Tierra y poder: la reforma agraria en Venezuela

25.Ago.05    Análisis y Noticias

Autor: Alfredo Molano
Tomado de http://www.nasaacin.net/noticias.htm?x=1313 página de los Cabildos Indígenas del Norte del Cauca

Chávez es para muchos el ángel vengador, para otros el demonio con boina roja y para el resto –entre los que me encuentro– un enigma, un gran interrogante. Las pocas veces que he oído el programa estrella del gobierno, Aló Presidente, me produce la misma sensación que los Consejos de Uribe: incredulidad y fastidio. Reconozco que Uribe bordea en su espectáculo el despotismo y que Chávez deja un sabor de populismo crudo. Para estimar qué tanto tienen de cierto estas imágenes, no hay otro camino que tratar de acercarse a los esquivos hechos. Con Uribe me pasa que mientras más miro su gobierno, más me convenzo de su parcialidad hacia el gran capital. Para comenzar a responderme interrogantes sobre Chávez, opté por echarle una ojeada al problema de la reforma agraria.

Venezuela, como toda América Latina, ha sido dominada por la dialéctica de la gran propiedad. El sistema de plantación-conuco domina la región central y la ganadería extensiva los Llanos. La tierra fue repartida en la Colonia mediante mercedes reales; durante la República, dada como retribución a los vencedores en las guerras civiles y luego a los dueños, a los acreedores de deuda pública. La colonización campesina fue interrumpida por la explotación petrolera desde los años veinte, cuando un chorro de crudo de 500 metros de altura delató en el Zulia lo que Venezuela guardaba. Desde entonces el petróleo manda. Las empresas petroleras demandaban gran cantidad de mano de obra y la población rural disminuía en forma dramática. El país no desarrolló su agricultura ni logró crear una clase campesina fuerte que enfrentara el poder latifundista. La sustitución de importaciones y la producción agrícola fueron inútiles porque la importación de manufacturas y alimentos era más barata.

No obstante, a raíz del triunfo de la revolución socialista en Cuba, la Alianza para el Progreso impuso una reforma agraria cuyo objetivo no era otro –por lo menos en Venezuela– que impedir el crecimiento de las guerrillas. Fueron los años de los Dos, Tres Vietnams del Che. En las montañas venezolanas aparecieron movimientos armados que amenazaban el establecimiento. Rómulo Betancourt, primer presidente civil en 150 años, decretó la reforma agraria más por razones políticas que económicas. En este escenario, ¿qué alcanzó la medida?

La Venezuela Saudita

Un estudio hecho durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez (Comisión Presidencial de Evaluación y Seguimiento de la Reforma Agraria, Caracas, 1995) señala que se otorgaron 44.772 cartas agrarias y 1’886.917 hectáreas a 72.416 personas. La gran mayoría de las tierras repartidas eran del Estado y no beneficiaron a trabajadores rurales, como lo anota la misma comisión: “Los grandes propietarios pasaron de tener 23 por ciento de la tierra explotada del país a 42 por ciento del total, mientras que los pequeños productores, supuestos beneficiarios de esa ley, sólo aumentaron su propiedad de 4,9 a 5,9 por ciento”. En estos términos, la guerrilla fue derrotada pero no por el efecto social de la reforma sino por la demanda bien paga de mano de obra por parte de la economía petrolera. Fueron los años de la Venezuela Saudita. En alguna medida, la debilidad de la oferta de cultivos como el café, la yuca, la caña era paliada por campesinos colombianos que emigraron arrinconados, como siempre, por el desempleo y la violencia. En dos palabras, la reforma fortaleció el poder del latifundio y represó el problema agrario.

Según cálculo de Provea, una respetable e independiente ONG, “el 70 por ciento de las tierras propicias para la agricultura están hoy en poder del tres por ciento de los propietarios del sector, en un país que aún posee grandes extensiones improductivas”. Y para completar el cuadro, Venezuela importa entre un 70 y un 80 por ciento de los alimentos que consume. Son estas dos grandes razones –concentración de la propiedad y seguridad alimentaria– las que argumenta Chávez para declarar la Guerra al Latifundio.

La bibliografía sobre la “Revolución Agraria Bolivariana” es abundante, yo diría abundante en exceso. El país está polarizado al extremo. Las cifras y evaluaciones sobre lo que el gobierno ha realizado en el campo, dan cuenta más de polémica que de la realidad. Por tanto quise conversar con campesinos de los núcleos endógenos, como se llaman las zonas donde se adelantan los intentos de cambio.

Para un extranjero no es fácil entrar a una región a preguntar sobre las realizaciones de un gobierno, así que no me quedaba otro remedio que tomar contacto con una entidad oficial, en este caso el Inti (Instituto Nacional de Tierras). Me remitieron muy atentamente a otra entidad oficial, la Corporación Vargas, creada en julio de 2000 para atender la avalancha de El Ávila, cerro tutelar de Caracas, que dejó en La Guaira más de 12 mil muertos y desaparecidos.

La dirige un general de las Fuerzas Armadas, lo que me hizo desconfiar de entrada de todo lo que me dijera. Me recibió en su oficina de La Guaira, un recinto con el aire acondicionado a full. El oficial, un descendiente de italianos inmigrantes, me habló de todo antes de que yo le pudiera decir el objeto de mi visita. Contó que había estado en la famosa Escuela de las Américas como profesor, donde había tenido “graves” divergencias con los gringos, con lo que me permitió cambiar el rumbo a la, hasta ese momento espuria, conversación.

Me explicó el esquema de los “núcleos endógenos” y, sin permitir que avanzara mucho, le dije que quería visitar alguno en la región. En dos minutos estaba en su camioneta camino de la comunidad de Cataure, una cooperativa recién iniciada. Un par de horas de camino destapado y me encontré frente a una docena de mujeres jóvenes dedicadas a cultivar hortalizas.

Una de ellas, un poco mayor que todas, me contó el origen del núcleo: la invasión de una hacienda que desde hacía muchos años se encontraba desocupada y sin trabajar. Optaron por “rescatarla”. El gobierno las respaldó revisando los títulos de propiedad y la vocación del suelo para determinar si era una propiedad legítima y su uso adecuado.

La Ley de Tierras

La Ley de Tierras que autoriza el procedimiento fue firmada por Chávez en 2001. Inmediatamente saltaron los gremios de la producción, en especial Fedecámaras y la Federación de Ganaderos, alegando que era una norma arbitraria de naturaleza comunista. Desde ese entonces la demanda de la ley hace parte de la agenda de la oposición. El golpe de Estado de abril de 2002, el paro decretado por los empresarios dos meses después y el referendo de agosto de 2004 han sido justificados como medios para echar atrás la ley.

Chávez ha salido victorioso de esas pruebas, lo que le permitió radicalizar la reforma agraria mediante un decreto presidencial del 10 de enero del presente año, que declara al latifundio contrario al interés social, y a la gran propiedad una amenaza contra el medio ambiente. Así mismo autoriza llevar a cabo un inventario de las tierras baldías y de las infrautilizadas, y definir un patrón de parcelación para entrar a redistribuir la gran propiedad.

Hasta julio de 2005 el Inti había “evaluado 15 millones de hectáreas, encontrando que de ese total, más de 4 millones de hectáreas están en manos de 150 propietarios –es decir, 90% de los fundos se encuentra bajo la tenencia de 1% de estos supuestos dueños– y concluido que son 10 millones de hectáreas las tierras sujetas a intervención”. Por lo menos en el papel, la cosa va en serio.

La cooperativa de Cataure, asesorada por una funcionaria cubana, no ha tenido aún éxito como las socias lo confiesan: la comercialización es deficiente y los créditos no han sido oportunos.

No quedé satisfecho con la entrevista y pregunté al chofer que conducía la camioneta del general si conocía otro núcleo cercano. Me respondió que sí, que tenía amigos en La Macanilla. Unos pocos kilómetros de zangoloteo y llegamos a una región aguacatera y cafetera, muy parecida a Fusagasugá; pero a diferencia de nuestro escenario rural no vi una sola vaca. Como era obvio, nadie nos esperaba. El chofer fue a buscar a su amigo, y regresó con varios campesinos. Nos sentamos en la escuela, rodeados de videos y libros donados por la Misión Ribas, un bachillerato por televisión que tiene unos 700.000 alumnos.

El núcleo cultiva aguacate y hortalizas que comercializa en forma cooperativa en Mercal, una central de abastos del Estado, que tiene 100 centros de acopio, 230 mercados móviles y 12.000 tiendas. El sistema beneficia a más de 9 millones de ciudadanos. Son cifras oficiales, es cierto, pero aún la oposición reconoce que si hay un programa que funciona, ese es Mercal.

Los campesinos de La Macanilla fueron beneficiados por la reforma agraria durante el gobierno de Luis Herrera Campins, pero nunca habían comercializado sus productos en forma cooperativa. Resueltos hoy estos lados del problema, se quejan –¡y en qué forma!– del crédito. Han hecho numerosas demandas, golpeado en varias puertas y llenado cientos de formularios, pero no han recibido un solo real. La razón: una burocracia implacable y poderosa, legado de lo que llaman la Cuarta República, es decir, de todas las administraciones civiles anteriores a Chávez.

Sin lugar a dudas es el verdadero obstáculo no sólo de la reforma agraria sino de todas las acciones gubernamentales. La oposición no tiene programa sustancial, salvo el de conspirar, pero la burocracia es su gran arma. En esa muralla de inercia e ineficacia administrativa se estrellan todas las iniciativas tanto públicas como privadas. Los empresarios temen que semejante aparato se voltee contra ellos y los campesinos, apoyados por el alto gobierno, están en pie de lucha para impedir la parálisis de los programas agrarios.

Hoy la burocracia es en Venezuela sinónimo de corrupción, y a pesar de que Chávez incluyó en la Constitución bolivariana el poder moral, parece haber logrado muy poco. Intelectuales reconocidos con los que me entrevisté, sostienen que los nuevos empleados del gobierno –muchos jóvenes, algunos izquierdistas históricos y no pocos militares– se están enriqueciendo tanto o más que los antiguos. Dicen que la renta petrolera que alimentó las élites de adecos y copeyanos cambió de manos, pero no de formas; alegan que la nueva tecnocracia de Pdvsa, la empresa de hidrocarburos del Estado, no tiene ni idea de manejar un negocio de tres millones doscientos mil barriles diarios de petróleo, vendidos hoy en el mercado mundial a 67 dólares. No obstante, la llamada “generación Shell”, compuesta por ejecutivos que presionaban a favor de la salida del país de la OPEP e impulsaban la privatización de la petrolera estatal Pdvsa ha perdido, a raíz del paro de 2002, todo el poder.

Las pruebas de la corrupción en la empresa estatal son débiles, pero no inexistentes. Lo extraño es que la oposición no ha tenido éxito alguno a nivel popular con sus denuncias. El pueblo, quiérase o no, es chavista y perdonaría cierta corrupción a cambio de los beneficios que ha prometido el presidente y que han comenzado a ser tangibles en los sectores de educación, salud y alimentación.

El gobierno invirtió durante el año pasado 3.200 millones de dólares de los ingresos petroleros en obras sociales, producción agrícola e infraestructura. El gasto alcanzó un 32% del PIB. Hay que tener en cuenta que el 13% de la población vive en el campo y que la producción agrícola representa menos del 6% del PIB, la cifra más baja de América Latina. Hay que añadir que, según el gobierno, la reforma de la propiedad no se limita al campo; en las ciudades “se han regularizado los asentamientos irregulares de pobres, transfiriendo la propiedad legal de los barrios a sus habitantes”. A falta de otra información sólida, habría que aceptar que Chávez está, como se ha dicho, sembrando la renta petrolera.

Resultados por verse

Los resultados concretos de la reforma agraria son aún modestos. Según cifras oficiales, en los tres años “se han otorgado 44.772 cartas agrarias y 1’886.917 hectáreas de tierras en todo el país, beneficiando a más de 72.416 trabajadores rurales. La casi totalidad de tierra adjudicada es propiedad del Estado. Se proyecta duplicar estas cifras en 2006, año cuando comenzará a regir un impuesto sobre renta presuntiva de la tierra. Se gravarán las tierras insuficientemente utilizadas, es decir, aquellas que con vocación agrícola, pecuaria o forestal no alcancen el “rendimiento idóneo”; definido éste como el 80% del promedio nacional por tipo de actividad. Es ni más ni menos la aplicación concreta de la vieja propuesta de Hernán Echavarría Olózaga, el gurú del sector empresarial colombiano.

Vale la pena de paso recordar que según la CEPAL, en Colombia en 40 años (1962 a 2002) “se han alcanzado los siguientes resultados: por compra y, casi en forma marginal por expropiación, se han redistribuido apenas 1,5 millones de hectáreas; a través de programas de redistribución se han beneficiado un poco menos de 102 mil familias; un poco más de 430 mil familias han obtenido títulos de propiedad sobre predios baldíos, y más de 65 mil familias de comunidades indígenas han logrado beneficiarse por la definición y delimitación de resguardos y reservas indígenas”. El lector juzgará lo que se ha hecho en uno y otro país.

En Venezuela hoy el inventario y mapa de tierras con títulos endebles o mal trabajadas está prácticamente completo. El Inti sostiene que la inspección directa alcanzará a más de 40.000 fincas agrícolas en todo el país. Eliécer Otaiza, presidente del instituto, declaró a la prensa venezolana que “ya se identificaron unos 600 casos en que sus ocupantes no han podido demostrar la titularidad de las tierras, incluidos 56 que califican como latifundios por medir más de 5.000 hectáreas”.

La primera acción de intervención creó un gran escándalo, cuando el gobierno descargó un batallón de 200 soldados en el hato El Charcote, propiedad de The Vestey Group, una firma británica que inició negocios en Venezuela en 1906 y que hoy posee, además de numerosas empresas, 15 haciendas, con un área total de 375.000 hectáreas y no menos de un aproximado de 100.000 cabezas de ganado.

Charcote está en el Estado de Cojedes –en la región del río Apure–, tiene 12.000 hectáreas y hace un par de meses fue invadido por 120 familias campesinas que, como en la Viotá colombiana de los años veinte, sembraban de noche sorgo para reclamar de día las mejoras y acceder así a la titulación. Por su parte, los dueños han llevado 5.000 reses para impedir ante los tribunales lo que el gobierno considera un “rescate”.

La Federación de Ganaderos ha dicho, según la BBC, que se trata de una violación al sagrado derecho de propiedad, pero el gobierno declaró que el Vestey Group no ha podido demostrar la limpieza del título. De todas maneras, según la ley, el Estado estaría obligado a pagar una compensación por expropiar tierras sin uso, y los dueños podrían presentar planes alternativos de producción. O apelar a tribunales locales donde el latifundio suele tener enorme influencia. La intervención de Charcote ha sido entendida por unos y otros como el arranque de la guerra contra el latifundio.

Ronda la muerte

La realidad es que suenan tambores. Los campesinos venezolanos, que nunca habían logrado organizarse, han conformado una significativa fuerza política. Agrupados en 22 movimientos, campesinos, indígenas y trabajadores del campo crearon, a instancias del gobierno, la Coordinadora Ezequiel Zamora, en honor a un general liberal de mediados del siglo XIX cuya consigna era “Tierra y hombres libres. Horror a la oligarquía”. Chávez lo considera otro Bolívar.

El argumento para crear la Coordinadora no es deleznable: 139 campesinos han sido asesinados por sicarios desde que rige la Ley de Tierras. Braulio Álvarez, diputado del Consejo Legislativo del Estado Yaracuy y miembro del Directorio del Inti, y dirigente de la Coordinadora –quien sufriera hace unas semanas un atentado– ha dicho: “Los latifundistas han utilizado esta estrategia para intimidar y crear una situación de incertidumbre e inseguridad en el campo venezolano. Esto ha generado una respuesta masiva por parte de los verdaderos dueños de las tierras, que son los campesinos, quienes están utilizando todos los elementos que nos da la Constitución para avanzar en el proceso de la revolución agraria y definitivamente liquidar la instancia del latifundio como contrario al plan estratégico de la soberanía agroalimentaria y el desarrollo de la sociedad rural venezolana”.

La “estrategia” tiene dos puntos sobresalientes. El primero es que no hay ni un solo detenido por los asesinatos. La Coordinadora ha manifestado su ira al constatar que las autoridades judiciales no han abierto investigaciones y ni la Guardia Nacional ni el Ejército ni la Policía han detenido sospechosos. Los campesinos tienen identificados a varios autores, pero sus sindicaciones han caído hasta ahora en un sospechoso vacío. En segundo lugar, gran parte de los crímenes han tenido lugar en la frontera con Colombia, regiones controladas por el Primer Cuerpo del Ejército venezolano.

Pero más allá de este punto, el modelo levanta suspicacias: los terratenientes –dicen las denuncias– pagan sicarios para cometer los homicidios con el objetivo de impedir la invasión a las haciendas u obligar a los mandatarios federales a renunciar a la “intervención”. Sea lo que fuere, la cuestión fronteriza vuelve con este asunto a ponerse en el tapete de discusión. La derecha acusa a la guerrilla colombiana de ponerse al servicio de los latifundistas y la izquierda cree a pie juntillas que se trata de una avanzada del paramilitarismo destinada a convertir el conflicto agrario en un enfrentamiento armado. Sean quienes fueren los autores del plan, lo cierto es que los ganaderos han declarado que si se quiere eliminar la propiedad, vendrá la guerra. Los campesinos por su lado han amenazado con la organización de “Unidades de Defensa Popular, que nos servirán para prepararnos en todos los terrenos”.

No es entonces extraño que en Guasdualito, población fronteriza con Arauca, haya comenzado la marcha campesina bautizada “Zamora toma Caracas”. En esencia la Coordinadora exige que los sospechosos de los 139 asesinatos sean judicializados y que el gobierno obligue por la fuerza a detener la estrategia latifundista. Hace pocos días, el Ministerio de Interior y Justicia depuró la policía judicial. La marcha llegó al propio Palacio de Miraflores, despacho de la presidente, encabezada por el Ministro de Agricultura, para refrendar una vez más la guerra al latifundio, esencia, como dijo Chávez, de la Revolución Bolivariana.

Parece innecesario rematar, por ahora, con una conclusión sobre los resultados de la reforma agraria. La realidad es que en Venezuela se están jugando cartas pesadas, una de las cuales es, sin duda, la tierra, fuente de poder político. Si Chávez logra canalizar parte de la renta petrolera hacia el campo y a la vez democratizar la propiedad agraria, será difícil que su proyecto bolivariano sea reversado.