El guaraní logró sobrevivir a siglos de marginamiento y persecuciones, pero no estoy seguro de que pueda salir ileso del laboratorio donde lo han encerrado profesores y académicos. Allí, entre retortas y probetas, piruetas semánticas y macaneos linguísticos, está naciendo un idioma nuevo, que sólo pueden entender sus fabricantes.
Pero no sirve para el uso práctico de la comunicación, como comprar una chipa, putear al réfere o regatear medio kilo de “ipokue” en el mercado de Pettirossi.
Este esfuerzo creador está condenado al fracaso porque los alumnos no tendrán ocasión de aplicarlo en ninguna parte. La razón es muy simple: el pueblo no usa esas palabras. Y los alumnos dejarán de usarlas después de abandonar las aulas, donde habrán adquirido la certeza de que el guaraní es un idioma complicado, de muy difícil aprendizaje.
Mientras tanto, la enseñanza es inundada con una serie de palabras que no pertenecen al lenguaje popular. Palabras inventadas. Entre ellas, rotundas extravagancias tales como “vacapipopo” (pelota) o “kurusuveve” (avión), sin hablar de otras voces estrafalarias que, según me dicen, designan la computadora, el tanque de guerra y los submarinos.
Mientras se despilfarran neuronas en este esfuerzo, el guaraní navega rectamente hacia su desaparición. Cada día muere una palabra, y esta es substituida por su innecesario equivalente español. Cooperadores infatigables del guaranicidio son los dirigentes campesinos, que hablan una jerigonza que debe ser la delicia de los especialistas. Por ejemplo, a ellos se debe la pavorosa expresión “ore rocree” (nosotros creemos), seguida de una ristra de lugares comunes arrancados del vocabulario de la izquierda de la década de 1960.
Durante siglos, el guaraníhablante era considerado un sujeto rústico e ignorante. En la época de Carlos Antonio López, quien hablaba guaraní en las escuelas recibía un palmetazo, según recuerda Juan Crisóstomo Centurión. Es tradición que el mariscal López exigía que sus generales le hablasen en español, salvo al general Díaz, por quien tenía predilección. En la Constituyente de 1870 alguien propuso, con extrema imprudencia, que los convencionales pudiesen hablar en guaraní: lo sacaron carpiendo. En los años posteriores, durante la era de los primeros gobiernos colorados, el Colegio Nacional de la Capital tenía prohibido a sus alumnos expresarse en ese idioma.
Hoy, el genuino guaraní, que incluye docenas de voces provenientes de otros idiomas debidamente adaptadas, está pasando al olvido. Esto no ocurre solo con el vocabulario, sino también con los giros idiomáticos y la manera peculiar de construir las oraciones, de expresar el pensamiento y de razonar. Una manera que se halla más cerca del lenguaje poético propio de las sociedades arcaicas que del discurso lógico típico de la cultura occidental.
Todavía hay reductos de resistencia en varios puntos del país: en Caazapá, en el Guairá, en Caaguazú. Allí puede escucharse, en boca de los ancianos, las expresiones del guaraní clásico, salpicado de metáforas, aforismos y comparaciones; un idioma que sí vale la pena aprender, codificar y difundir. Un idioma que todavía puede decirnos mucho. Y al que tenemos mucho que decir. No porque sea una “lengua melodiosa” como propugna un mito venerable, sino simplemente porque es nuestro. Y no queremos que se muera. ¿Hace falta otra razón?
Helio Vera