecho insostenible.
El segundo gobierno de Belaúnde entró en emergencia en Ayacucho, Huancavelica y Apurímac (el triángulo de departamentos que por casi veinte años se llamó “zona de emergencia”), apenas al segundo año de su juramentación, para responder al desafío de Sendero Luminoso. A fines de 1992, el arquitecto entregó además el control de la zona a un comando autónomo de las fuerzas armadas. Las consecuencias de esta decisión todavía se siguen contabilizando en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que tiene a su cargo abrir las fosas comunes. Alan García, por su parte, colocó en emergencia a casi el 75% del territorio nacional, incluida Lima. Decretó toques de queda y militarizó enormes porciones del territorio nacional. Finalmente llegó Fujimori que mantuvo y amplió hasta donde pudo la emergencia antisenderista, pero a su vez se valió de este recurso para el brutal shock económico de 1990 y para el golpe dominguero con el que cerró el Congreso y modificó el sistema político sin oposición.
Una vasta porción del territorio peruano se mantuvo sin garantías durante casi veinte años. Y si se toma en cuenta lo que aquí he resumido se concluirá que de los sesenta para aquí han sido bastante más los años de regímenes de emergencia y supuesta excepción, que los de vigencia de las garantías y libertades constitucionales. Asimismo, que el mecanismo de ocupación militar de la sociedad lo utilizan indistintamente las dictaduras como las democracias jaqueadas. Con autorización de la constitución y sin ella. Toledo no es ninguna novedad desde cualquiera de estas perspectivas. Sin embargo el estado de emergencia de esta semana sí contiene como detalle peculiar venir siendo decretado por un gobierno que afirma haber recuperado la democracia en las calles, lo que no había sucedido con ninguno anterior. Esto deja planteada la pregunta de si la calle es hoy antidemocrática o más bien lo que ha pasado es que la democracia formal de Toledo se ha separado de la democracia callejera que le dio aliento vital y en este enfrentamiento los formal se hace cada vez menos democrático y juega el juego que los autoritarios quieren que cumpla. Creo que todos sabemos la respuesta.

Raúl W.