Multitud y comunidad. La insurgencia social en Bolivia. Por Álvaro García

21.Dic.05    Análisis y Noticias

Multitud y comunidad
La insurgencia social en Bolivia

Álvaro García Linera

Reformas liberales y reconstitución del tejido social

Bolivia es un pequeño país marcado por la gelatinosidad de sus estructuras institucionales y por la marginalidad en el contexto internacional pero donde, quizá por ello, ciertas cosas tienden a suceder de manera anticipada a otros lugares. En los años cincuenta, vivió una insurrección proletaria anticipándose a la irradiación del movimiento obrero que luego se daría en varias naciones del continente. Igualmente en los años sesenta se acercó con premura a la oleada autoritaria de los gobiernos militares y a fines de los años setenta abrazó la reconquista de regímenes democráticos. En 1984, cinco años antes de la caída del muro de Berlín, vivió el derrumbe del horizonte izquierdista forjado en los cuarenta años anteriores a través del fracaso de una coalición que llevó al país a una bancarrota histórica. A fines de la década de los ochenta, mientras otras naciones buscaban experimentar con gobiernos populistas una salida alternativa al estatismo y al neoliberalismo acechante, Bolivia se sumergió en un radical proceso de neoliberalización económica y cultural que llevó a toda una generación de furibundos radicales de izquierda a convertirse en furibundos radicales del libre mercado, la “gobernabilidad pactada” y la privatización.

En quince años, estas políticas produjeron grandes cambios sociales. No sólo se entregó a las empresas transnacionales el control de 35% del PIB, dejando al estado en un papel de mendigo internacional y de policía local encargado de disciplinar a las clases peligrosas, sino que, además, se modificaron los patrones del desarrollo económico. El estado productor dio paso al capital extranjero como locomotora económica, en tanto que los capitalistas locales retrocedieron al papel de socios menores, intermediarios o raquíticos inversionistas de áreas subalternas de la actividad comercial y productiva.

Esto ha llevado a conformar un sistema productivo “dualizado”[1] entre un puñado de medianas empresas con capital extranjero, tecnología de punta, vínculos con el mercado mundial, en medio de un mar de pequeñas empresas, talleres familiares y unidades domésticas articuladas bajo múltiples formas de contrato y trabajo precario a estos escasos pero densos núcleos empresariales. En estas infinitas y diminutas actividades productivas y comerciales, las relaciones laborales son precarias, los contratos temporales, la tecnología escasa y la clave del sostenimiento económico radica en la creciente extorsión de las fidelidades parentales en una gigantesca maquinaria de mercantilización híbrida del trabajo infantil, de ancianos, mujeres y de familiares.

Abandonando el ideal de la “modernización” vía la sustitución de las estructuras tradicionales urbanas y campesinas, el nuevo orden empresarial ha subordinado el taller informal, el trabajo a domicilio y las redes sanguíneas de las clases subalternas a los sistemas de control numérico de la producción (industria y minería) y los flujos monetarios de las bolsas extranjeras (la banca). El modelo de acumulación ha devenido así en un híbrido que unifica en forma escalonada y jerarquizada estructuras productivas de los siglos XV, XVIII y XX a través de tortuosos mecanismos de exacción y extorsión colonial de las fuerzas productivas domésticas, comunales, artesanales, campesinas y pequeño empresariales de la sociedad boliviana.

Esta “modernidad” barroca ciertamente ha reconfigurado la estructura de las clases sociales en Bolivia, las formas de agregación de los sectores subalternos y las identidades colectivas.

En estos quince años, a la par de la desintegración de los grandes centros obreros (mineros y fabriles), que concentraban elevados contingentes de asalariados con contrato fijo en un sistema de ascensos internos fundado en la autonomía obrera, la antigüedad y la transmisión paulatina de saberes de las generaciones más antiguas a las nuevas, hemos visto desaparecer de escena a la Central Obrera Boliviana, que desde 1952 condensaba las características estructurales del proletariado (unidad por centro de trabajo), de su subjetividad (previsibilidad del futuro debido al contrato indefinido), de la ética colectiva (mejoras en función de acción sindical legitimada por el estado). La condición obrera de clase y la identidad de clase del proletariado boliviano han desaparecido junto con el cierre de las grandes concentraciones obreras y, con ello, la muerte de una forma organizativa con capacidad de efecto estatal en torno a la cual se aglutinaron durante treinta y cinco años otros sectores menesterosos de la ciudad y el campo.

Frente a ellos, ha surgido una estructura obrera numéricamente mayor a la de hace décadas, pero materialmente fragmentada en diminutos talleres legales y clandestinos, formas de contrato eventualizadas, temporales, sistemas de ascenso fundados en la competencia y sindicatos carentes de legitimidad ante el estado. Está surgiendo entonces una nueva forma de vasta proletarización social pero sin arraigo organizativo, atravesada de profunda desconfianza interna, con mentalidad precarizada y a corto plazo por el nomadismo de los jóvenes obreros que tienen que combinar el pequeño comercio, el contrabando, el trabajo asalariado o el trabajo agrícola según las temporadas y las necesidades.

Igualmente, en el campo, el libre comercio ha abierto de manera dramática las tijeras de los precios de productos agrícolas e industriales incrementando la transferencia de trabajo impago de la ciudad al campo, pero además, debido a la nueva legislación agraria y a la flexibilización laboral, las unidades comunal-campesinas están sufriendo un cerco que redobla su anclaje en la economía de autosubsistencia arruinada y una economía de mercado que la desangra. Esta muralla estaría dada por la imposibilidad que se le ha impuesto de ampliar, como lo venía haciendo desde hace décadas, la frontera agrícola campesina del altiplano hacia los llanos del oriente. Antes, debido a la presión demográfica en el occidente donde la posesión familiar ha sido reducida a unos pocos metros cuadrados, miles de familias campesinas se dirigían al oriente para sembrarlas bajo modalidad de economía de autosubsistencia. Hoy, miles y miles de hectáreas han sido concedidas a hacendados y ya no existe tierra de “colonización”. Pero además, la posibilidad de un tránsito exitoso del campo (donde se concentra todavía cerca de 45% de la población del país) hacia la ciudad, ahora también se halla bloqueada por la precariedad laboral y el libre comercio que literalmente ha arruinado a miles y miles de pequeñas actividades informales, artesanales e industriales que anteriormente cobijaban a la fuerza de trabajo migrante del campo. Las grandes movilizaciones urbano-rurales del último año hallan en estos procesos de reconfiguración técnica de las clases sociales su condición de posibilidad.

Los temblores de abril: la forma multitud

La fortaleza y legitimidad de las reformas neoliberales son directamente proporcionales a la desorganización social. La precariedad, la erosión del estado de bienestar, la desterritorialización[2] social, el fundamentalismo del libre mercado, el fatalismo ideológico, son precisamente técnicas de disuasión y de desarticulación de las estructuras sociales que permiten la consolidación del poder económico, político y cultural de unas élites desarraigadas y frívolas.

Pero he ahí que lo que inicialmente produjo desorganización de la sociedad, de una manera lenta, compleja pero ascendente, está dando lugar a una nueva composición de los movimientos sociales y a una descomposición de las élites gobernantes, de sus sueños y su proyecto excluyente.

De la fragmentación urbana de los pequeños talleres, de una juventud sin horizonte de previsibilidad, de unas redes sociales arrinconadas a la gestión de la vida barrial, ha nacido una forma de unificación social, la forma multitud, que es una forma de deliberación democrática y de soberanía política que ha modificado el escenario del porvenir del neoliberalismo. Unificándose en un gran tejido local, luego regional y por último departamental, estas redes locales, barriales, campesinas, artesanales, urbanas han logrado estructurar un gigantesco movimiento de autonomía política y cultural capaz de expulsar a una empresa extranjera que iba a privatizar los recursos hídricos, reconocer y consagrar en la ley los usos y costumbres tradicionales en la gestión del agua, disolver la clientelización partidaria y crear un tipo de poder político temporal que sustituyó al estado en la gestión social durante cinco días en la tercera ciudad y departamento del país. La Coordinadora del Agua, que es el nombre que ha adoptado esta forma de interunificación, es una organización que agrupa a los pocos y antiguos sindicatos formados por centro de trabajo, pero además reúne a otras formas territoriales, urbanas, juveniles y campesinas en torno a objetivos claros y mediante mecanismos de deliberación democrática característicos de los sectores populares como las asambleas locales y los cabildos donde se encuentran miles de jóvenes obreros, desocupados, campesinos, artesanos, pequeños comerciantes, vendedores, sindicalistas, cocaleros, jóvenes estudiantes, profesionales, etcétera.

A través de esta forma de multitud actuante, la fractura social que llevó a la COB a su extinción comienza a ser revertida en función de las nuevas características que ha asumido la estructura laboral urbana: interunificación de redes barriales, juveniles, campesinas y obreras de oficio en torno a la política de las necesidades vitales (agua, tierra, luz, servicios básicos, trabajo, etcétera) que son ahora los nuevos objetivos de privatización y exacción social.

La rebelión indígena de septiembre

Por su parte, la rebelión indígena en el altiplano también tiene como antecedente inmediato la reconfiguración de la sociedad y el estado en las últimas décadas. Junto con las comunidades campesinas de los valles que también se movilizaron en abril y septiembre, las del altiplano son estructuras productivas, culturales y de filiación que combinan modos de organización tradicionales con vínculos con el mercado, la migración urbana y pausados procesos de diferenciación social interna. La tenencia de la tierra combina formas de propiedad familiar con la comunal; los sistemas de trabajo asentados en la unidad doméstica mantienen formas no mercantiles de circulación de la fuerza de trabajo y de la laboriosidad colectiva para la siembra y la cosecha. El sistema ritual y de autoridades locales vincula la responsabilidad rotativa de cada familia en el ejercicio de la autoridad sindical y el ciclo de celebraciones locales con la legitimidad y continuidad de la tenencia familiar de las tierras de cultivo y pastoreo. Si bien es creciente la parte del producto familiar que se incorpora al mercado y del consumo que se necesita complementar con productos urbanos, no estamos ante campesinos plenamente mercantilizados. No existe un mercado de tierras; la fuerza de trabajo no ha sido mercantilizada internamente y más de la mitad de las necesidades de reproducción comunal son autoabastecidas. De ahí su posición social como comunarios y no como campesinos, que supone ya la mercantilización de la producción, del consumo, y la privatización parcelada de la tierra.

Las reformas estructurales de los últimos años han limitado enormemente la diversificación de las estrategias familiares que articulaban el trabajo en la ciudad, la venta de productos agrícolas, el comercio informal con la ocupación de nuevas tierras. La precarización laboral y la contracción del comercio interno han cercenado la posibilidad de ingresos monetarios estables, en tanto que la apertura de las fronteras ha arrinconado a los precios agrícolas de los comunarios a una baja sistemática, de tal manera que hoy se requiere un mayor volumen de productos agrícolas para obtener los mismos productos industriales de consumo interno (azúcar, arroz, fideo, harina, ropa, etcétera).

Sin embargo, la suma de estos condicionamientos no es suficiente para desatar rebeliones. La miseria y la falta de oportunidades por lo general engendran una miseria espiritual predispuesta a mesianismos religiosos o populistas. Las rebeliones sociales como la del altiplano son, en cambio, procesos de autounificación comunitaria portadores de proyectos políticos con alto grado de autonomía cuya producción requiere de otros componentes que hunden su raíz en la memoria colectiva y en su capacidad de proyectar horizontes de acción racionalmente fundados en la historia colectiva, o, al menos, en lo que ellas imaginan que es su historia.

La rebelión aymara del altiplano precisamente ha podido acontecer porque allí se han agolpado penurias contemporáneas con herencias históricas y representaciones de la vida que leen el pasado, que significan el mundo vivido como un hecho de dominación colonial que debe ser abolido. De ahí la profunda carga política de la acción de las comunidades pues en su acción, en sus simbolismos, en su discurso corporal y en su manera de escindir el mundo entre q’aras y aymaras hay toda una recuperación de la historia, una denuncia del racismo interno que acompaña la vida republicana y una propuesta de democratización del poder, de lo público, de la producción de lo común.

En Bolivia, la colonización estructuró dos repúblicas: la de indios y la de españoles, ambas con legislaciones separadas, pero también con funciones sociales diferenciadas: las tierras, el poder político, la cultura y el idioma legítimos, el control de las minas, las empresas y los negocios pasaron a manos de los españoles; en tanto que el trabajo servil, el tributo, la obediencia, el lenguaje proscrito, los dioses clandestinos y la cultura estigmatizada quedaron en manos de los indios. La colonización de América, como toda colonización, fue un hecho de fuerzas que establece una división entre dominados y dominantes, entre poseedores y desposeídos; pero con la diferencia de que la “naturalización” de este brutal hecho de fuerzas, su legitimación, su lectura y justificación se hacen a nombre de la diferencia de culturas (”unas más aptas para el gobierno y otras para la esclavitud”), o a través de las religiones (”unas más civilizadas y otras profanas”), o a través de la diferencia de razas (”unas más humanas y racionales que las otras”).

De ahí que toda colonización sea también discursiva y simbólicamente una “guerra de razas”. La propia modernidad con sus divisiones sociales es una continuidad de esta guerra de razas.[3] La república boliviana nació bajo estos fuegos que consagraban prestigio, propiedad y poder en función del color de piel, del apellido y el linaje. Los procesos de democratización y homogeneización cultural del último siglo, lejos de abolir esta segregación, la han ampliado a toda la vida institucional, eufemistizándola detrás de un supuesto mestizaje de utilería que se ha derrumbado no bien los llamados “indios” se han cansado de quejarse y han impuesto con la fuerza de los hechos, en un gigantesco bloqueo, el derecho a la igualdad.

Bolivia, a pesar de las reformas liberales, la globalización de las élites y los McDonald’s de las mediocres clases medias, sigue siendo colonial y posee un estado que ha institucionalizado el racismo. Como en el siglo XVI, un apellido de “alcurnia”, la piel más blanca o cualquier certificado de blanqueamiento cultural que borre las huellas de indianidad cuenta como un plus, como un crédito, como un capital étnico que lubrica las relaciones sociales, otorga ascenso social, agiliza trámites, permite el acceso a los círculos de poder. La rebelión ha puesto este privilegio de linaje en discusión y de ahí el pavor de las clases adineradas. La enunciación práctica de que esos indios existen, tienen poder, tienen historia y son una nación ha creado de facto la emergencia de un nacionalismo indígena aymara como forma de superar el colonialismo republicano. Está claro que a partir de ahora ya no puede haber un porvenir de Bolivia que no tome en cuenta el nacionalismo aymara y su apetencia de igualdad que fácilmente pudiera devenir en exigencia de autonomía.

La tecnología de la rebelión: la forma comunidad

El levantamiento aymara de septiembre-octubre no sólo ha sido una explosión de descontento, ni siquiera un recordatorio de que Bolivia es un país donde están dominadas otras naciones. Ha desplegado de una manera intensa una serie de mecanismos de movilización social que, al igual que lo que sucedió en abril en la ciudad de Cochabamba, marcan pautas y tendencias para una regeneración de la política y el buen gobierno en el país.

1. Sustitución del poder estatal por un poder comunal suprarregional descentralizado en varios nodos (cabildos)

A pocos días de la movilización, el sistema estatal de autoridades (subprefecturas, alcaldías, retenes policiales, administración estatal) fue disuelto y remplazado por un complejo sistema de autoridades comunales (denominadas dirigentes sindicales, pero que en verdad funcionan bajo la lógica comunal de la responsabilidad pública rotativa ligada a la legitimidad de la tenencia familiar-comunal de la tierra). Este armazón de poder alternativo tenía a las asambleas de comunidad (sindicato campesino) como punto de partida y soporte de la movilización. Es aquí donde se toman las decisiones y no hay fuerza capaz de movilizarlas que no sea el convencimiento asambleísticamente decidido de la justeza de la demanda.

Por encima de él, los representantes de decenas de comunidades (subcentrales); por encima de ellas, representantes de varias subcentrales agrupados en una federación provincial que es el nivel organizacional hasta donde llega el control de las bases comunales sobre la acción de sus dirigentes, pues son miembros que siguen labrando las tierras en sus comunidades. En esta red recayó la capacidad de movilización de las cerca de diez provincias paceñas que concentran la mayor parte de la población aymara rural del país.

Dado que el bloqueo dio lugar a la formación de grandes concentraciones, se formaron cuatro cabildos interprovinciales que llegaron a agrupar cada uno hasta 25 mil comunarios que deliberaban permanentemente, al margen de que otros se mantenían en los bloqueos a lo largo de los cientos de kilómetros de las carreteras que confluían a la ciudad de La Paz. Como fruto de estos cabildos, se formaron Comités de Bloqueo con representantes destacados de las zonas más aguerridas y movilizadas y que constituyeron el auténtico estado mayor de la movilización, en tanto coordinaba a las comunidades de base con los dirigentes máximos que se movían por otras provincias o se hallaban en la ciudad para entablar las mesas de negociación con el gobierno. Y por último, Felipe Quispe, cuya autoridad indiscutible respecto a los aymaras movilizados recaía en su gran capacidad de entender las demandas colectivas de dignidad y autonomía indígena.

Durante los dieciocho días, nada se movía, nadie transitaba por los caminos y ninguna decisión se tomaba si no era a través de estas redes de poder que ocuparon carreteras, pueblos intermedios y medios de comunicación. En los hechos, la autoridad territorial de la zona de rebelión se desplazó del estado a las estructuras sindicales de la comunidad y a sus cabildos.

2. Sistema comunal productivo aplicado a la guerra de movimientos

La posibilidad de que tanta gente pueda mantenerse por tantos días en las carreteras se sostuvo en el sistema de “turnos”, mediante el cual cada veinticuatro horas la gente movilizada de una comunidad es sustituida por la de otra comunidad a fin de permitir que la primera descanse, se dedique durante unos días a sus faenas agrícolas y regrese nuevamente a la movilización cuando le toque su “turno”. Por cada cien personas movilizadas en uno de los cientos de bloqueos hay un círculo de otras mil o dos mil personas que esperan su turno para desplazarse. De ahí el cálculo conservador de que sólo en el altiplano se movilizaron cerca de 500 mil comunarios.

La logística del bloqueo estuvo también asentada en las propias comunidades. Cada grupo movilizado traía su alimentación comunal que luego era juntada con las de otras familias y comunidades en un apt’api que consolidaba solidaridades y cohesionaba a través del alimento lo que se venía haciendo en la guerra.

Por otra parte, la técnica de bloqueo que inviabilizó cualquier intento de desbloqueo militar fue el traslado de la institución del trabajo comunal, en el que todas las familias laboran colectivamente la tierra de cada una de las familias, al ámbito guerrero. A lo largo de los caminos, unas poderosas máquinas humanas productivas se ponían en movimiento sembrando de piedras y tierra cada metro de asfalto. No bien pasaban los tractores y los soldados, esta poderosa fuerza productiva agrícola que permite la roturación o la siembra en corto tiempo, ahora servía para tapizar la carretera de infinitos obstáculos.

Objetivamente, los comunarios aymaras ocuparon militarmente el espacio y ejercieron su soberanía sobre él a través del tensamiento de instituciones comunales, tanto políticas y económicas como culturales. El estado, mientras tanto, ahí donde asomaba la cara, lo hacía como un intruso inepto a quien la geografía y el tiempo se presentaban como fuerzas ajenas e incontrolables. La única manera de querer conjurar esta soledad fue a través de las muertes que lo arrojaban a una mayor adversidad pues, con el recuento de los muertos, los aymaras comenzaron a proponerse desalojar los cuarteles que se hallan construidos en las provincias rebeldes. En términos militares, el estado perdió la iniciativa; perdió el control del tiempo, perdió el control del territorio y fracasó en su intento de represión. Esta derrota militar del ejército estatal es un acontecimiento que seguramente también marcará los siguientes pasos que emprenda el movimiento indígena en la construcción de su autonomía política.

3. Producción de una moral pública de responsabilidad civil

La pedagogía de democratización de la vida pública, en este caso del cerco a la ciudad, fue sin duda extraordinaria. Todos los componentes de lo que se denomina “democracia deliberativa” estuvieron resentes, pero no como complemento del estado de derecho como lo hubiera deseado Habermas,[4] sino precisamente como interpelación a un estado que ha institucionalizado la desigualdad. Entre estos componentes vemos: a) los cabildos y las asambleas que funcionaron como organismos públicos de intercambio de razones y argumentos del que nadie estaba excluido, ni siquiera los funcionarios estatales, pero como iguales al resto de los comunarios indígenas; b) los participantes ejercieron un principio de soberanía en la medida en que no obedecían a ninguna fuerza externa que no fuera la decisión colectivamente acordada por todos; c) las deliberaciones entre iguales se sustentaron en movimientos sociales (las comunidades movilizadas) portadores de una moral de responsabilidad pública (local). Ahora, es cierto que en estos modos de democratización cuenta el carácter obligatorio de la participación de todos en las decisiones que han sido tomadas por todos. Esto tiene que ver con la preponderancia de lo común por encima de lo individual en las estructuras sociales tradicionales. Sin embargo, las asambleas buscan ante todo la producción de consenso a través de largas sesiones de mutua persuasión; y si bien no falta la formación de disensos minoritarios, estas minorías no pierden su derecho a la voz disidente y a aprobar en una nueva asamblea un cambio en la correlación de fuerzas.

En términos generales, la importancia de la rebelión de abril y de septiembre es mucho más que la carga de descontento que ha aflorado en la sociedad. Es, por sobre todo, la reconstitución de un tejido social capaz de proponer formas alternativas de democratización de la vida pública, formas de autorganización que devuelvan a la sociedad el control de sus facultades políticas; en fin, formas de autogobierno plebeyo y comunal capaces de arrebatar el monopolio de lo público a unas élites empresariales fracasadas que pese a sus promesas han llevado a la nación a la bancarrota.

Pero además, es de esperar que estos destellos de lucidez civil anuncien una nueva ola de iniciativas sociales por la democratización y la igualdad ciudadana tan maltrecha en el continente.