Por Jorge Luis Cerletti
jlcerletti@gmail.com
Enviado por La Fogata
La consolidación de la hegemonía del gran capital en el mundo vino aparejada al fin de una gran ilusión que abarcó alrededor de la mitad de la población mundial. El siglo XX fue testigo de las grandes revoluciones como la de octubre en Rusia que en sus albores anunciaba el advenimiento de un mundo más igualitario y justo. En él se pudo escuchar el ruido de “rotas cadenas” junto al fragor de las dos terribles guerras interimperialistas, mas concluyó su ciclo en un crepúsculo que no fue el de los dioses sino el de las experiencias que habían conmovido al orden burgués.
El capital, al imponer universalmente su ley, engendró la presente “crisis de civilización” pues al expandir su dominio a todo el orbe y sin enemigos serios a la vista, agudizó el deterioro humano y del planeta afectando a todos los órdenes de la vida social y del medio ambiente. Lo cual ha creado una incertidumbre generalizada alimentada por esta suerte de crisis “crónica” que no tiene plazos ni finales previsibles y donde la gravitación política de la clase obrera industrial, sujeto histórico para el marxismo, declinó notoriamente. Su pregonado carácter revolucionario, fundado en el antagonismo burguesía-proletariado, otrora hizo girar la política primordialmente en torno a la explotación con las características propias de la 1er. y 2ª. revolución industrial. Mientras que hoy los cambios producidos en el proceso de acumulación capitalista junto a la implosión del campo socialista, se manifiestan políticamente en la ausencia visible de sujetos de transformación del orden imperante reflejado en la actual carencia de alternativas lo que abre serios interrogantes que incitan a la reflexión.
Frente a ello y partiendo de conceptos expuestos en Ensayos anteriores, creemos necesario un giro copernicano que resignifique las luchas emancipatorias y sus fuentes de inspiración para poder encarar las nuevas contradicciones y modificar esa situación adversa. Con ese propósito y dada su importancia, retomamos la categoría de sujeto y la cotejamos con la idea de “potencialidad revolucionaria” que nos parece más apropiada y fecunda. También habría que pensar si la actual crisis de civilización, por su envergadura y amplitud, puede deteriorar las bases del régimen capitalista diferenciándola de las clásicas y recurrentes crisis ligadas al ciclo del capital que resultan funcionales al sistema pues responden a su modo traumático de sanearlo. Y como es en el campo económico donde reside la máxima potencia del capitalismo y en el que se asienta el soporte fundamental de su poder político, se erige como su principal bastión. En consecuencia, para crear políticas efectivamente liberadoras, los sujetos que pretendan impulsarlas deberán correrse de su lógica económica y combatir la cultura mercantil que hace simbiosis con las modalidades del poder de la burguesía. Ejemplo de la importancia de tamaño obstáculo a superar se dio en el capitalismo de Estado que rigió de hecho a los países del “socialismo realmente existente”. Ese intento cobijó un germen doblemente antirrevolucionario: en lo económico, quedó preso de relaciones mercantiles y de la estructura jerárquica que patrocinó la producción y en lo político, aportó al fortalecimiento del Estado.
Avancemos un poco más. Si se considera al sujeto según el lugar ocupado en la producción (distinción de clase en función económica) y se establece un antagonismo estructural que le atribuye a determinadas clases el protagonismo en la ruptura del orden social existente (la clase obrera por caso), queda fijada a priori en aquéllas la condición fundante de la transformación más allá de que se la supedite al nivel de conciencia alcanzado. De ese modo se fetichiza el rol revolucionario con sus correspondientes atributos. Y si nos remitimos a la experiencia concreta, la clásica vanguardia (sujeto real) se nutrió de la intelectualidad con escasa incidencia proletaria. Ahora, para salvar esa externalidad teórico-práctica, la vanguardia se proclamó representante de la clase obrera y de su esencia revolucionaria –extrapolación del imaginario económico-, y creó una serie de representatividades que resultaron una ficción política derivada de los supuestos asumidos y que luego fueron desmentidos por los hechos. Ese desplazamiento no sólo oscureció el carácter real del sujeto sino, y lo que es peor, enmascaró la naturaleza del poder naciente. Entonces, si al sujeto se lo reconoce como tal en función de su potencialidad concretable en actos con independencia de su soporte socio-económico, no se preadjudica el rol y éste asume un carácter condicional. Por eso hablamos de potencialidad revolucionaria.
De esto último se infiere que la extracción social, al ser engendrada en la matriz de la explotación, no alcanza para definir la categoría de sujeto que es esencialmente política. Pero aquí se presenta otro problema. Al desligar al sujeto de su condición económica (la “base material” que identifica a la clase), emerge el riesgo de la fragmentación que está latente en la diversidad social. Luego, para compensar esa relativización de la condición clasista de un sujeto plural se apelaría a un recurso imaginario: la mentada potencialidad revolucionaria. En contraposición, la vanguardia al investirse con “la representación” de la clase explotada, aparece como presunta garantía de unidad y cohesión de todos los oprimidos, pero esa investidura falla por atribuirse una representatividad que no es real.
En el segundo caso, se tiende a reproducir la decadencia de los procesos revolucionarios tradicionales en virtud de la concentración de poder en manos de sujeto (s) privilegiados capaces de operar y regir los cambios “en nombre de”. Mientras que en el primer caso, las dificultades surgen de las objeciones expuestas. Ahora, centrémonos en éstas.
Sostener la condición social indefinida del sujeto en función de su potencialidad revolucionaria, sólo verificable en la consecuencia de sus actos, no significa anularlo. Simbólicamente, expresa un pluralismo incondicionado que apunta a neutralizar los privilegios que rondan a quienes impulsan la ruptura incorporando ese principio esencial en la misma definición de sujeto. Lo cual no supone desconocer la importancia de su papel como promotor-impulsor de las transformaciones pues eso conduciría a un determinismo estructuralista que lo sustituiría considerándolo meramente como “un efecto de estructura”. Así, sin negar su papel de motor político, se plantea una condición interna y definitoria para que en la realización efectiva del rol asumido no se falsee lo que determina su razón de ser. Entonces, no correspondería hablar de sujetos revolucionarios mientras su oposición al sistema no incluya los recaudos necesarios como para impedir el surgimiento de un nuevo “amo rector del cambio.”
Sintetizaremos la cuestión abriendo el siguiente interrogante: ¿en qué consistiría el carácter del sujeto (o sujetos) de la ruptura de las relaciones de dominación existentes sin que se erija en una nueva figura de poder opresor?
Frente a semejante problema, comenzaremos por distinguir dos niveles: uno, el relativo a todo proyecto político que cuestione los atributos inherentes al poder; el otro, la metodología de construcción de tales proyectos, lo cual exige coherencia entre medios y fines. Y en la articulación de estos dos niveles podemos inscribir la categoría de potencialidad revolucionaria. Ésta debe constituirse, en todo momento, como praxis interna tensada por las acciones que se proyectan al exterior camino a la emancipación sin que dichas acciones regeneren nuevas formas de sometimiento. Vale decir que la potencialidad se irá concretando en tanto y en cuanto la realidad de lo actuado en las luchas ratifiquen y afiancen los objetivos del proyecto asumido. Y aquí aparece en escena el vínculo entre el sujeto (s) de cambio y la metodología de construcción.
¿Se trata de sujetos múltiples con funciones intercambiables capaces de enfrentar a los poderes constituidos sin erigirse en un nuevo poder alienante?
Si esto último se toma como el objetivo principal, queda definido todo el campo político y por tanto la necesidad de la referida concordancia entre medios y fines. De allí que la metodología sea indisociable de los medios empleados en correspondencia con el fin propuesto. La instrumentación en la práctica de la resolución concreta de las relaciones de poder internas y externas, no debe desvirtuar el objetivo señalado. Recíprocamente, es inviable cumplir tal fin si no queda incluido en el trayecto, o sea, en el proceso de construcción. Quede claro que no imaginamos a dicho proceso como un desarrollo lineal sino como una larga y contradictoria lucha creativa, como un duelo permanente entre las propias limitaciones derivadas de la cultura de la dominación que todavía nos involucra y tiende a erosionar tal determinación. Y desde esta óptica adquiere relevancia la propuesta de sujetos múltiples con funciones intercambiables pues plantea un curso de acción que responde plenamente al objetivo trazado.
De éste último dependerá entonces la pertinencia o no del interrogante expuesto que, tomado como disparador, se orienta a la creación de medios y vías para aproximarse a la finalidad buscada. En esa sintonía emerge el mencionado requisito entre la concordancia de medios y fines lo que, a título de ejemplo, configura la antítesis de la vieja consigna que enuncia “el fin justifica los medios”. La que, en buen romance, postula que en aras de la revolución es válido emplear cualquier tipo de recursos.
De lo señalado se desprende un problema de fondo: cuál sería la política que calificaría a los sujetos de ruptura capaces de producir su futuro “vaciamiento” de poder, o más precisamente, de una política que evite que se erijan en nuevos agentes de dominación. ¿Esto implica una transición entre el antes y el después de la ruptura? Y de ser así. ¿qué es lo que evitaría reproducir las experiencias conocidas?
Aquí se presenta un terreno sumamente farragoso pues aparece la irresuelta problemática del Estado con todo el peso de su existencia actual e histórica. Es indudable que el antes lo incluye. Pero la respuesta marxista de la transición al socialismo como nexo hacia la extinción del Estado como fin, devino en una sucesión de experiencias fallidas. Creemos que es tan improcedente la acción política ignorando al Estado como la ilusión de su auto-extinción. De allí la crítica que ya hemos desarrollado a la concepción de la toma del poder del Estado como condición ineludible para el cambio del orden social capitalista. Pero esta negación nos sitúa frente a uno de los mayores dilemas políticos actuales y que más adelante retomaremos.
V) La personalización a priori de los sujetos revolucionarios.
Antes de proseguir es necesario precisar nuestro concepto de revolución. Con ello nos referimos a los acontecimientos relativos a un cambio de orden social sin que eso signifique estatuir procedimientos ni privilegiar ninguna de las múltiples formas de lucha que tienden al cambio, tanto sean las que surgen de las experiencias acumuladas como de aquéllas que la praxis humana va creando. Con lo cual queda abierta la problemática de la ruptura revolucionaria que, para nosotros, es realizable en situación, dentro de contextos históricos concretos y donde su resolución recién se puede determinar a posteriori. A su vez, todo proyecto político requiere objetivos y metodologías interrelacionadas, opciones que se dan en apuestas sin amparos deterministas cuyas “garantías” sólo responden a ilusiones imaginarias.
Precisado ese concepto que se asocia al de sujeto, observemos algunas variantes relativas a éste. Y aquí surgen, básicamente, dos visiones contrapuestas. Las que identifican a los sujetos a priori en función de determinadas cualidades y circunstancias que lo fundamentan o las que, como es nuestro caso, le atribuyen un carácter móvil a la condición de sujeto que sólo se define en situación y de acuerdo a lo actuado. Implícitamente, esto sugiere que el poder circule evitando su anclaje en determinados grupos y/o personas. Entre ambas posturas correspondería ubicar una intermedia, la de quienes cabalgan entre las dos opciones mencionadas.
Responde a la primera la personificación de la clase obrera como sujeto y a lo que ya nos hemos referido. Ejemplo de la intermedia, es la postulación de la multitud que ocupa ese lugar según Negri y Hardt y con distintos matices, también la propone Virno.
La ambigüedad a la que alude ese término la distancia del determinismo socio-económico prevaleciente en las principales vertientes marxistas. Sin embargo, nos parece una generalización necesitada de nominar antagonismos que llenen el vacío que deja la gran fluidez e incertidumbre que hoy se vive en el concierto internacional y en ese sentido es familiar al enfoque clásico. Esta figura adquiere relevancia a partir de la contradicción imperio-multitud que plantean Negri y Hardt y que ahora rozaremos tangencialmente al sólo efecto de referirnos a la última categoría.
Hoy, sustituir pueblo o clase obrera por multitud no aporta mayormente si no incluye una verdadera reformulación del concepto de sujeto que facilite resituarse frente a los desafíos actuales que exigen una cabal comprensión. Del mismo modo, tampoco ayuda llamarle imperio a la supremacía mundial capitalista para referirse a la “globalización” si ésta es concebida con el mismo bagaje conceptual que se critica. Y así apreciamos a esta concepción que le atribuye a la multitud un carácter revolucionario creando un antagonista ficticio del llamado imperio global y al que se le otorga un carácter universal que arrasa diferencias e iguala situaciones bien distintas. Este forzamiento no se aparta del modelo clásico que privilegió a la clase obrera, sólo que en el contexto histórico en que ésta fue exaltada, existieron fundamentos más consistentes comparados a los que se manifiestan en esta otra interpretación que diluye su lado positivo, la pluralidad implícita en la categoría, pues ésta se esfuma al encarnarse en una ficción. O sea, se le confiere una unidad arbitraria a la pluralidad en función de atribuirle un rol sustentado en una idealización. Eso la erige en sujeto universal al margen de las diferencias y de la problemática del poder que hoy acecha tanto a quien quiera aspire a ganar el lugar de sujeto emancipatorio como ayer afectó a la clase obrera que de sujeto teórico pasó a ser sujetada real. En el formato criticado, funciona el a priori que designa lo que debe ser como si ya fuera. Una construcción ideal que se rige por designación y que pretende dar respuesta a los desafíos que no pudo resolver el socialismo y que todavía se hallan “en espera” de resolución.
Qué significa entonces señalar como sujetos a los piqueteros, a la clase obrera, a los “excluidos”, a la intelectualidad “pequeño burguesa”, a la vanguardia con sus cuadros y militantes, al pueblo, a las masas, a la multitud, a…., si su fundamento real responde básicamente a una nominación. Todos ellos, hasta abarcar a la amplia mayoría de la sociedad, son “víctimas” de la explotación y la alienación capitalista y no por eso se “convierten” en sujetos de cambio. Es confundir la energía social que albergan y cuya liberación es requisito ineludible para las rupturas que originen transformaciones de fondo, con la políticas emancipatorias capaces de generar situaciones revolucionarias y por tanto, indispensables para liberar y encauzar esa energía. Así tampoco se distinguen las necesidades elementales insatisfechas de la capacidad y voluntad para superarlas.
Y éste es un punto crucial: a qué se apuesta en nombre de una causa emancipatoria. Porque como objetivos y sin riesgo de equivocarse, siguen vigentes las tres banderas de la bicentenaria Revolución Francesa, tan exaltadas como pisoteadas y tan encubridoras como esperanzadoras. Por eso, e incorporando las experiencias del “socialismo realmente existente”, cómo podemos discutir acerca de “sujetos” sin cuestionarnos la categoría en sí misma. ¿Qué significa hoy la idea de sujeto revolucionario después del colapso de las grandes revoluciones? ¿Puede considerarse ruptura a lo producido por sujetos sujetados? Mas, a falta de respuestas convincentes, cambiamos nombres sin alterar la sustancia.
En tren de generalizaciones y asumiendo nuestros propias insuficiencias, preferimos tomar a la “sociedad civil” como referente de sujetos revolucionarios. Si bien esta figura comporta tanta ambigüedad como la criticada multitud, la adoptamos porque se adecua a la apertura que ensayamos. Y para explicar esa elección, enumeramos algunas razones. Primero, establece una clara demarcación entre el aparato del Estado y los partidos políticos que lo replican diferenciándolos del conjunto de la sociedad. Segundo, plantea tácitamente la irresuelta contradicción entre una política emancipatoria y su relación con el Estado. Tercero, no privilegia a ningún sector ni erige sujetos a priori. Cuarto, referirse a la Sociedad Civil considerada como vivero de sujetos, no significa atribuirle a ella ese carácter. Quinto, por ese motivo deja abierta la cuestión política definitoria de sujeto (s) en sintonía con nuestro enfoque.
De acuerdo a lo argumentado, no pretendemos endilgarle a esta categoría el rol de sujeto por cuanto en su interior se dan las contradicciones que se buscan resolver. Tampoco queremos escudarnos en ella para disimular la carencia de alternativas que hoy aflige al campo popular y a nosotros como parte de él. Mucho menos ignorar las grandes diferencias, conflictos y tensiones inherentes a su existencia real. Simplemente nos resulta una figura cuya ambigua pluralidad contiene en potencia a sujetos revolucionarios, determinables en situación y sin prefiguraciones arbitrarias. Luego, la cuestión pasa por la toma de posición respecto de las políticas emancipatorias y según sean las apuestas y sus resultados recién se podrán calificar los protagonismos.
Ahora podemos retomar la importante cuestión que dejó boyando la pregunta formulada al final del capítulo IV. Nos referimos al tema de la ruptura y de la transición pero abordado desde un terreno más que complejo: la gravitación y la metamorfosis en curso del Estado y su incidencia con relación a las tendencias emancipatorias actuales.
VI) Ruptura o evolución, niveles situacionales y relación con el Estado .
Una divisoria de aguas para ubicarse frente a los desafíos del capitalismo deviene de la antinomia que existe entre asumir una perspectiva de ruptura o la adscripción a las concepciones afines al evolucionismo. A partir de esta disyuntiva se define una primer instancia desde donde concebir la política, un punto del que surgen rumbos divergentes.
Convengamos que hoy, en función del poder y la hegemonía mundial capitalista, aludir al concepto de ruptura pareciera un ejercicio de ciencia ficción. Sin embargo y si no se suscribe “el fin de la historia”, plantear esa problemática es insoslayable para poder comenzar a definir qué se entiende por políticas emancipatorias.
El evolucionismo es un enfoque filosófico que proviene del campo de la biología y que se refiere a un proceso de cambios que va de lo simple a lo complejo con un vector definido que incluye la idea de progreso. Los movimientos y alteraciones que se operan en la sociedad, signados por la complejidad de las relaciones humanas, se expresan en tiempos distintos a los de una ruptura y tienen una morosidad que puede tomarse como su opuesto. Esto conjuga con las visiones evolucionistas que rechazan la idea de ruptura y entienden las transformaciones sociales y políticas como pasajes graduales que modifican la naturaleza de un orden sin alterar las leyes que lo regulan. Pero lo esencial de la diferencia consiste en la política que se asume frente a la legalidad del sistema y eso no tiene que ver con el ritmo de los cambios, en general poco perceptibles en lo social pero acelerados y vertiginosos en los momentos de ruptura. Así, quienes despliegan su praxis cuestionando la legalidad del sistema, promueven su desestructuración para crear relaciones radicalmente distintas. Mientras que los partidarios del evolucionismo, conciben su política como modificatoria de la estructura pero ceñidos a su misma ley. Aplicando esta postura al capitalismo, proponen la alteración de su carácter a poco que se lo despoje de sus “aspectos negativos”, ya sea mediante la “humanización del capital” o de un “progresismo” barnizado de socialismo, lo que generará cambios en el sistema lográndose un nivel de mayor equidad y justicia.
Tampoco resuelve la disyuntiva apelar a la conocida ley de la transformación de la cantidad en calidad pues, aunque formulada desde la dialéctica, funciona como un recurso mecánico y determinista al atribuir la dinámica de los cambios a una ley universal preestablecida. Prueba de ello fue lo ocurrido con el socialismo puesto que la sumatoria de contradicciones y conflictos que desembocaron en la revolución no produjeron realmente una “calidad” nueva. Como supuesto nuevo orden social, demostró que se puede resolver el problema de las necesidades fundamentales de cualquier sociedad carenciada, pero no pudo romper la lógica de la dominación y por ello pagó tributo con su propia implosión. En consecuencia, pensamos que si se adhiere a políticas emancipatorias sin superar la contradicción entre necesidad y poder, sigue sin salvarse la distancia entre las necesidades a satisfacer y el poder que las resuelve. Luego, al tiempo que se constituye un poder hegemónico que “soluciona” las necesidades materiales, surgen otras relacionadas con la concentración de las decisiones que suprimen libertades y se arrogan representaciones que rehabilitan el círculo vicioso del par dominación-explotación. Así, sin zanjar este problema, cualquier intento por bien inspirado que esté no tiene chances de superar al capitalismo, tenderá a ser fagocitado por éste y terminará siendo reproductor de lo mismo.
Acerca de este punto, se presenta la siguiente contradicción: por debajo de cierto grado de satisfacción de las necesidades fundamentales la crítica al Estado y los objetivos “antipoder” pasan desapercibidos o resultan intrascendentes. Mientras que en las sociedades en que mayoritariamente dichas necesidades se han sobrepasado con holgura como producto del desarrollo económico, se afianza el peso mercantil del sistema y la adicción al consumo por más superfluo que éste sea. Esta polarización de efectos eleva, a dos puntas, la inercia social que estimula y favorece al capitalismo al tiempo que oscurece el carácter del Estado. El primer caso puede explicar la importancia del Estado relacionado a los movimientos de liberación del siglo pasado, donde la agudización de las necesidades velaron la esencia reproductora de aquél y cuya posesión aparecía como un instrumento indispensable para operar los cambios sociales. En un sentido lo fue, pero a costa del contrabando que portaba. En el segundo, la elevación del nivel económico adormece y empobrece conciencias, y a la par que concentra riquezas acentúa las desigualdades que tensionan la vida en el planeta.
En síntesis, plantear la ruptura supone la constitución de un afuera en oposición al marco impuesto por el sistema. Mientras que éste, por más dinámico y cambiante que sea, debe conservar y reproducir las propiedades esenciales que determinan su existencia. Por lo tanto, luchar contra el orden social impugnado implica liberarse de las condiciones que éste impone y romper con sus leyes de funcionamiento.
Mas, lo expresado sólo alcanza para diferenciar campos y determinar la orientación de los proyectos políticos que intentan desarrollarse. Y eso resulta tan claro como oscuro se presenta el panorama en tren de situarse frente al Estado y al poder del gran capital. Pero éste no es el desafío del evolucionismo dada su política de adaptación que es tan inoperante como funcional a la continuidad del orden existente. El desafío real es para las políticas emancipatorias que atacan los fundamentos del régimen capitalista. Y aquí surge un dilema para toda política independiente que busque desarrollarse al margen del Estado.
Ignorar la importancia e incidencia del mismo, semejaría entrar dentro de una jaula con un tigre hambriento actuando como si no existiera; y pretender cambiarlo sin alterar su naturaleza, sería como tratar de convencer al tigre de que se haga vegetariano.
Tocamos este tema en la última parte de Ensayos II, pero enfocándolo sobre nuestro caso particular. Ahora quisiéramos ampliar ese registro y profundizar, en lo posible, nuestro concepto de situación.
La hegemonía mundial del capitalismo que ya hemos caracterizado, origina una situación general que sobredetermina a la multiplicidad de situaciones particulares. O sea, dicha situación englobante significa que, a partir del eclipse del socialismo, las relaciones sociales en el mundo están regidas de modo principal por las leyes inherentes al régimen capitalista y bajo la enorme presión del poder del gran capital. Debido a ello los innumerables conflictos y enfrentamientos que se producen localizadamente en el mundo y no obstante su inabarcable diversidad, presentan ciertos rasgos comunes que los atraviesan.
Entonces, debemos apreciar las tendencias que se manifiestan en el campo internacional para evaluar su incidencia sobre los Estados y establecer diferencias. De la consideración de cada uno de ellos, con los agrupamientos y semejanzas que pudieran corresponder, surgirán las determinaciones que definen cada espacio situacional concreto. Y según su posición en el concierto mundial se podrá evaluar el grado de deterioro de la soberanía nacional alcanzado y aventurar, en cada caso, las posibilidades de reversibilidad o no de esta manifiesta tendencia. Es que las fuertes contradicciones que existen en su interior y cuyo desenvolvimiento interviene continuamente en el movimiento global del sistema, imponen una dinámica de cambios interactuantes que tensionan los mecanismos de regulación general y abren la instancia de lo imprevisible y de los acontecimientos que se leen “el día después”. Y éste es el terreno de lo conjetural y de la toma de partido.
Ahora bien, si ponemos en foco al Estado “Nacional” (las comillas indican todos los condicionamientos que correspondan), éste pasa a ser, a su vez, la situación general que enmarca las múltiples situaciones y momentos que desde su interior lo sobredeterminan. Y allí se despliegan las luchas, los protagonismos, las interacciones, la imprevisibilidad y el azar que hacen al campo de la política que no admite destinos manifiestos.
De lo anterior se desprende la importancia de establecer qué situación es objeto de examen para determinar sus relaciones internas y externas en una serie que puede arrancar de lo micro y llegar hasta la esfera internacional o viceversa. Pero, una cosa es apreciar interrelaciones y otra muy distinta hacer extrapolaciones. Por eso resulta erróneo descalificar a priori una situación coyuntural dentro de la esfera nacional argumentando las tendencias generales del sistema. Es preciso definir el nivel de análisis para poder extraer conclusiones, debatir acerca del carácter de las mismas y estimar sus proyecciones. Lo que incluye, necesariamente, el protagonismo de quienes actúan y modifican a su vez la situación como actores sustanciales de la luchas políticas.
Mas aún falta algo para completar el cuadro. Todo “intérprete-actor” (individual o colectivo) está a su vez situado, por lo tanto, debe considerarse el lugar desde donde interviene, o sea, a qué intereses e ideas responden las prácticas que promueve. Y a esto nos referíamos cuando hablamos de divisoria de aguas respecto de opciones políticas. En nuestro caso, lo que venimos desarrollando resultaría incoherente si no proviniera de una concepción que asume la ruptura con vistas a generar un proceso emancipatorio.
Acorde a lo expresado, definimos el plano de análisis desde el cual abordaremos el problemático asunto de las políticas emancipatorias con relación al Estado. Y fieles a esa delimitación, enfocamos el nivel nacional para identificar rasgos comunes.
Ya determinada la situación mundial vigente y su incidencia sobre los espacios nacionales, tema presente a lo largo de nuestros ensayos, ahora nos referiremos a dichos espacios tomados en su componente general. Con ese propósito, expondremos a continuación una síntesis que incluye algunos conceptos ya vertidos.
Primero: hoy, lo característico de los Estados-Nación dependientes es la igualación de políticas gubernamentales que, sometidas a presiones de fuerzas externas que se han internalizado, agudizaron su pérdida de autonomía. A su vez, la política que desarrollan los partidos de origen popular o que reivindican esa condición, busca hacerse de las riendas del Estado para, desde allí, producir cambios más afines a los intereses nacionales. Pero como se encuentran sujetos al poder de las grandes corporaciones y las potencias centrales, terminan haciéndose cargo de sus mandatos desgajándose cada vez más de los requerimientos populares. Así, las presuntas oposiciones se traducen en una aparente diversidad de gobiernos que, en verdad, funcionan como mandatarios del poder que los somete y unifica. Esto da cuenta del estado actual de la democracia representativa que se ha convertido en una cáscara vacía por defección de esta emergente corporación política cómplice y tributaria de intereses opuestos a la representación que se arrogan. Y referente a las excepciones y matices que se apartan de la regla común, corresponde evaluarlas en función de la situación concreta de cada caso.
Segundo: los gobiernos de turno deben conducir Estados cuya base económica se ha debilitado seriamente como resultado de la ola de privatizaciones padecida y que se hallan seriamente comprometidos por su dependencia tecnológica y financiera, producto de la situación internacional imperante. Su correlato ideológico se expresa en la hegemonía ejercida por “el pensamiento único” sustentado en el dominio político económico del gran capital. Esto condujo a un “posibilismo” de raíz económica que corrió aparejado a la declinación de la soberanía política de dichos Estados. De acuerdo a estas generalizadas circunstancias, francamente mayoritarias, se evidencia la “desterritorialización” de los Estados Nacionales subordinados y la declinación de su carácter “nacional” atado a relaciones internacionales que los regulan por “control remoto” según las exigencias de las potencias centrales y de los organismos mundiales que les son afines.
Tercero: la situación descripta refleja los cambios operados en los sectores más concentrados de las llamadas “burguesías nacionales” que unieron sus intereses a los del giro del gran capital internacional. Ciertamente, con contradicciones y tensiones que no desvirtúan la tendencia general ni la adscripción señalada.
Este cuadro de situación delimita el campo del que debe partir cualquier ensayo de política independiente. Asimismo, denota los estrechos límites que circunscriben a las propuestas que se ajustan a las leyes de funcionamiento de este sistema. Y también exhibe los grandes desafíos que enfrentan quienes bregan por crear alternativas con la mira puesta en la superación del orden imperante.
Aquí también se bifurcan caminos. Por un lado, están los que reproducen la teoría y práctica de los movimientos de liberación de filiación marxista-leninista que terminaron en las frustraciones ya analizadas. Por el otro, surge el amplio abanico de expresiones contestatarias que intentan incorporar las experiencias originales que brotan de situaciones concretas pero que aún no logran gestar nuevos trayectos emancipatorios.
Asumida esta última opción, se presenta el arduo problema de concebir e impulsar transformaciones radicales que se desarrollen por fuera del Estado. Lo cual implica, para nosotros, explorar las posibilidades de una política independiente a distancia del Estado. Para ello contamos con el antecedente de varias experiencias que ya comentamos pero en las que todavía se destaca la negatividad, o sea, el rechazo a las vías que se juzgan reproductoras de la situación que se busca cambiar.
Éste es un problema de gran trascendencia de cuya respuesta depende, en buena medida, la suerte de estos emprendimientos dado que no se puede ignorar la importancia política del Estado ni el rol que cumple como organizador social.
Con el enfoque esbozado no pretendemos incursionar ahora en la valoración de casos determinados sino que aspiramos a esbozar coordenadas útiles para encarar el análisis de situaciones concretas.
A tal fin, planteamos las tesis siguientes que delimitan posiciones y sitúan la orientación de nuestra búsqueda de caminos alternativos: a) el Estado reproduce las condiciones de existencia de un sistema de dominación; b) la conducción del Estado deriva, a mediano o largo plazo, en la sujeción a las reglas que definen su carácter; c) por lo mismo, consideramos que la toma del poder del Estado es una vía muerta para eliminar las relaciones de explotación y de dominio que le son consustanciales; d) esto último plantea la cuestión irresuelta de la extinción del Estado y la pertinencia o no de etapas de transición; e) una política a distancia del Estado debe proponer vías de resolución de ese dilema.
De todos esos puntos se destaca, por su envergadura, la propuesta de una política a distancia del Estado que supone excluir a éste como motor del cambio. Pero esta apertura lleva implícita la dificultad que encierra la incierta formulación de la “distancia”.
El marxismo concibió el proceso de extinción del Estado como consecuencia del cambio de actores encargados de consumarlo. Para ello preveía dos fases signadas por el protagonismo de la clase obrera en su lucha contra la burguesía, lo que políticamente se expresaba en el antagonismo vanguardia proletaria versus partidos burgueses. La resolución del enfrentamiento sería el preludio del fin de las clases que haría innecesaria la existencia del Estado. Tácitamente, esto implicaba un auto movimiento engendrado por quienes lo conducían pero ya sin intereses de clase que defender. Doble error: desestimar el anclaje personal de los atributos del poder y desligar la dominación de los efectos estructurales del Estado sobre los llamados a transformarlo quienes, al actuar de acuerdo a sus reglas, quedaron prisioneros del dispositivo regenerador de lo mismo que combatían. Luego, el cambio de protagonistas dejó incólume al Estado como ciudadela de dominación.
Hoy y asumiendo esa experiencia, pensamos que la extinción del Estado devendrá de mutaciones internas de la sociedad que lo reducirán a una institución superflua debido al desarrollo de organizaciones autónomas generadoras de otro tipo de relaciones vinculadas a una cultura de la no-dominación. Mas esto deja en pie la sustantiva problemática del “entre tanto” la cual tiene que ver con la creación de una política independiente y a distancia del Estado. Aquí surge con fuerza la importancia de la situación. Si se piensa en soluciones macro operables desde el Estado, se cae dentro de su esfera y sujetos a ese arraigado patrón de comportamientos sociales en virtud de la ley que encarna y que es regulada y custodiada bajo su incumbencia. Y aunque funcione como representante en delegación de los designios de los grandes conglomerados, éstos no pueden ejercer su control político como no sea a través de la intermediación del Estado que los encubre. Terreno de lucha sí, pero destacado baluarte en el que se manifiesta la hegemonía del poder dominante.
Entonces y siguiendo nuestra idea central, apostamos a lo micro que deberá expandirse en tanto exprese el desarrollo de trayectos emancipatorios. De éstos dependerá la gestación de una nueva política impulsora de los cambios profundos que habiliten una ruptura. Y concebimos dicha política como un proceso asociado a la resolución de conflictos en situación, pero con una orientación común capaz de sumar energía social.
A esa orientación no la planteamos como unificación de mandatos ni la erección de un centro rector, sino como una construcción abierta derivada de una práctica metodológica que ensaye formas de controlar las relaciones de dominio internas y que haga circular la capacidad de decisión. Aunque es previsible que la resolución de situaciones demandará, durante un tiempo indeterminable a priori, que ciertas personas, debido a su capacidad reconocida por el conjunto, sean reiteradamente convocadas a dirigir un colectivo. Pero será responsabilidad del colectivo crear condiciones favorables a la generalización de dichas capacidades de modo tal de impedir la fijación de lugares donde se ancle el poder. A este momento podríamos calificarlo como de transición lo cual exige, para poder avanzar, creatividad de medios y clara conciencia de los fines. De ese modo se irá consolidando el carácter colectivo de las nuevas organizaciones las que, sin cumplir con ese requisito básico, mal podrán generar nuevos trayectos emancipatorios.
Otro requisito indispensable para impulsar esta propuesta es ir concretando una política a distancia del Estado, lo que no excluye a quienes se desenvuelven como agentes del mismo. Esto parece una contradicción en sus propios términos, pero deja de serlo en la medida en que se subordine el lugar “geográfico” a la praxis que es lo determinante. O sea, en principio no es descartable poner al servicio de la política del colectivo emancipatorio las actividades desarrolladas en la esfera del Estado. Mas, lo opuesto surgiría de actuar sujetados a la política de Estado o convertirse en sujetos de la misma.
VII) Los proyectos, la necesidad y los trayectos emancipatorios.
Un proyecto no es sinónimo de garantía, pero sin proyecto ¿en base a qué se orienta la acción? Si se lo concibe como un diseño de la sociedad futura, se incurre en ilusiones deterministas. Mas, si enuncia objetivos y metodologías como soporte de apuestas políticas que deberán ser convalidadas por las acciones que promueve, se transforma en algo vivo.
Una práctica sin el sostén de proyectos políticos podría emparentarse al gravitante concepto de espontaneísmo atribuido, en exclusiva, a las masas o a la clase en sí, “sedes” privilegiadas del popular término. Hoy y ante “la crítica de los hechos”, la unilateral adjudicación del mismo emerge como otra deuda pendiente de la óptica vanguardista. Y es otra razón que sumada a las anteriormente expuestas, revelan la caducidad del proyecto político socialista que desarrollaron los revolucionarios de entonces. Justamente, por el vacío que éste dejó, se abrió paso la incertidumbre propia de nuestra época, lo que comporta su lado negativo. Mientras que vista desde su ángulo positivo, denota el rechazo a las anteriores certezas que obstaculizaron los caminos de las políticas emancipatorias.
Asimismo, no compartimos la postura de quienes niegan la importancia de los proyectos por asociarlos a un determinismo esclerosante. Creemos que una política en situación no contradice la necesidad de contar con ellos. Y si bien descalificamos la idea de resolver situaciones de acuerdo a un molde fijo, sostenemos que un proyecto demarca el lugar desde donde se _evalúan las coyunturas para poder orientar las decisiones que impulsan las prácticas correspondientes.
Hoy estamos frente a esbozos de proyectos que forman parte de apuestas cuyo destino es incierto. Pero ésta es una característica inherente a la política que involucra a los proyectos, salvo que se imaginen las propuestas como sinónimos de realidad. Mas esto es propio de toda visión determinista que no tiene por qué ser la única concepción en que se basen los proyectos. Prueba de ello es la postura que aquí desarrollamos.
Ahora bien, para todo proyecto emancipatorio en un país subordinado o dependiente el problema de las necesidades fundamentales insatisfechas de gran parte de la población asume un carácter prioritario e insoslayable. Por lo tanto, la lucha contra la explotación pasa a primer plano. Entonces, las demandas perentorias ponen al Estado en el centro de los reclamos populares lo que acrecienta su influencia y fortalece su aparente rol de mediador constituido en la máxima expresión de la cosa pública. Así se mezclan las funciones que debiera cumplir con su condición real, lo que contribuye a erigirlo como inapelable representante la sociedad. Esta situación demarca el escenario actual de la política partidista que gira alrededor del Estado. Y sin perjuicio de que se puedan obtener logros parciales, lo característico es la recurrencia a prácticas cortoplacistas ceñidas a la leyes del régimen capitalista que rigen al Estado y a sus mecanismos de regulación. Desfilan así las permanentes rondas electorales íntimamente vinculadas al asistencialismo y las corruptelas de todo tipo, las representaciones que no representan, el peso mediático como formador de opinión, los dobles discursos, la carencia de principios como no sea disputar lugares de privilegio para servirse de ellos, la falta de escrúpulos, la ambición y el egoísmo como patrones de conducta, etc.etc. Y aunque no todo el arco político responda a ese “modelo”, el mismo define lo sustantivo de la corporación política actual.
Como se ve, los trayectos emancipatorios deben transitar por este campo minado en donde las necesidades fundamentales insatisfechas constituyen un referente obligado tanto para las “políticas” tradicionales responsables de esta situación como para la creación y desarrollo de los mencionados trayectos. Así hemos expuesto, con toda crudeza, algunos de los graves efectos que hoy producen las políticas de Estado y las grandes dificultades que amenazan a los intentos de políticas independientes a distancia de aquél. Los que para prosperar deben resolver un cúmulo de contradicciones, comenzando por el manejo de los tiempos. Porque quienes proponen objetivos liberadores deberán construirlos desde el presente en que actúan con todos los desafíos que ello supone.
La distancia de una política respecto del Estado implica, no sólo independizarse de sus fuertes condicionamientos, sino también y sobre todo, la creación de organizaciones que no se constituyan en réplicas del mismo. Desde esta concepción, el cómo es un interrogante abierto cuya resolución requerirá de apuestas que se jueguen en opciones que no deben reeditar la praxis de las vanguardias cuyo objetivo era la toma del poder del Estado. O sea, generar trayectos emancipatorios supone asumir los riesgos implícitos en toda decisión ligada al nacimiento de nuevas alternativas. Y no se trata de un curso único sino de los múltiples ensayos que, con esa orientación, puedan ir gestando un espacio emancipatorio que potencie las luchas que se libran.
En cuanto a la relación con el Estado, hay que diferenciar las presiones que se puedan ejercer sobre él, de las prácticas que pretenden transformarlo en algo distinto de lo que realmente es: un dispositivo histórico al servicio de la dominación.
Situándonos en nuestras experiencias recientes, digamos que los hechos vividos el 19 y 20 de diciembre de 2001 expresaron un generalizado repudio a las enormes falencias del orden político que hizo crisis en esos días. Acontecimiento que por su masividad terminó derribando al gobierno de entonces. Los sucesos posteriores no hicieron más que confirmar la ambivalencia que encierran los fenómenos de ese tipo. Por un lado, la extraordinaria energía que porta lo colectivo; por el otro, los límites de las acciones desvinculadas de trayectos emancipatorios (espontáneas, en el viejo lenguaje). Ésa es la gran dificultad de los movimientos masivos cuando no se crean alternativas que los potencien y den continuidad. Y esto se relaciona con los tiempos de la acción política y las confusiones a que se presta. Por ejemplo, quienes sostienen la toma del poder del Estado, vivieron esa situación como el preludio de un cambio revolucionario que ellos soñaban dirigir. En cambio, para la pragmática y acomodaticia corporación política, corresponsable de la tremenda crisis sufrida, el problema era encauzar el aluvión colectivo restaurando el orden político anterior con los ajustes y maquillajes necesarios que permitieran recomponer el deteriorado aparato del Estado y preservar los privilegios adquiridos.
Como es de conocimiento, los políticos tradicionales lograron encarrilar la situación pero con un costo imprevisible para muchos de ellos como lo fue el ascenso de Kirchner a la presidencia de la Nación. Esto produjo un imprevisto giro político (dentro de las reglas del juego establecido) cuyos alcances están todavía por verse.
Ahora bien, ambos planteos presuntamente antagónicos, unos por oposición otros por asimilación al orden existente, están unidos por el mismo cordón umbilical: desarrollan su praxis alrededor del Estado con el afán de conducirlo, al margen de los distintos propósitos que los anima.
En cambio, quienes propiciamos una política independiente del Estado, nos hallamos frente a la paradoja de que la participación popular gestora de gérmenes promisorios de algo nuevo, a su vez se desgrana y se desgasta sin que todavía se consoliden alternativas que contribuyan a la emergencia de trayectos emancipatorios. Sin embargo, los sedimentos que dejó el fenómeno mencionado y a los que ya nos hemos referido, originó una doble instancia: la proliferación de los lugares de resistencia y el quebrantamiento del imaginario “único” que habían logrado instalar los dueños del poder. Pensamos que este espacio que se ha abierto es favorable al desarrollo de los intentos que pugnan por romper con la política tradicional desligándose del cerco del Estado. Y constituye un suelo más apto para promover trayectos emancipatorios que asimilen las experiencias vividas y creen nuevas oportunidades encaminadas a vulnerar el sometimiento “realmente existente”.
Las ideas expuestas pretenden situar lo particular desde una visión más abarcadora. Es que por un lado, se presenta la urgencia de dar respuesta a las situaciones concretas y por el otro, la necesidad de referenciarlas a un marco teórico y sobre el cual hemos puesto nuestro acento. Éste deslinde entre lo universal y lo particular responde a que cualquier abordaje en situación requiere del aporte colectivo de los protagonistas de cada caso particular y que son quienes podrán resolverlo. Pero esto no impide reflexionar acerca del marco general en el que se desenvuelven las acciones específicas. Porque la diversidad de situaciones reconocen un punto clave común: la creación de organizaciones de nuevo tipo capaces de gestar trayectos emancipatorios.—
Jorge Luis Cerletti (febrero de 2005)
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