Genocidio, etnocidio y etnogénesis en la Argentina

02.Abr.05    Análisis y Noticias

Los pobladores del “desierto”
Por Miguel Alberto Bartolomé

Genocidio, etnocidio y etnogénesis en la Argentina

¿Quién supo jamás nuestra edad, quien supo nuestro nombre de hombre? ¿Y quién disputará algún día nuestros lugares de nacimiento?

Saint-John Perse, Crónica

- El genocidio colonial
Resulta un lugar común suponer que el territorio que conforma la actual República Argentina, se encontraba casi despoblado para el momento del contacto con los invasores europeos. Pero aparte de un lugar común es también una mentira. Es cierto que la densidad demográfica del área no era en absoluto comparable a la que poseían las altas culturas andinas y mesoamericanas, pero eso no significaba que estuviera despoblada. El mito de un inmenso territorio “desierto” y sólo transitado por unas cuantas hordas de cazadores “bárbaros”, ha sido particularmente grato a la historiografía argentina, en tanto fundamentaba el modelo europeizante bajo el cual se organizó el proceso de construcción nacional. Resulta muy difícil realizar estimaciones demográficas sobre la magnitud de la población prehispánica, especialmente si consideramos que los cazadores requieren de territorios bastante extensos para reproducir a comunidades relativamente reducidas. Hace ya muchos años J. Steward (1949:661) propuso que dichos grupos superarían los 300.000 miembros, aunque un cálculo más realista, que incluya la alta capacidad productiva de los pueblos agricultores del noroeste, cuya sola población ascendería a 200,000 habitantes (G. .Madrazo,1991) puede hacer subir esta cifra hasta el medio millón de habitantes. Si, tal vez no eran tantos, pero allí estaban.

Desde un comienzo, la estructura colonial del Río de la Plata se organizó como puerto de intercambio con los dominios del Alto Perú, controlando un hinterland en forma de arco que se extendía hacia las actuales fronteras con Chile y Bolivia. La importancia económica de este puerto creció; por lo que para 1776 se configuró ya como el Virreinato del Río de la Plata, habitado por una población próspera y dotada de una rica economía ganadera. Durante los casi tres siglos del mandato español, no fue necesario ampliar excesivamente el corredor que los comunicaba con el Alto Perú, dejando como “tierra de indios” las extensas regiones conocidas como Patagonia y el Gran Chaco, con cuya población cazadora de agricultura eventual, se mantenían relaciones tensa basadas en efímeros tratados, intentos misionales, ataques ocasionales y expediciones punitivas. La estrategia colonial española no requería de esas tierras, la economía basada en la extracción y en la acumulación no necesitaba de una expansión colonizadora.

El peso de la colonización recayó sobre los pueblos agricultores y pastores de camélidos del actual noroeste argentino (NO), culturas sedentarias influidas por la tradición civilizatoria andina y en especial por la expansión del imperio incaico. Sometidos a las instituciones coloniales, tales como la encomienda o trabajo forzado y a frecuentes traslados compulsivos, sus rebeliones no lograron asegurar su supervivencia. Así, los historiadores consideran que durante la época colonial fueron extinguidos la mayoría de los grupos locales, víctimas de la violencia, de las epidemias y de la dilución étnica derivada de las “recongregaciones”, que conjugaban a pueblos de diversa filiación lingüística y cultural, así como de las “desnaturalizaciones” que suponían traslados masivos a grandes distancias (S. Canals Frau, 1973). Se supone que, para la época de la revolución independentista de 1810, ya habían desaparecido los huarpes, los olongastas, los comechingones, los sanavirones, los diaguitas, los calchaquíes, los pulares y los tonocotés del NO. También los jesuitas lograron la desaparición étnica de los lule y los vilela del sur del Gran Chaco, y en el litoral mesopotámico se eclipsaron los mbeguá, los chaná, los mocoretáes, los mepenes y, ya a fines del S. XIX, los kaingang1. Pero si muchos se fueron otros llegaron, ya que durante los siglos XVII y XVIII, miles de araucanos de Chile ingresaron al territorio argentino huyendo de la guerra colonial y fueron “araucanizando” progresivamente los bosques y llanuras patagónicas anteriormente pobladas por montañeses (pehuenches), tehuelches y pampas.

- Genocidio republicano: la conquista del “desierto”
En las últimas décadas del siglo XIX, el recién estructurado Estado centralista decidió asumir el desafío de conquistar y consolidar sus “fronteras interiores”. Estas fronteras internas, eufemísticamente llamadas “El Desierto”, estaban constituidas por las extensas áreas que desde la época colonial permanecían bajo el control de los grupos indígenas. Durante casi tres siglos los cazadores ecuestres de la Patagonia y del Gran Chaco habían conservado su independencia, a costa de un casi continuo estado de tensión bélica, ocasionalmente alterada por algún poco duradero tratado de paz. Durante esta época se puso de manifiesto la dificultad de someter y subordinar a sociedades sin clases y de jefaturas más bien laxas, puesto que no poseían grupos de poder susceptibles de ser destruidos o comprados, ni líderes máximos con quienes pactar alianzas perdurables. Los decenios que duraba la “guerra del malón”, tal como se llamaba a las incursiones bélicas indígenas contra los establecimientos criollos de las fronteras, habían exacerbado el antagonismo étnico, justificando ideológicamente la guerra de exterminio que la historia Argentina designa con el sugestivo nombre de “La Conquista del Desierto”.

Hacia 1875 el Presidente Nicolás Avellaneda, expresaba que: “…suprimir a los indios y ocupar las fronteras no implica en otros términos sino poblar el desierto…” (en Auza, 1980:62). Los indios estaban y no estaban allí, el desierto era desierto a pesar de la presencia humana, pero esta presencia no era blanca, ni siquiera mestiza y por lo tanto carente de humanidad reconocible. Poblar significaba, contradictoriamente, matar. Despoblar a la tierra de esos “otros” irreductibles e irreconocibles, para reemplazarlos por blancos afines a la imagen del “nosotros” que manejaba el Estado “nacional” emergente. Así, un conjunto de circunstancias, entre las que se destacaban la necesidad de ocupar efectivamente las fronteras nominales con los países limítrofes, las demandas de tierra por parte de los hacendados para incrementar la ya altamente significativa producción de carnes y granos destinados a la exportación, y la voluntad de acabar con la llamada “amenaza india”, que supuestamente impedía la configuración nacional en términos de un Estado moderno; fueron las razones que determinan la concreción de las sucesivas expediciones militares que lograron la “Conquista del Desierto”. A partir de 1876, el ejército armado por hacendados comenzó la guerra abierta contra las “pampas” y araucanos de la Pampa y Patagonia. No es este el lugar para tratar con detalle las características de esta guerra de exterminio, baste señalar que a la crueldad de toda guerra, se sumó el profundo desprecio étnico que el ejército “civilizador” sentía por los indígenas. El resultado era inevitable; los guerreros ecuestres fueron derrotados, sus aldeas incendiadas, las mujeres y los niños masacrados; se llegó incluso a recurrir a la guerra bacteriológica enviando prisioneros con enfermedades contagiosas a las aldeas que no se doblegaban (Bartolomé, 1969).

De este dramático proceso no estuvo ausente el interés de quienes más se beneficiaron con el incremento de la economía agroexportadora, que por medio de dicha campaña incorporó 30 millones de hectáreas a la producción, me refiero a los hacendados y a sus clientes británicos. No resulta casual que en su última recorrida de la Pampa en 1879, el General Roca iniciara la etapa final de la erradicación de la “amenaza india”, a bordo de un ferrocarril por cortesía de la Buenos Ayres Great Southern Railways Company Limited (Lewis,1980:484). Atrás de las tropas iba la presencia modernizadora del ferrocarril, incrementando la capacidad del transporte y agilizando la economía exportadora (o succionadora) que continuaba la herencia colonial.

Casi simultáneamente con la invasión de la Patagonia, se iniciaron las expediciones militares hacia el norte, contra los grupos indígenas de la extensa región chaqueña. Esta área, habitada por pueblos cazadores que habían desarrollado un complejo ecuestre desde el siglo XVII, fue objeto de varios intentos colonizadores que incluyeron la instalación de misiones religiosas, pero ninguno de ellos tuvo mucho éxito. A partir de 1870 comenzaron las expediciones militares que intentaron el definitivo sometimiento de este otro, y aún más contradictorio “desierto”, dotado de una geografía de bosques, sabanas y caudalosos ríos. Hacia 1884 la expedición del General Victorica consiguió la consumación de la Conquista, si bien en fecha tan tardía como 1911 debió realizarse una nueva incursión para sofocar los últimos reductos de la resistencia india. Después de la derrota, los antiguos cazadores pasaron a desempeñar como peones rurales de los establecimientos madereros. Pero ante la inconformidad de los indígenas, expresada en continuas rebeliones,. el representante local del ejército firmó en 1914 un contrato con los ingenios azucareros del área occidental, comprometiendo la mano de obra indígena e institucionalizando el sistema de patronazgo (M. Bartolomé, 1972, 1976). A la ocupación militar siguió un lento proceso de colonización civil del vasto territorio “conquistado” (H. Trinchero, 2000).

Resulta prácticamente imposible valorar con exactitud el impacto demográfico que produjo la invasión militar, aunque el registro de enfrentamientos militares en el siglo XIX consigna las cifras de 10,656 nativos muertos en Pampa y Patagonia y 1, 679 en el Chaco (C. Martínez Sarasola,1992:570). Sin embargo, nadie registró a los muchos miles de muertos de hambre, de sed, de frío, extenuados en las huidas o víctimas de las enfermedades deliberadamente trasmitidas. El muy poco confiable censo de 1895 estimó que habrían sobrevivido unas 180 000 personas, aunque se tratan sólo de estimaciones.

Una vez consumada la conquista de ambos “desiertos” y arrinconados sus habitantes en reducciones fronterizas o transformados en obreros rurales, la empresa “civilizatoria” argentina dio un paso más hacia adelante; después de despoblar era necesario poblar. El Estado que había derrotado a los indígenas poseía, hacia 1880, menos de 2 500 000 habitantes para ocupar alrededor de 3 000 000 de km2 de territorio. Pero dicho poblamiento debía realizarse con blancos europeos, que coincidieran con la imagen de sí misma que tenía la elite gobernante. Para la década de 1880, clave en la configuración de la Argentina actual, ya Buenos Aires era una importante caja de resonancia para las nuevas ideas que provenían de la Europa liberal y positivista2. El darwinismo social y la casi teológica idea del progreso tenían su paradigma de referencia en la Europa blanca y hacia ese modelo se dirigió el esfuerzo poblacional. Así, se dictaron leyes de inmigración y entre 1871 y 1914 llegaron 5 573 100 inmigrantes, de los cuales 2 720 400 emigraron nuevamente, dejando un saldo de 2 852 400 nuevos argentinos (Maeder, 1980: 565). Así, en un poco más de cuatro décadas, la inmigración dejó un saldo positivo (radicados) de alrededor de tres millones de personas, la mayor parte de las cuales provenían de Italia, seguida por españoles y tal vez por un 20% de franceses, ingleses, eslavos y sirio-libaneses. Si a esta cifra sumamos el crecimiento vegetativo para 1914 la población total ascendió a 8 253 097 habitantes, lo que triplicaba con holgura la cifra de 1880. Se había cumplido el anhelado propósito de tener una nación blanca. Así, hacia principios del siglo XX a los argentinos les gustaba compararse con Australia, pujante colonia británica a la que Argentina había superado en producción y en crecimiento demográfico3.

- Los sobrevivientes actuales
La ideología racista derivada de la guerra de conquista se transmitió en buena medida a los inmigrantes europeos, configurando así un bloque histórico en el cual la presencia de los indígenas no sólo era despreciada sino también considerada un arcaísmo relictual y prescindible. Así, la situación indígena actual es desgraciadamente similar a la de la mayoría de los pueblos indios de América Latina. Los Mapuches sobrevivientes se han visto arrinconados en reducciones (reservas territoriales adjudicadas por el Estado), la mayor parte de las cuales están dotadas de malas tierras y ubicadas en los inhóspitos contrafuertes andinos o en la tundra patagónica donde el clima es extremadamente riguroso e imposibilita el desarrollo de una agricultura redituable. La cría de ovejas, una precaria agricultura y la recolección de los harináceos frutos de las araucarias, son recursos insuficientes que obligan a buen aparte de las poblaciones a migrar, temporaria o definitivamente, hacia centros urbanos donde exista demanda de mano de obra no especializada (M. Bartolomé,1967). En un diagnóstico pionero M. González y D. Núñez (1973) destacaron que las condiciones coloniales de dominio y subordinación de la población indígena no habían desaparecido, sino que incorporaron nuevas modalidades formales tales como el endeudamiento cíclico, el despojo de tierras, los intercambios asimétricos y la inducción al alcoholismo4.

En las áreas andinas y subandinas del noroeste, los descendientes de quechuas y aymaras están atrapados en las redes de una agricultura minifundista de bajo rendimiento, que los obliga a la migración estacionaria a pesar de los fuertes lazos que aún los unen a la vida comunitaria. Desde el punto de vista étnico es ésta un área de definición bastante compleja, puesto que tanto los campesinos hablantes como los no hablantes de lenguas indígenas participan de similares estructuras comunitarias y de semejantes patrones culturales; en los que confluyen elementos andinos prehispánicos, remanentes coloniales y rasgos contemporáneos. Guillermo Madrazo (1991,1994) ha destacado la persistencia de una identidad regional distintiva, basada en lógicas productivas, culturales y comunitarias que, a pesar del mestizaje histórico5, tiende a asumirse como indígena en las últimas décadas. En ello influye la discriminación y los intercambios desiguales con la población que se considera “blanca”, lo que contribuye a mantener las fronteras étnicas entre grupos que se perciben y son percibidos como diferentes. Para los no-indios los considerados indígenas son globalmente designados como “coyas” (kollas), lo que en el contexto regional es un despectivo, pero que ha sido reivindicado en la actualidad como un etnónimo distintivo por los movimientos etnopolíticos protagonizados por los que se consideran descendientes del kollasuyo, de la sureña jurisdicción imperial incaica.

El mantenimiento de la armonía y el equilibrio entre el hombre y el medio natural, que Elmer Miller (1972:29) destacara como uno de los valores fundamentales de la cultura Toba, puede adjudicarse también a los demás grupos de antiguos cazadores del área chaqueña (wuichí, pilagas, chorotes, chulupies, etc.) Pero esa armonía ha sido destruida de una vez y para siempre: la desertización de extensas regiones, el desarrollo de la economía de plantación, la explotación maderera y la expansión de la ganadería, han alterado radicalmente los ecosistemas chaquenses al cual los cazadores estaban altamente adaptados. Más allá de cualquier discurso retórico y simplista sobre la relación de los pueblos indios con la naturaleza, resulta claro que la mayor parte de los emprendimientos productivos colonizadores en el área han fracasado o no han dado los resultados esperados, a pesar de que el medio había permitido la reproducción de las tradiciones basadas en la caza y la recolección durante milenios. A esta compulsión ecológica se han sumado las compulsiones económicas y políticas, determinando que la otrora cazadores y recolectores se vean obligados a incluirse dentro de los sistemas laborales regionales o intenten imitar los modelos económicos de la neopoblación local. En ambos casos, ya sea como trabajadores de los establecimientos monocultores o dedicados a la agricultura comercial o de subsistencia, los indígenas chaquenses fueron colocados en los peldaños más bajos de la estratificada y étnicamente diferenciada población que compone la sociedad regional (M. Bartolomé, 1972; I. Carrera, 1983; H. Trinchero, D. Piccinini y G. Gordillo,1992 ).

- Etnocidio institucional: el Estado ante los indígenas
Después de la etapa puramente militar de la articulación entre los indígenas y la sociedad global, fue sólo hacia 1928 que se decidió crear una comisión especial en la Cámara de Diputados que se dedicaría a estudiar el “problema indígena”. Dicha comisión se limitó a proponer el reforzamiento de los tratados de paz preexistentes y a impulsar a que los indígenas fueran incorporados en forma más permanente al contingente de los semiproletarios rurales. Casi veinte años después, y como los sobrevivientes mantenían su obstinada voluntad de ser indios negándose a ser absorbidos por la “nacionalidad argentina”, se creó en 1947 la Dirección de Protección al Aborigen. Esta institución fue incapaz de alterar la estructura del sistema de despojo que padecían sus “protegidos” ya que, de acuerdo a la lógica de la época, se dedicó básicamente al clientelismo político. Hacia 1958 se fundó la División de Asuntos Indígenas; organización fuertemente influenciada por los postulados del ya pujante indigenismo mexicano en su faz integracionista, en concordancia con el proyecto desarrollista imperante.

Pero Argentina no se caracterizó en el siglo XX por su estabilidad política. Así es que, en 1961, una vez derrocado el gobierno desarrollista por un nuevo golpe militar, se disolvió la División de Asuntos Indígenas y se resucitó una Dirección de Protección al Aborigen. Considerando, de acuerdo a la perspectiva militar, que los indígenas no constituían un “problema nacional” sino regional, se descentralizó la dependencia federal constituyéndose diversos departamentos de Asuntos Indígenas en las provincias.. El nuevo gobierno militar que ocupó el país en 1966, volvió a centralizar el Departamento de Asuntos Indígenas ya que, desde una nueva óptica militar, los indígenas sí constituían un “problema nacional”, puesto que muchos de los asentamientos se congregaban en áreas de fronteras y éstas eran significativas para la doctrina de “seguridad nacional” regida por la lógica de la “guerra fría”. Resulta obvio lo que se puede esperar del indigenismo prusiano.

En 1983 regresó la democracia y en 1985 se creó el Instituto Nacional de Asuntos Indígena (INAI), cuyas actividades fueron reglamentadas recién en 1989. Sus actividades de tipo asistencial y legal fueron obstaculizadas por la falta de presupuesto y por su énfasis propagandístico de las políticas gubernamentales sobre el sector indígena. En alguna medida se trató de la irrupción en la Argentina del “indigenismo de participación” generado en México como resultado del fracaso de sus propias prácticas integracionistas. Quizás un atisbo de cambio ideológico, lo representó la creación de una modalidad de enseñanza denominada “Comunidad Educativa Intercultural”, que recurre a la participación comunitaria y a la formación de maestros bilingües. También contribuyó a la presencia indígena en oportunidad de la Reforma Constitucional de 1994, uno de cuyos resultados fue el reconocimiento legal de la preexistencia de los grupos indígenas en el territorio del Estado, así como su capacidad para obtener personería jurídica, la propiedad comunitaria de la tierra y el derecho a mantener y desarrollar su diferencias lingüísticas y culturales. Sin embargo, no se trata de una institución con prioridad estatal, por lo que ante las crisis económicas su capacidad de acción se encuentra severamente limitada, aparte de ser cuestionada como una institución que reclutó de manera vertical y no representativa a su Consejo Asesor de Pueblos Indígenas en 1998 (L. Mombello, 2002).

Tanto el paternalismo, como el populismo, el desarrollismo, el militarismo o las vacilantes políticas democráticas se basaron en un mismo principio explícito o implícito: para ser argentinos de pleno derecho los indígenas debían renunciar a su condición étnica y asumir el modelo cultural que le ofrecían los propietarios del Estado. Estado que había sido su antagonista y que ahora les sugería la promesa de aceptarlos si abdicaban de la posibilidad de seguir siendo ellos mismos6. Es decir que se les ofrecía un tramposo derecho a la existencia, concedido a cambio de que asumieran esa inducción al suicidio cultural que hoy llamamos etnocidio y que está, cada vez más, tipificado como un delito en la más reciente legislación internacional.

Sin embargo, todas ellas fueron políticas estatales de poco alcance y débilmente institucionalizadas. Durante todo el siglo XX se había formalizado una invisibilización de los indígenas; no eran “el problema” de la Argentina, y su expulsión hacia las remotas fronteras de un enorme país, ideológica y físicamente centrado sobre la ciudad-puerto de Buenos Aires, los había alejado de la percepción social. Su presencia se asociaba a los migrantes rurales que acudieron atraídos por la industrialización en las décadas de 1920-1940, los llamados “cabecitas negras”, de acuerdo a la terminología racista que provenía de la configuración nacional blanca y europea. Pero raramente no se los consideraba “indios” sino, curiosamente, “negros”, como si Buenos Aires fuera un enclave colonial inglés en la India o en Africa. La mitología nacional de la Conquista del Desierto, repetida como discurso fundacional del país en las escuelas, proponía (y propone) indirectamente que todos los indios han muerto, ahora se vive en la patria del criollo cuyos antepasados son los gauchos. Por ello la población del “interior”, como se llama al conjunto del país que no es Buenos Aires, carece de “indianidad” pero no de “negritud”. Se trata de un extraño componente poblacional cuya nacionalidad es puesta muchas veces en entredicho, ya que su aspecto los asemeja más a bolivianos o paraguayos que a “auténticos argentinos”. Las asimétricas relaciones interétnicas urbanas han sido analizadas en las ciudades de La Plata y Rosario por recientes estudios de antropología (L. Tamango, 2000: H. Vázquez, 2000). Pero la discriminación objetiva existente, no excluye la eventual y cíclica eclosión de encendidos discursos nacionalistas, institucionales o contestatarios de acuerdo al momento político, que aluden a las “raíces indígenas” de una población de colonos que no se da muy por aludida.

- Emergencia étnica y movimientos etnopolíticos
Hacia 1968 algunos indígenas residentes en Buenos Aires, provenientes de las áreas provinciales de expulsión laboral, fundaron el Centro Indígena de Buenos Aires (CIBA), primera organización indígena estructurada en términos etnopolíticos, es decir no relacionada con formas organizativas previas. Tal como sucediera originariamente con algunos de los líderes del American Indian Mouvement de USA, a este Centro confluyeron indígenas provenientes de distintos grupos, homogenizados ideológicamente por la agudización de la confrontación interétnica y como estrategia de respuesta colectiva a un medio social saturado de prejuicios étnicos y raciales. Dentro de este contexto resulta lógico que las primeras consignas de dicho Centro se orientaran hacia la reafirmación de sus identidades étnicas, proceso necesario previo a cualquier proyecto de futuro que estuviera basado en la especificidad social y cultural de sus miembros.

Hacia 1971 CIBA se transformó en la Comisión Coordinadora de Instituciones Indígenas de la República Argentina (CIIRA), la que pretendía nuclear a todos los indígenas residentes en Buenos Aires y proyectar su acción hacia el interior del ámbito nacional7. Casi simultáneamente con el CCIIRA, en 1970, había surgido en la provincia de Neuquén la Confederación Indígena Neuquina, que buscaba aglutinar a las 34 reservaciones mapuches del área. Esta Confederación nació signada por la ilegitimidad que le proporcionaba el hecho de haber sido organizada por terratenientes, militares y políticos locales, que la percibieron como una forma de captación del voto indígena, al mismo tiempo que como mecanismo de reaseguramiento del control de las zonas fronterizas. De todas maneras, en 1972 la CCIIRA organizó en unión con la Confederación, el Futa Traun (Parlamento Indio en lengua mapuche) al que se invitó a representantes de los otros grupos étnicos del país. Cabe señalar que algunos gobiernos provinciales no enviaron delegados aduciendo que no había indígenas en sus territorios, ya que allí “todos eran argentinos” o “cristianos y civilizados” (Colombres, 1975:186). Pese a la multiplicidad de obstáculos y de condicionamientos políticos el Congreso tuvo lugar y logró plantear algunas demandas concretas8. Independientemente de los intentos manipulatorios oficiales, estos encuentros comenzaron a generar una dinámica propia y un efecto de resonancia que se extendía con una rapidez inusitada. Fue así que en 1973 y con el apoyo del CCIIRA, se llevó a cabo en la provincia del Chaco el llamado Encuentro de Cabañaró, en el que participaron Tobas y Matacos sentando las bases para la edificación de la Federación Indígena del Chaco que incluía a Tobas, Matacos y Mocovíes (A. Colombres, 1975: 193).

Esta emergente dinámica étnica no podía ser ignorada por el gobierno populista del momento, y los intentos de manipulación generaron conflictos que llevaron a la disolución de CCIIRA., la que se reestructuró en una nueva organización denominada Federación Indígena de Buenos Aires (Serbin, 1981). Al no aceptar la co-opción la Federación fue reprimida, al igual que la Federación Indígena de Tucumán que se había fundado en ese mismo años; los dirigentes fueron perseguidos y muchos encarcelados. Lo mismo ocurrió con la Federación del Chaco. Los miembros remanentes de la disueltas organizaciones constituyeron en 1975 la Asociación Indígena de la República Argentina (AIRA). Dicha organización se propuso evitar en sus filas colaboradores no-indígenas y excluir de su línea programática la definición política coyuntural. Los propósitos de la AIRA fueron entonces coincidentes con los del Movimiento Indio de toda América Latina y se podrían sintetizar en tres términos: tierra, cultura y reconocimiento político.

Progresivamente se desarrollaron numerosas organizaciones regionales cuya demanda básica, aparte del reconocimiento por parte del Estado, estaba dirigida hacia la restitución de las tierras de las que fueran despojados. Este objetivo dinamizó, no sólo las luchas políticas y legales regionales, sino que también supuso una reestructuración de los movimientos en búsqueda de ampliar su fuerza, incluyendo a la mayor cantidad posible de los miembros de un mismo grupo etnolingüístico. Se constituyeron así en grupos de presión, que progresivamente se institucionalizaron, logrando configurarse como organizaciones cuya existencia se proyecta mucho más allá de la obtención de los fines inicialmente propuestos. En esa empresa, muchos movimientos contaron con el apoyo del Equipo Nacional de la Pastoral Aborigen (ENDEPA) de la Iglesia Católica Argentina, otros con el auxilio de ONGs, sectores universitarios, movimientos políticos, partidos y eventualmente instituciones estatales. Un listado de organizaciones sería demasiado extenso, ya que se han multiplicado y, en ocasiones, cambiado de nombre9. El hecho a destacar que han cubierto prácticamente todo el territorio y hacen cada día más difícil, tanto para el Estado como para la sociedad civil, seguir asumiendo que ya no hay indígenas en la Argentina.

-Procesos de etnogénesis
Cuando yo era estudiante de antropología, en la década de los sesentas, los profesores nos proporcionaban un panorama de la etnografía argentina en el cual se omitía a los grupos considerados extinguidos, o cuyo proceso de extinción estaba tan avanzado que se reducían a unos cuantos individuos “mestizados”, término con el que se excluía la posible vigencia de la tradición cultural de origen, que referiría entonces a un original estado de “pureza”. Nuestro deber, si tal cosa existía, radicaba en realizar una especie de “etnografía de rescate”, tratando de registrar todos los datos lingüísticos y culturales que nos pudieran proporcionar los últimos supervivientes de aquellas culturas condenadas a la desaparición10. Entiendo entonces la sorpresa que produjo en los últimos años la presencia y demandas étnicas de miembros de grupos que se consideraban desaparecidos o al borde de la extinción. De pronto los mitificados pero casi ignorados tehuelches; los huarpes del Cuyo dados por desaparecidos en el siglo XVII; los selk’nam de Tierra del Fuego, de cuya definitiva extinción nos había informado Anne Chapman a partir de la muerte de Angela Loij (1973), los etnohistóricos agricultores tonocotés del NO o los antiguos cazadores mocovíes del sur chaqueño, a quienes se consideraba sólo como un campesinado genérico, reclaman una presencia y una identidad étnica que desconcierta a los testigos de esta etnogénesis.

El concepto de etnogénesis ha sido tradicionalmente utilizado para dar cuenta del proceso histórico de la configuración de colectividades étnicas, como resultado de migraciones, invasiones, conquistas o fusiones. En otras oportunidades se ha recurrido a él para designar al surgimiento de nuevas comunidades que se designan a sí mismas en términos étnicos, para diferenciarse de otras sociedades o culturas que perciben como distintas a su autodefinición social. En algunos casos, estos procesos de estructuración étnica son resultados de migraciones interestatales cuya consecuencia es el desarrollo de una colectividad diferenciada en el seno de una sociedad mayoritaria, de la cual se distingue por razones lingüísticas, culturales o religiosas. Con frecuencia, dentro de la actual literatura europea, se ha recurrido al término para calificar el auge de los nacionalismos diferenciales dentro de estados multiétnicos. El tema no es nuevo para la reflexión antropológica (E. Barreto,1994) pero existe un reciente e interesante ensayo de Antonio Pérez (2001) que intenta abordarlo de manera comparativa. Este autor acuña incluso una tipología inicial, en la que distingue, entre otras, a las etnias reconstruidas, es decir a aquellas que perdieran hace poco sus bases culturales identitarias pero que mantienen una continuidad territorial, parental o histórica, y a las etnias resucitadas, cuya relación con el pasado proviene en parte de la memoria y en parte de la literatura existente sobre el grupo. Aquí propongo utilizar el concepto de manera restringida, para designar los procesos de actualización identitaria de grupos étnicos que se consideraban cultural y lingüísticamente extinguidos y cuya emergencia contemporánea constituye un nuevo dato tanto para la reflexión antropológica como para las políticas públicas en contextos multiculturales11.

Pero también me interesa diferenciar a la etnogénesis de los procesos de revitalización étnica de los grupos etnolingüísticos, históricamente estructurados como sociedades polisegmentarias, es decir carentes de una organización política abarcativa. Esto refiere a los actuales dinámicas etnopolíticas que proponen la construcción o reconstrucción de sujetos colectivos definidos en términos étnicos, protagonizadas por grupos etnolingüísticos que perdieron, o nunca tuvieron, la experiencia de una movilización conjunta en pos de objetivos compartidos. El análisis de las propuestas tendientes a lograr la constitución de los grupos etnolingüísticos en términos de sujetos colectivos, debe recordar que esos sujetos colectivos no son políticamente preexistentes. La lógica socio-organizativa tradicional de las sociedades chaquenses, basada en los procesos de fisión y de fusión de bandas de caza y recolección, no determinaba el desarrollo de identificaciones colectivas mucho mayores que las generadas por los grupos parentales extendidos en un ámbito territorial. Tampoco los mapuches, cuya tradición de sociedad de linajes asociados en clanes territoriales ha sido parcialmente sustituida por el desarrollo de colectividades residenciales, poseían una identificación colectiva más allá de las jefaturas y de los lazos lingüísticos y culturales compartidos. Es decir, que son sociedades segmentarias, las que tienden a no desarrollar sistemas políticos generalizados que incluyan a todos los miembros de un grupo. La misma ausencia de una noción definida de colectividad étnica, se puede aplicar a las familias extensas ampliadas (ty’y) que constituyen las unidades de producción, residencia y culto guaraníes, o a las comunidades aldeanas de los pastores y agricultores del NO. Y es que la mutua identificación de una serie de colectividades, aunque sean lingüística y culturalmente afines, es siempre el resultado de la presencia de una organización política unificadora. No existían entonces en el pasado las “naciones” tehuelche, toba, mapuche o guaraní, como lo entenderían las ópticas nacionalitarias decimonónicas, sino grupos etnolingüísticos internamente diferenciados en grupos étnicos organizacionales, en el sentido de F. Barth (1976), que podían no tener mayores relaciones entre sí. Es por ello que los rótulos étnicos generalizantes, tales como guaraníes, tehuelches, tobas o mapuches, son más adjudicaciones identitarias externas que etnónimos propios, aunque ahora se recurra a ellos para designarse como colectividades inclusivas y exclusivas Las culturas del presente luchan entonces por constituirse como colectividades, como sujetos colectivos, para poder articularse o confrontarse con un Estado en mejores condiciones políticas, ya que la magnitud numérica y las demandas compartidas incrementa sus posibilidades de éxito. Se trata de la creación de un nuevo sujeto histórico al que podríamos llamar Pueblos Indios12, entendiéndolos como “naciones sin estado” (M. Bartolomé, 2002).

Retomando ahora la etnogénesis, vemos que algunos de los más desconcertados fueron los mismos antropólogos, varios de los cuales pretendieron recurrir a las literaturas de moda sobre la “invención de las tradiciones”, para descalificar las pretensiones étnicas de esos indios resurrectos. Igual sorpresa y desconfianza manifestaron ante la autodefinición étnica que de pronto exhibieron decenas de miles de kollas del noroeste, a los que se había pretendido caracterizar como un campesinado pintoresco que mantenía tradiciones andinas relictuales. Pero también resultaba impactante que millares de criadores de ovejas y peones rurales o urbanos de la Patagonia se reclamaran como mapuches y todavía hablaran de la “época de la invasión” para referirse a la “gesta patria” de la Conquista del Desierto13. Incluso se advirtió, creo que con desazón, que ni la religión impuesta por los anglicanos en el Chaco bastaba para que los toba, los pilagá, los guaraníes o los wichí dejaran de serlo. Todas las previsiones, basadas en el paradigma de la aculturación de mediados del siglo XX o del economicismo que inundó las ciencias sociales desde la década de los setenta, resultaron insuficientes para explicar esta inesperada primavera étnica en la que afloraban rostros indios considerados perdidos de acuerdo al precario registro etnográfico existente.

Nos encontramos ante procesos que podríamos considerar de reetnización, derivada de la experiencia de participación política adquirida en los años anteriores y mediada por la influencia de las organizaciones etnopolíticas, que contribuyeron a dignificar lo étnico y otorgarle un sentido positivo a la condición indígena . Se desarrollaron así procesos sociales de identificación que ahora expresan la emergencia de nuevas identidades, asumidas como fundamentales por sus actores, dentro de contextos históricos y contemporáneos en los cuales se mantienen fronteras entre grupos percibidos como diferentes. La persistencia de un “nosotros” diferenciado proviene también de la existencia de otro grupo que los considera como “otros”; la etnogénesis propone entonces un nuevo contenido y una designación étnica posible a la diferenciación históricamente constituida. En estos casos las identificaciones no se “inventan” sino que se actualizan, aunque esa actualización no recurra necesariamente a un ya inexistente modelo prehispánico. Se trata de recuperar un pasado propio, o asumido como propio, para reconstruir una membresía comunitaria que permita un más digno acceso al presente. Tampoco sería ajena a este revivalismo la reciente (1994) legislación que reconoce derechos específicos a los grupos étnicos, otorgándoles nueva alternativas y posibilidades a las identidades indias; pero sería en extremo reduccionista considerarla como la única causa de su surgimiento.

Veamos algunos de los casos de etnogénesis. Hacia 1880 el número de las selk’nam (onas) fue estimado por Martin Gusinde en alrededor de 4,000 individuos. Después de esa fecha comenzaron a ingresar a la zona “los cazadores de indios” contratados por hacendados criollos y británicos, quienes deseaban ver sus nuevas posesiones “limpias de indios”. Curiosamente, estos cazadores recibían su paga por la presentación de testículos o senos de onas asesinados en libras esterlinas. Algunos de los cazadores eran criollos, otros rumanos e incluso algunos fueron traídos de Estados Unidos y de Inglaterra; conozco su trabajo por los relatos de uno de ellos que me tocó tratar en sus años seniles. No quisiera profundizar en el recuerdo; banquetes ofrecidos a los indios que culminaban con descargas de fusilería, cacerías deportivas de hombres y mujeres en los bosques fueguinos, ballenas varadas envenenadas y a todo esto hay que agregar las plagas deliberadamente contagiadas14. Baste señalar el resultado: para 1918 se suponía que quedaban 279 Selk’nam y hacia 1973 (op.cit) Anne Chapman documentó la muerte de la que consideraba la última Ona. Años antes, en 1925, un grupo de sobrevivientes había gestionado un tratado con el Estado, consiguiendo que en 1929 les fueron adjudicadas unas 45 000 Has. de sus antiguas tierras. Pero como, gracias a los reportes de los investigadores, el estado los consideraba extinguidos, en 1990 declaró que esas tierras volvieran a propiedad estatal. No fue entonces el estado el único en sorprenderse cuando cientos de personas que se declaraban selk’nam interpusieron recursos jurídicos, logrando que les fueran legalmente restituidas 36 000 Has. en el 2000. Incluso y gracias a la mediación de una diputada provincial que se asume como selk’nam, han generado el proyecto de declarar patrimonio histórico y cultural de su pueblo a la laguna Taps, lugar sagrado donde se llevaba a cabo la antigua ceremonia de iniciación kloketen, cuyo recuerdo parecía haber desaparecido15. Así, noviembre del 2001, se inauguró en Río Grande la Casa de la Comunidad Rafaela Ishton que agrupa a los actuales selk’nam.. Al parecer son unas 450 personas las que reivindican una filiación étnica que, aunque carece de un sustento lingüístico, se basa en la memoria histórica, en los antiguos derechos territoriales y en una desconocida membresía comunitaria.

El caso de la población huarpe que ocupaba (¿ocupa?) la región del Cuyo, uno de los límites sureños del imperio incaico (un suyo), es igualmente significativo. Este pueblo de agricultores sedentarios con notables influencias andinas se consideró extinguido en el siglo XVII, después de una rebelión que protagonizaran en 1684. Sin embargo, en los últimos años cientos de personas reclaman para sí una ascendencia étnica que remontan a los huarpes y que los llevó a participar activamente en la Asamblea Nacional Constituyente16 de 1994 al igual que a los también “extintos” selk’nam. Se considera que en la provincia de Mendoza existen unas 200 personas de esa filiación, en su mayoría urbanos, por lo que las demandas de tierras no son para ellos relevantes, orientándose más hacia la revitalización cultural y lingüística, con acciones tales como la edición de vocabularios y cantos en la antigua lengua milcayac recuperada de los diccionarios. Pero también existen otras 11 comunidades que se reconocen como huarpes, que reivindican la posesión de tierras (Huanacache, Lavalle, Uspallata,etc.) Si bien comenzaron a reunirse en eventos folklóricos, tales como la Fiesta de la Pachamama auspiciada por la institución de turismo local, pronto han tratado de diferenciarse de la cultura neo-andina, tal como lo ha documentado L. Slavsky (1998). Dicha antropóloga registró en Mendoza la celebración de un ritual llamado Pekne Tao, Madre Tierra en lengua milcayac, consistente en la realización de ofrendas a la tierra, cuyos mismos protagonistas destacaban que no se trataba de rescatar una tradición antigua que habían perdido, sino una nueva ritualidad que, en palabras de la oficiante, trataba de fomentar la relación entre los huarpes “como fragmentos de una vasija rota que debía reconstituirse”. Representantes de otros pueblos indios participaron en la ceremonia, ofrendando a la tierra de acuerdo a sus propias tradiciones, mientras los huarpes cantaban en castellano y milcayac invocando a la ancestral deidad Hunuc Huar, Señor de los Cerros. Este tipo de ceremonia de reconstitución comunitaria, que recuerda a los Pow Wow de los nativos norteamericanos, propone precisamente la construcción de una colectividad no residencial sino ideológica, que fomente la solidaridad entre sus miembros. También en San Juan y San Luis, las otras provincias cuyanas, se ha manifestado la presencia de los llamados “neohuarpes”, a pesar que los sectores dominantes negaban toda presencia indígena regional, desde hace al menos 150 años, enfatizando la homogeneidad estatal (D. Escolar,1997). Y de hecho han logrado su reconocimiento como grupo étnico, ya que poseen una personería jurídica nacional otorgada en 1996 y un legislación local específica de 1994 por la provincia de San Juan. Por otra parte la Universidad de Cuyo también ha aceptado esta nueva presencia, ofreciendo 10 becas de estudios a aquellos que se identifiquen como huarpes. Esta inesperada etnogénesis ha provocado alguna polémica. Un antropólogo de la Universidad de San Juan, analizó distintas propuestas teóricas referidas a la identidad étnica, y arribó a la conclusión de que estos huarpes no cumplen con los requisitos para serlo, ya que no se ajustan a las conceptualizaciones preexistentes (A. García, 2002). Incluso el tema ha sido debatido en un importante encuentro de instituciones científicas de la Patagonia reunido en Puerto Madryn en el 2001. Las opiniones de los “expertos” han incidido para que la legislatura de una de las provincias cuyanas detenga una ley que restituía el territorio de Huaco a los huarpes y que ahora proponen sea privatizado (C. Briones, 2001). A pesar de este debate teórico y de sus posibles consecuencias, todavía no se han realizado investigaciones etnográficas que den cuenta de la construcción histórica de la autoadscripción étnica huarpe, ni identifique los datos referenciales en que ésta se basa dentro de la propuesta argumental de sus protagonistas.

El tema de la etnogénesis, entendido como reconstrucción identitaria, es sumamente complejo y no se presta a una interpretación unívoca. Creo, en este sentido, que debemos alejamos un poco de las tradicionales explicaciones basadas en las perspectivas de las “comunidades imaginadas” de B. Anderson (1993), o de la “invención de la tradición” acuñada por E. Hobsbawn (1987) formulaciones que en realidad fueron propuestas para analizar procesos nacionalitarios estatales y cuya aplicación al caso de las culturas indígenas puede ser dudosa o insuficiente, ya que carecen de los sistemas comunicativos y de homogeneización ideológica estatales. Nos encontramos entonces ante un campo de fenómenos sociales de extraordinaria riqueza para la reflexión antropológica.. En primer lugar podríamos destacar que se puede tratar de casos de desconocimiento de realidades preexistentes, tanto por parte tanto de los científicos sociales como de las instituciones estatales y de la sociedad civil. ¿Pero, cómo es posible que haya permanecido invisible por décadas y hasta centurias la presencia de colectividades etnoculturales diferenciadas de las ya conocidas o de la dominante? Si éste es el caso, cabe apuntar dos respuestas posibles. Por un lado la ceguera ontológica adjudicable tanto a la antropología como a la sociedad nacional, que no supieron o no quisieron reconocer esas presencias. Por el otro lado se puede proponer el desarrollo de una “identidad clandestina”.por parte de colectividades sociales, cuya estigmatización étnica las indujo al desarrollo de una “cultura de resistencia” (M. Bartolomé, 1997), que posibilitara su reproducción histórica y social al margen de la sociedad envolvente. En un país que se presume blanco y donde las mentalidades racistas todavía se mantienen, ser indio es una ofensa, pero no ser suficientemente indio también puede ser una inadecuada forma del ser. Una antropología que al comienzo buscaba el exotismo, después el folklorismo nacionalista (los “orígenes nacionales”) y finalmente la exclusión de lo indígena de su práctica profesional, no estaba preparada para reconocer existencias étnicas que no se ajustaran a sus filtros ideológicos, a los que consideraba basados en principios académicos.

Ahora bien, si se trata de inéditos procesos de etnogénesis, los interrogantes son mucho mayores y quedan abiertos a las tareas de futuras investigaciones, que partan de la convivencia y de una interlocución equilibrada y despojada de apriorismos. Al respecto hay que señalar que la lengua no constituye el único indicador diacrítico de la identidad étnica17, ya que ésta puede recurrir a una vasto conjunto de referentes históricos o culturales para afirmarse como tal y definir la membresía de sus protagonistas. Esto no quiere decir que existen rasgos culturales esenciales que dan sustancia a la identidad, sino todo lo contrario, ya que esos elementos están sometidos a la historicidad que les es propia. Se puede ser mapuche e ingeniero atómico o toba y arquitecto. Sin embargo la etnogénesis sorprende a aquellos que ven a obreros, artesanos, profesionales o empleados públicos manifestándose a sí mismos en términos étnicos y recurriendo, en oportunidades, a indicadores visibles de la filiación, tales como plumas o ropajes, que inducen a considerarlos en términos performativos de acuerdo a la terminología de moda18. En los procesos de afirmación étnica, y en especial en los encuentros interétnicos, es frecuente que se recurra a emblemas identitarios, es decir a rasgos materiales o ideológicos, propios o apropiados, que argumenten de manera explícita la identidad de sus poseedores: de esta manera las ropas o las artesanías (ponchos, fajas, sombreros, etc.) son resignificadas y pasan a detentar un valor emblemático que estaba ausente en su uso cotidiano. Este aspecto externo, esta exposición pública de la identidad, suele confundir a los observadores que lo ven sólo como un interesado exhibicionismo étnico. Y de esta percepción no está ausente la perspectiva instrumentalista de la identidad que, desde la obra de Glazer y Moyniham (1975), ha tenido la dudosa fortuna de reclutar una gran cantidad de adeptos. Aquellos que perciben a la etnicidad, a la afirmación contestataria de la identidad, sólo como un medio para obtener fines, deben recordar que toda acción humana es motivada por algún tipo de interés específico. Pero el interés no implica la obligatoriedad de motivaciones espurias. Se pueden movilizar recursos lingüísticos o culturales para alcanzar determinados propósitos, pero esto quiere decir que los recursos existen y no que se están inventando en ese momento. La manipulación de la identidad étnica no incluye necesariamente la mentira o la falsificación de la misma, aunque es indudable que es un recurso para la acción. Así, el hecho de que la etnogénesis pueda servir en determinada coyuntura para obtener algún recurso crucial, tal como la tierra, no supone que la colectividad étnica se haya configurado exclusivamente para ese fin, o no habría demandas sobre el reconocimiento de los lugares sagrados, sobre revitalización lingüística o la edificación de Casas de Cultura huarpe o selk’nam19.

El caso es que a pesar de todos los esfuerzos estatales no se logró la construcción de una Argentina blanca y culturalmente homogénea. Los procesos actuales, más allá de sus fluctuaciones coyunturales, inauguran la posibilidad de un país culturalmente plural, que no necesite mitificar los aspectos étnicos de su pasado y de su presente, sino que los acepte tal como son. Pero esa aceptación no puede ser solamente retórica, sino que debe plasmarse en un nuevo tipo de colectividad estatal, en la que los Pueblos Indios tengan derecho a la reproducción cultural y a la autonomía política. La actual emergencia indígena propone entonces la configuración de un Estado objetivamente multiétnico..Y es de desear que evite que en la Argentina se vuelvan a escribir líneas como las siguientes, extraídas de un informe (Sola y Guzmán,1977), escrito durante la sangrienta dictadura militar de 1976-1983, destinado a atraer colonos sudafricanos al Chaco y que con toda vergüenza reproduzco:

“… Para aquellas poblaciones con raíces europeas que han colonizado países en el continente africano y que hoy encuentran comprometida la continuidad de su residencia por las presiones de grupos étnicos distintos, el Chaco Occidental ofrece un lugar, en una nación de idéntico origen europeo, sin problemas raciales ni minorías indígenas, en condiciones que difícilmente puedan repetirse en cualquier otra parte del mundo…”.

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Notes

1 Muchos de los nombres de los grupos no son etnónimos propios, sino designaciones externas que, en oportunidades, pueden en realidad nombrar a distintas parcialidades geográficas de un mismo grupo etnolingüístico. No es éste el lugar para una profundización etnohistórica, pero quiero destacar una cierta ambigüedad en las denominaciones étnicas que produce una frecuente confusión sobre la identidad de los grupos locales. Ello también oscurece la filiación que suelen reclamar sus actuales descendientes, ya que se refieren a denominaciones externas a las que la historia ha otorgado una reiterada pero discutible legitimidad.
2 El evolucionismo provocó intensos debates, pero rápidamente tomó carta de ciudadanía argentina, como lo comprueba el hecho que Charles Darwin fue nombrado miembro honorario de la Sociedad Científica Argentina en 1877; un año antes de que fuera aceptado por la Academia Francesa.
3 Se fue desarrollando así una especie de teoría de “destino manifiesto”, tal como lo expresara uno de los precursores de la sociología argentina, José Ingenieros, quien entre 1910 y 1920 intentaba comparar las posibilidades hegemónicas de Brasil y Chile en relación a las de Argentina y concluía que “…Chile carece de extensión y de fecundidad. Al Brasil le faltan el clima y la raza. La Argentina reúne las cuatro : territorio vasto, tierra fecunda, clima templado, raza blanca…”(en Montserrat, 1980:808).
4 En fechas más recientes varios ensayos dan cuenta sobre la precaria situación económica actual, de los mapuche pampeanos tales como los de G. Fischman e I. Hernández (1989) o I. Hernández (1993). También son relevantes para comprender mejor la articulación indígena con el estado, los estudios realizados por A Balazote y. J.C. Radovich sobre el impacto de las represas en la región mapuche patagónica , entre ellos los de 1991 y 1999.
5 G. Madrazo ha documentado que el la época colonial “…el proceso de represión y despojo que siguió a la derrota, con sus capítulos de dispersión tribal, traslados masivos, ruptura de las agrupaciones de parentesco y mestizaje biológico, condujeron a una lenta disolución étnica…” (1991:201) El mismo autor señala que después de la independencia la situación empeoró con la expansión de las haciendas criollas sobre las tierras comunales, ante la cual los indígenas carecieron de la posibilidad de ofrecer una respuesta unitaria debido a su fragmentación política, que los orientaba a confrontarse puntualmente con cada hacienda (1994:128).
6 Después de unos pocos trabajos iniciales sobre la política indigenista argentina (A. Serbin ,1981; M.Bartolomé,1985), la producción y la reflexión al respecto se ha incrementado sensiblemente en los últimos años, ya que antes no se la consideraba tarea de antropólogos. Ver, entre otros, M. Carrasco (1991,1993, L.Tamagno (1997), L. Mombello (2002).
7 Sus postulados fundamentales fueron los siguientes: 1) Devolución de la tierra al Indio; 2) Respecto a la personalidad cultural indígena; 3) Educación y sanidad; 4) libre empleo de los idiomas indígenas; 5) Reconocimiento jurídico de las comunidades indígenas como personas de existencia ideal y; 6) Difusión de la cuestión indígena en todos sus niveles (Documento CCIIRA).
8 1) Se abordó el constante problema de las tierras, solicitando la ampliación de las reducciones y la prioridad de los indígenas en los planes de colonización; 2) Por primera vez se propuso la necesidad de una educación bilingüe y bicultural, que si bien se inspiraba en algunos postulados del indigenismo mexicano, para la Argentina constituían una verdadera novedad; 3) acceso a los recursos forestales y minerales existentes en las reducciones, los que la legislación vigente reservaba para el Estado; 4) diversas demandas referidas a la precaria situación sanitaria y al cumplimiento de las leyes laborales y nacionales y: 5) Reclamaron personería jurídica para las comunidades, al tiempo que plantearon la necesidad de la participación indígena en todo órgano que se relacionara con cuestiones que los involucraran; allí estaba el verdadero escándalo; las plantas querían cuidarse solas desdeñando a los botánicos.
9 Al respecto se pueden consultar los documentados ensayos de M. Carrasco (1997, 2002), de M. Carrasco y C. Briones (1996) de C. Briones (2002) o de C. Buliubasich y H. Rodríguez (2001). Pero muchas más numerosas son las publicaciones de los mismos miembros de las organizaciones indígenas, plasmadas en simposios, conferencias, manifiestos, comunicados, documentos, páginas electrónicas y noticias de todo tipo.
10 Hacia 1959 un antropólogo de la Universidad de Buenos Aires escribía las siguientes palabras que parecen referirse a un fenómeno natural e inevitable: “…un extraño destino ha permitido que yo haya visto morir ante mis ojos a dos de las grandes estirpes de los cazadores del sur: los Gününa-këna y los Teushen…” (Bórmida, 1959: 154). Al parecer, el último de los Tehuelches septentrionales, Kqlaqaqpa, falleció en 1960.
11 No escapará al lector que la utilización de conceptos restringidos en las ciencias sociales puede ser calificada como un recurso instrumental, en la medida en que permite atribuirle un predicado unívoco a los procesos que designa, lo que no quiere decir que es el único sentido que poseen o que pueden poseer. Más allá de complejas precisiones epistémicas, lo que me propongo es recurrir a un término que ha sido definido por el autor y comprendido por el lector, de manera tal que ambos sepan con la mayor claridad posible lo que se quiere nombrar al ser nombrado.
12 Este término es con frecuencia utilizado en la actualidad para tratar de otorgar un mayor reconocimiento jurídico o dignidad cultural a los grupos etnolingüísticos. Pero aquí propongo su uso en un sentido estricto, en términos de una comunidad de comunicación y de reconocimiento mutuos, que posibilite una orientación y acción compartida hacia el cumplimiento de objetivos públicos .En tanto comunidades organizativas, serían entonces Pueblos, aunque no construidos por estados, que es la característica distintiva de las naciones.
13 Los intentos de descalificación de los grupos indígenas pueden llegar a ser grotescos. En la Patagonia es tradicional que la policía de fronteras, la gendarmería, así como hacendados y propietarios rurales, se refieran a los mapuches como “indios chilenos”, ya que la mayor parte del grupo etnolingüístico reside en Chile, tratando de descalificar sus reivindicaciones territoriales al considerarlos extranjeros. Igual de grotesca resulta la reciente campaña (1993-1998) llevada a cabo por algunos medios de comunicación de la provincia de Salta en contra de las comunidad kollas, a partir de sus luchas por restitución de tierras y en contra de la construcción de un importante gasoducto norandino. La acusación más radical, del gobierno provincial, fue que e