Rebelion en la ciudad más joven de Bolivia
El Alto insurrecto
por Alvaro García Linera
El paro cívico movilizado decretado en El Alto, en rechazo a la venta del gas al capital transnacional, ha derivado en una verdadera masacre. Pese a la brutalidad con que actúa el gobierno (más de treinta muertos en dos dias) los habitantes aymaras de la ciudad más joven de Bolivia han decidido no rendirse, y su rebelión se está expandiendo en otros puntos del país.
14 de octubre de 2003
Cuando el miércoles 17 de septiembre el paro cívico general convocado por la Federación de Juntas de vecinos de El Alto (FEJUVE) y la Central Obrera Regional (COR) había sido total, obligando a la alcaldía a retroceder en su intento de aplicar el formulario Maya y Paya, estaba claro que el proceso de autoorganización de los pobladores de El Alto había llegado a un punto tal que, la ciudad mas joven pero la mas maltratada y discriminada del país acababa de superar la huella de los antiguos tutelajes y subordinaciones y estaba experimentando una clara voluntad de poder verificada en la contundencia de la fuerza de masa movilizada en las avenidas, calles y barrios paralizados.
Indígenas, obreros y pobres
Considerada, junto con Santa Cruz, la ciudad de mayor crecimiento demográfico de las ultimas décadas, El Alto, ha pasado de tener 11.000 habitantes en 1950 a poco más de 800.000 el 2001, donde se destaca que cerca del 60% de los habitantes son menores de 25 años, lo que habla de una presencia mayoritaria de población joven.
Del total de la población trabajadora de El Alto, el 69% lo hace en el ámbito informal, de empleo precario y bajo relaciones laborales semiempresariales o familiares. Pese a ello, poco más del 43% de los alteños son obreros, operarios o empleados, lo que la convierte en la ciudad con mayor porcentaje de obreros del país, lo que explica la presencia de una fuerte identidad obrera entre sus habitantes. De hecho, la ciudad de El Alto, ocupa hoy el papel de concentración territorial y cultura laboral que en los años 40 y 60 del siglo XX, ocupaban los barrios de Villa Victoria Pura Pura y Munaypata. La alta presencia de trabajo familiar, microempresarial e informal de los trabajadores alteños, sintetiza los componentes híbridos y fragmentados que caracterizan a la nueva condición obrera y asalariada de la sociedad boliviana.
Olvidada y discriminada por el Estado, la ciudad de El Alto ha sido tratada hasta hoy como un pueblo campesino abandonado y discriminado. Mas de la mitad de los hogares alteños no tienen saneamiento básico, 60% de los ciudadanos viven hacinados, no más del 30% tiene alcantarillado, el 45% de las personas son pobres, en tanto que el 26% son extremadamente pobres, lo que significa que tienen menos de un dólar de ingreso por día.
Esta condición de pobreza y precariedad, no por casualidad, esta acompañada de una presencia mayoritaria de indígenas urbanos en la ciudad. Cerca del 80% de los alteños se autoidentifica como indígena, especialmente aymara o en menor medida queswa, y es notoria la elevada presencia de migrantes rurales de primera y segunda generación y de ex obreros en la mayoría de los barrios alteños. De hecho, es precisamente esta estructura organizativa barrial asentada en experiencias agrarias y obreras la clave de la alta disciplina y gigantesca capacidad de movilización de los alteños sublevados de estos últimos días.
La ciudad heroica: una comunidad urbanizada
Las características indígenas y obreras de El Alto han contribuido a definir las características de las estructuras de movilización social de sus pobladores, en la que se puede distinguir dos componentes: una estructura barrial y gremial para la rebelión y unos marcos de construcción del discurso de movilización basados en la identidad indígena.
La Federación de Juntas Vecinales (Fejuve), fundada el año 1979, y la Central Obrera ragional (COR El Alto), creada 10 años después, son las que han articulado una red de organizaciones barriales y sindicales fuertemente enraizadas en bases territoriales ocupadas en la solución de necesidades básicas de la población. Juntas de vecinos y gremios durante las últimas décadas se han constituido como modos de autoorganización local de la población para crear por mano propia, o mediante la canalización de demandas al poder central, la satisfacción de necesidades básicas como el agua potable, el empedramiento de calles, la instalación de luz eléctrica, la construcción de casas, escuelas y sedes sindicales, la autorización para instalar puestos de venta, la regulación de impuestos, etc, reactualizando en el ámbito urbano las experiencias organizativas y las fidelidades comunitarias que, precisamente a través de los sindicatos agrarios y ayllus, gestionan todas estas dimensiones de la vida cotidiana. De ahí que no sea casual que en muchos barrios las juntas de vecinos lleven el nombre de la comunidad agraria de origen.
Es esta vitalidad local de las juntas vecinales y los gremios lo que ha posibilitado que un momento ellas funcionen como legitimas estructuras de resistencia e insurrección popular con capacidad de movilizar a jóvenes, ancianos, mujeres y niños en torno a sus mandos locales y el control del desplazamiento en sus respectivos barrios.
“Vamos a cambiar la bandera”
Si bien las condiciones de pobreza alteña son extremas y las organizaciones locales barriales son muy cohesionadas, eso no ha sido suficiente para que se genere la sorprendente red de movilización social que ha paralizado contundentemente la ciudad de El Alto y que está sosteniendo un proceso de rebelión urbana. Para que suceda todo ello se han tenido que dar un conjunto de oportunidades políticas, como es el fracaso reiterado de los distintos partidos oficialistas en la gestión municipal, el triunfo de un tipo de liderazgo contestatario y creíble en la conducción de las organizaciones regionales, el fracaso de las políticas económicas de privatización de recursos públicos, la torpeza estatal de lanzarse a un negocio de exportación de un recurso natural en torno al cual se han generado amplias expectativas sociales de soberanía y redención social y, por supuesto, la irradiación de un tipo de discurso de identidad indígena en torno al cual los alteños han podido reconceptualizar de una manera radical su condición de pobreza y su derecho a usufructuar un recurso que lo consideran como propio, como herencia social y como destino.
Es en torno al discurso indígena que la inmoral polaridad social entre ricos y pobres ha sido traducida como antagonismo entre q’aras e indígenas, entre extranjeros y originarios; es el discurso indígena el que ha permitido otorgar un justificativo histórico y una razón de compromiso activo con la recuperación de los hidrocarburos a manos de la sociedad. A diferencia de lo que sucedía en los años 50 o 60 cuando la conciencia sobre el control de los recursos naturales se asentaba en un tipo de discurso “nacionalista revolucionario” de corte movimientista, el actual nacionalismo tiene bases indígenas y la patria de las que nos habla no es la del Estado y los doctores, es la de las comunidades, de los gremios, de los Kataris, de los aymaras, de los qheswas, que se han convertido en la nueva matriz interpretativa y conductora de lo que los bolivianos habremos de entender por nación en las siguientes décadas. De ahí su contundencia pétrica, pues hurga en la memoria de los siglos el sentido de comunidad política, pero quizá también por ello la ambigüedad y temor que provoca en las clases medias que prefieren mirar con indolencia cómo es que otros entregan sus vidas por el control de un recurso, el gas, que también será usufructuado por ellos.
No en vano los indígenas rurales, que son el núcleo de esta nuevo discurso nacional indígena, han sido la punta de lanza de la actual insurrección social. Su huelga de hambre en El Alto, su bloqueo de caminos es lo que ha permitido romper las murallas urbanas que anteriormente frenaban la expansión de los bloqueos campesinos. Hoy, los bloqueos, un instrumento de lucha indígena campesino, es el principal método de lucha de los vecinos alteños. Miles de bloqueos impiden todos los accesos a los barrios; cientos de barricadas, a veces de dos metros de altura y decenas de zanjas antitanques, surcan las principales avenidas que atraviesan El Alto; las Wiphalas coronan los escombros, los insurrectos se comunican en aymara por altoparlantes y, los chicotes andinos marcan el principio de autoridad del comité de huelga que ha asumido, de hecho, la soberanía política en cada territorio. A modo de mojones de cultivo, cada junta de vecinos demarca el control de su territorio con alambres de púas y fogatas, en tanto que grupos de jóvenes, mujeres y varones, organizados en torno al mando central recorren cada uno de los lados del espacio territorial de la junta vecinal. Los cohetes y dinamitazos, junto con los golpes en los postes de luz, generan una tonalidad guerrera que mantiene en alerta a los vecinos y anuncia la llegada de tropas militares. En los barrios mas periféricos, que de hecho son barrios campesinos, el ejemplo del cuartel de Qálachaca de los sublevados de Omasuyus, es una forma de organización que se busca imitar barrialmente mediante la convocatoria de los reservistas del cuartel para formar los grupos de defensa. Al igual que los indios del campo, hoy los indígenas urbanos se han rebelado; así lo constata las consignas movilizadazoras, la compacta movilización colectiva, pero también la brutalidad de la presencia de tropas gubernamentales, el racismo de los oficiales que disparan a matar a los que consideran “unos t’aras de mierda”; y no es extraño entonces, no solo la amenaza de los vecinos sublevados de castigar a los familiares de los militares o de marchar “al sur”, donde viven las élites económicas y políticas del departamento, sino también la sublevación simbólica de los esquemas con los que los vecinos indígenas se afirman en sus actos y se proyectan en el futuro, al no encontrar un referente de vida y porvenir en la tricolor boliviana, sino en otra bandera que, a decir de un dirigente de villa Tahuantinsuyu que cuidaba una barricada de piedras y retazos de automoviles, es “nuestra verdadera bandera y la de nuestros abuelos”.
La gasolina ensangrentada
El 8 de octubre, a un mes de bloqueo de caminos de los indígenas aymaras del campo, sus hermanos y parientes urbanos, los vecinos de El Alto se lanzaron a un paro indefinido de actividades en toda la ciudad en defensa y recuperación de la propiedad del gas por los bolivianos. Antes ya habían bajado varias veces a la ciudad de La Paz, acordaron el cierre de mercados y hasta los carniceros habían decretado una suspensión de actividades. La consigna era clara y contundente: “no se vende el gas ni por Chile ni a Chile; el gas es para los bolivianos”. El paro fue total, con lo que el cerco a la ciudad de La Paz comenzaba a estrecharse. Al bloqueo de caminos en el altiplano (carretera a Copacabana, a Achacachi, a Sorata, a Camacho y Bautista Saavedra, a Tambo quemado, a Palca, A Yungas, a Quime y parcialmente a Oruro), se sumaba la paralización de la tercera ciudad más poblada del país y el cierre definitivo de la carretera La Paz- Oruro.
La débil convocatoria de la COB a la huelga general indefinida, solo acatada durante unos días por los maestros urbanos y rurales y los servicios médicos, desemboco en una marcha de mineros de Huanuni a la ciudad de La Paz que volvió a reencontrar en la carretera, no solo a mineros e indígenas, sino a ex mineros, convertidos hoy en vecinos alteños, que salieron a apoyar a sus antiguos compañeros de trabajo. La represión del día viernes 10, a unos kilómetros del centro de la ciudad de El Alto, en Ventilla, iniciara una escalada de muertes que, hasta el momento de redacción de esta nota, no termina. Dos personas morirán el viernes, otras dos y una decena de heridos el sábado, el domingo se informara de 26 muertos y más de un centenar de heridos de bala.
En el curso de la movilización, la masa experimentara, junto a su fuerza colectiva y el dominio territorial, el control de un nuevo poder, el de los carburantes, pues estos son distribuidos a El Alto y La Paz desde una planta ubicada en Senkata, a varios kilómetros de la ceja de El Alto. Conocedores de la importancia de esta centro, los vecinos de villa Santiago Segundo, de la avenida 6 de Marzo y de otros lugares, organizan un cerco a las instalaciones para impedir la salida de camiones cisterna. A pocas horas tanquetas militares ocuparan las instalaciones y algunas otras zonas estratégicas de El Alto y, al finalizar la tarde, la caravana de la muerte se deslazara por las avenidas. A su paso, caerán decenas de heridos de bala y de balines; metralletas pesadas instaladas encima de los tanques dispararan contra vecinos que blanden palos y cachorros de dinamita y, al final la resistencia de los alteños que levantaban más barricadas delante y atrás de la caravana, obligará a los militares a refugiarse en un cuartel sin haber podido llegar a la autopista.
En la ceja de el Alto se producirán nuevos enfrentamientos entre manifestantes y tropas gubernamentales, las oficinas de Electropaz y Aguas del Tunari, dos empresas extranjeras que venden los servicios de electricidad y agua serán destruidas, lo mismo que una gasolinera, en tanto que en la zona alta de Ballivián, los vecinos rodearan el regimiento 5 de policía para asediarlo durante toda la noche.
En la noche tropas militares reforzaran el regimiento policial, otro tanto, apoyada con helicópteros que disparan a las casas y las fogatas, intentara ocupar las zonas del cruce a Villa Adela, la Ceja y la autopista. Ante este intento de militarización de la ciudad, los vecinos se mantendrán en vigilia durante toda la madrugada, en la que se seguirá oyendo disparos de armas automáticas del lado de las zonas controladas por el ejercito. El día domingo será fatal. Desde muy temprano las tropas militares intentaran retomar el control de la zona alta de la autopista, de Senkata, de Rió Seco y de La Ceja. Los muertos comenzaran a llegar a las precarias postas sanitarias: jóvenes, señoras, niños con balas en los pechos y las piernas serán el tributo que cobrara el gobierno para llevar gasolina a la ciudad de La Paz.
Pero una vez pasados las cisternas, los enfrentamiento recrudecerán; primero será la zona de la plaza Ballivián y German Busch que arrojara dos muertos y varios heridos, luego Senkata con 7 muertos. A mediodía los enfrentamientos se ampliaran a Río Seco donde se producirán varios muertos y media docena de heridos. Algo parecido sucederá en la zona de Tupaj Katari, Villa Ingenio, nuevamente Villa Santiago II, La Ceja Pasankeri, y así sucesivamente.
“Que nos maten también ahora a nosotros”
Esa fue la frase de una señora que con una piedra en la mano corría detrás de una tanqueta en la zona de El Kenko. El gesto es todo un programa de acción, pues muestra cómo es que la muerte ha roto la tolerancia moral de los dominados hacia los dominantes. ¿Qué es lo que ha llevado a esta anciana a convertir el arcaísmo de una piedra en la prolongación de una voluntad social lanzada contra el moderno acero de un tanque artillado?
Por lo general la dominación se asienta en la aceptación de un margen de autoritarismo e imposición que el dominado es capaz de aceptar por parte de las autoridades. Es el margen de legitimidad que tiene el Estado para mantener el monopolio de la coerción. Sin embargo, hay un momento en que este margen de tolerancia se quiebra, en que la plebe ya no esta dispuesta a jugar una economía de mansedumbres negociadas, es el momento de la disolución del orden estatal y el contrapoder. Y ese margen de docilidad moral ha sido roto precisamente por la muerte. La muerte de vecinos, de niños ha sido la señal de la inversión del mundo mediante la cual cada familia alteña se ha sentido convocada a poner en riesgo la vida como única manera de ser digno frente a ella. A partir de ese momento en gesto de heroísmo similar a la de esos jóvenes paceños que en febrero arrojaban piedras a oficiales militares que les respondían con balas de fusiles automáticos, se apodera de una población que responderá a cada muerte y herido con un nuevo contingente de vecinos que sacará a la calle su esperanza y hallara en la piedra arrojada, la certeza de su derecho a recuperar por cualquier medio la propiedad de una riqueza que sabe que le pertenece.
La piedra es entonces aquí la constatación de una victoria moral sobre la muerte, de la sociedad sobre un Estado asesino, del porvenir sobre el conservadurismo de un régimen que se ha dedicado a medir el tamaño de su decadencia por el numero de muertos que aún es capaz de provocar en su caída.
Hoy los alteños están en sublevación; es una sublevación con palos, con banderas y piedras que enfrentan a tanques, fusiles automáticos y helicópteros. Militarmente es una masacre; Políticamente es la acción más contundente y dramática del fin de una época; históricamente es la más grande señal de soberanía que los más pobres y excluidos de este país dan a una sociedad y para toda una sociedad.
Lo significativo es que este desborde de rebelión y dignidad contra el Estado, ha comenzado a desparramarse por las laderas y cerros de la ciudad de La Paz. La Portada, Munaypata, legendarios barrios obreros, Pasankeri, barrio indígena, Alto Tacagua, la garita y todo el entorno urbano comienza a hermanarse en el sufrimiento y la consigna de la recuperación del gas con los vecinos alteños.
¿Será que este desborde de la historia llegara hasta el palacio murillo?
Alvaro García Linera