Zapatismo: La rebelión del erizo

21.Dic.05    Análisis y Noticias

Por Hugo Montero
Revista Sudestada
http://www.revistasudestada.com.ar

Casi doce años han pasado desde la insurrección indígena y campesina en Chiapas y muchas cosas han cambiado. Nuevas prácticas y viejas discusiones se entremezclan. Debates teóricos y ejemplos concretos se desprenden de la gesta del EZLN en la Selva Lacandona. “Es que el planteamiento político zapatista es un erizo. Por donde lo agarres te espina”, explica Marcos. En este artículo la intención es aportar una mirada sobre ese erizo con forma de rebelión popular que sacudió al mundo desde 1994, y también marcar las últimas noticias que llegan desde las montañas del sureste mexicano.

1.La bruma, de madrugada, los ve pasar. Los conoce. Sigilosos, rápidos, miles, surcan las fronteras de la bruma. Son sombras que llegan de la selva. Un ejército de sombras sin rostro, sin voz, elude el cerco húmedo de la madrugada. Y van armados. En el límite exacto entre un pasado de conquista y saqueo y un futuro que ya no los espera; en el umbral del silencio interminable y el tronar de las balas, que ya llega, un ejército de sombras rompe la bruma y busca las luces de las ciudades, allá abajo. Atrás, la selva, quinientos años de miseria y explotación. Adelante, un país que hace mucho eligió olvidarlos. Ni siquiera los desprecia ya: apenas los ignora.
Ese puñado de sombras no tiene voz, pero tiene nombre: se hace llamar Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y en ese nombre surge como un estigma el fantasma de Emiliano Zapata. Qué curioso: un fantasma es bandera que empuñan miles de sombras. Sombras que no tienen rostro, pero son miles: son tzotziles, tzeltales, choles, tojolabales, mames, zoques, jalatecas, y también mestizos. Son la sangre de esa tierra pobre, son sombras sin futuro. No hay lugar para ellos en el selecto banquete del poder, en el negocio de las corporaciones que los hipócritas bautizan con el eufemismo de Tratado de Libre Comercio de América del Norte, o NAFTA.
Allá van, a su cita con la historia. La bruma, de madrugada, los ve pasar. ¿No saben, acaso, que la historia ha terminado? ¿Ignoran su destino inexorable de mártires? ¿Es que nadie les comunicó que el poder no los ve, no los oye, que a nadie le importan?
En la madrugada del primer día de 1994, el estado de Chiapas (que en lengua tapetchia, significa cerro de la batalla), el más pobre de toda la geografía mexicana, estalla a los ojos del mundo. Allí, en ese ignoto rincón del planeta, una insurrección indígena y campesina, comandanda por una guerrilla armada, toma por asalto siete cabeceras municipales (San Cristóbal de las Casas, Las Margaritas, Altamirano, Oxhuc, Huixtán, Chanal y Ocosingo) de ese suroriental estado, difunde su proclama y le declara la guerra al gobierno federal y a su ejército.
La noticia llueve en los teletipos como gigantesca paradoja: el mismo día, el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI), encabezado por Carlos Salinas de Gortari, festeja el ingreso de México al NAFTA, el acuerdo que habría de llevar a ese país al primer mundo en un viaje sin escalas. El mismo día, muy lejos de los brindis por la integración comercial con Estados Unidos y Canadá, desde las entrañas profundas de la tierra, brota el símbolo del fracaso capitalista y neoliberal: son hombres y mujeres, son indígenas y campesinos, son sombras y sangre de esa tierra. Son, todos, un erizo de enormes proporciones, que incomoda, que molesta, que no entiende lo relevante del negocio con el vecino del norte. Son un erizo que espina al PRI con la figura de Zapata como símbolo, que denuncia sus turbios acuerdos, que se propone luchar para existir. No tienen voz, pero escriben: “Nosotros, hombres y mujeres íntegros y libres, estamos conscientes de que la guerra que declaramos es una medida última pero justa. Los dictadores están aplicando una guerra genocida no declarada contra nuestros pueblos desde hace muchos años, por lo que pedimos tu participación decidida apoyando este plan del pueblo mexicano que lucha por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. Declaramos que no dejaremos de pelear hasta lograr el cumplimiento de estas demandas básicas de nuestro pueblo formando un gobierno de nuestro país libre y democrático” ( 1).
El EZLN, en ese primer comunicado, intima a “los otro poderes de la Nación” a deponer al dictador Salinas, llama a “avanzar hacia la capital del país venciendo al ejército federal mexicano, protegiendo en su avance liberador a la población civil y permitiendo a los pueblos liberados elegir, libre y democráticamente, a sus propias autoridades administrativas” y se prepara para la guerra.
Ahora es tiempo de balas y de fuego.

2. De todas las puertas que en materia teórica fue abriendo a su paso el zapatismo en todos estos años, detengamos nuestra curiosidad en dos de ellas. Otra vez aquí, la metáfora del erizo vuelve a presentarse. Un erizo que huye de la prisión de las definiciones categóricas, que espina ante la amenaza del primer determinismo y que elude con habilidad las redes del dogma. Las puertas en cuestión son, a su vez, umbrales de viejas discusiones, hoy renovadas por los hechos: hablamos, en primer lugar, del problema del poder y, en segundo, de la figura abstracta del “sujeto revolucionario”.
Uno de los alfiles ideológicos que caracterizó desde un principio al zapatismo fue la negación de la toma del poder como objetivo político. Al decir de Marcos: “Nuestro quehacer político no es tomar el poder. No es tomar el poder por las armas, pero tampoco por la vía electoral o por otra vía. (…) En nuestra propuesta política, nosotros decimos que lo que hay que hacer es subvertir la relación de poder, entre otras cosas porque el centro del poder ya no está en los estados nacionales. De nada sirve, pues, conquistar el poder. Un gobierno puede ser de izquierda, de derecha, de centro, y finalmente, no podrá tomar las decisiones fundamentales” ( 2).
Aquí, en esta definición tajante (para todos aquellos que afirman que la “indefinición” y la “ambigüedad” del EZLN es su principal fortaleza), el erizo se yergue en todo su potencial. Espina a los dogmáticos supuestamente marxistas, que se apresuran en minimizar la insurrección chiapaneca a partir del discurso de su portavoz (aunque no hay nada menos marxista que caracterizar la identidad de un movimiento según la mirada discursiva -siempre estratégica- que asumen los protagonistas de sí mismos y con la cual eligen presentarse públicamente). Espina también, a su modo, a la confusa “nueva izquierda”, nacida al calor de los movimientos anti-globalización, que, desesperada en su afán por forzar una teoría que permita definir lo heterogéneo de sus prácticas y sus actores, otorga a las palabras de Marcos la medida perfecta para los pliegues de su bandera supuestamente “superadora” y, mejor aún, “moderna”. Los dogmáticos se apresuran a terminar la discusión: “¿No se proponen tomar el poder? Ah, entonces son reformistas”. Los modernos en cambio, niegan la vieja dicotomía entre reforma o revolución, claro, y plantean que el poder corrompe, que empuja a los movimientos liberadores al callejón del totalitarismo, y utilizan para ello a las experiencias frustradas del viejo campo socialista como ejemplo.
En principio, negar la existencia de la dualidad entre un proyecto reformista y otro revolucionario no sólo representa un absurdo, si no que, principalmente, tiene por objeto desvanecer del debate, con claridad, una de esas dos opciones (la revolucionaria, claro) en virtud de toda una larga lista de sandeces posmodernas que nos cansamos ya de escuchar en todos estos años y que podríamos sintetizar bajo el concepto del “posibilismo”. Desde esta mirada, como no hay oposición posible al poder constituido, todo lo “posible” se reduce a la búsqueda de reformas dentro del sistema capitalista, y todo aquello que propugne una modalidad radical de cambio pertenece a la mentira del pasado. A la derrota.
No es por la arquitectura de sus formas que el zapatismo asume un lugar en la contienda histórica entre reforma y revolución, si no por la relación dialéctica entre los hechos concretos (primero como fuerza militar liberadora y, después, como fuerza política negociadora y, a la vez, constructiva) y el contexto histórico en el que se desarrollaron.
Por eso, y más allá del discurso, incluso más allá de la línea política desarrollada por su dirección, el papel jugado por el EZLN desde 1994 merece revisarse a partir de esa relación entre hechos y contexto.
Con respecto al problema del poder, el zapatismo lo resuelve con una variante: no se busca cambiar un poder por otro, si no la eliminación de todo tipo de relaciones de poder. “Nosotros no proponemos un modelo económico determinado. Digamos que la propuesta zapatista tiene más que ver con el sentido ético de la política que con una propuesta de gobierno que finalmente es la que presentaría un partido político. El zapatismo se separa de los movimientos revolucionarios tradicionales. No queremos el poder. Queremos que se respete la igualdad y, a la vez, la diferencia” (3), señala Marcos.
Ahora bien, de todas las preguntas que surgen a partir de este concepto-objetivo defendido por el EZLN, una de ellas se impone (y no es nueva): ¿Es posible la viabilidad del cambio propuesto por el zapatismo dentro del sistema capitalista? Otras se desprenden de la anterior: ¿Es posible la educación, la salud, el trabajo, la justicia, la tierra y la libertad en un sistema que apuesta a la explotación como forma de subsistencia, a la exclusión como precio a pagar, a la impunidad como práctica cotidiana, al hambre y a la ignorancia como herramienta de sumisión? ¿La renuncia a la lucha por el poder no infiere que el poder permanezca en manos de los mismos que explotan, saquean y matan en México y en cada rincón del mundo? ¿Desestimar la lucha política con el Estado como objetivo no es resignarse a esperar un gesto de buena voluntad (digamos, reformas) de los asesinos, de los comerciantes, de los poderosos? ¿Sostener una suerte de implosión social que contemple una profunda transformación revolucionaria es factible sin un gobierno revolucionario?
Ahí están las preguntas que va dejando por el sendero el zapatismo, y son muchas más. Ahí está el erizo, siempre espinando las respuestas, huyendo de las soluciones rápidas y, de paso, caminando su propia historia.

3. Los doce días que demoró en dictarse el alto el fuego cambiaron la historia mexicana. La respuesta del gobierno del PRI fue un intento por aniquilar el foco insurreccional con toda la celeridad posible, llegando incluso a bombardear la zona. Sin embargo, el costo era muy alto: el levantamiento armado había surgido en el peor (mejor) momento posible. La inminencia de la puesta en marcha del NAFTA, el período preelectoral con la amenaza de un nuevo fraude en el horizonte y una gravísima crisis interna en el PRI que, semanas después, provocaría el asesinato del candidato presidencial, Luis Colosio, y más tarde el del secretario general del partido, José Ruiz Massieu.
Con el gobierno atado de manos, la respuesta del pueblo mexicano fue exigir un alto el fuego y exigirse, también, escuchar por primera vez las voces de los que nunca tuvieron voz. Los ojos de México se abrieron, por primera vez en mucho tiempo, al problema indígena. Y, finalmente, la respuesta del EZLN también fue otra, sorpresiva: tuvo que disponerse a negociar sus reclamos por la presión de la sociedad. “Nosotros pensábamos que el pueblo o no nos iba a hacer caso o se iba a sumar a nosotros para pelear. Pero no reacciona de ninguna de las dos maneras. Resulta que toda esa gente, que eran miles (…), no quería alzarse con nosotros, pero tampoco querían que peleáramos, y tampoco querían que nos aniquilaran. Querían que dialogáramos. Eso rompe todo nuestro esquema y acaba por definir al zapatismo” ( 4), señala Marcos. Es decir, la actitud del resto de la sociedad mexicana obliga al zapatismo a repensar toda su estrategia, lo obliga a proponer un diálogo con el gobierno y le niega su voluntad de avanzar militarmente hacia la capital.
La historia de las negociaciones con el PRI puede calificarse como el relato de un fracaso anunciado. Jamás el gobierno federal, pese a las reuniones interminables y a los frágiles acuerdos alcanzados, respetará la voluntad de los alzados. Y mientras tanto, mientras lava su imagen represiva y se muestra ante el mundo como un gobierno que apuesta al diálogo, dispone una constante y sanguinaria guerra de baja intensidad contra los focos de resistencia del EZLN. Fuerzas paramilitares cumplen su papel en connivencia con el ejército y hostigan los campamentos zapatistas, violando las normas de la negociación, en busca de la reanudación formal de las hostilidades.
“El momento militar ya se dio, ahora es el momento de la política, y en eso estamos”, aseguraba Marcos. Era el tiempo de la palabra para el EZLN, que comenzará entonces a desplegar todo su arsenal metafórico en cada documento público, a abrir sus brazos a la curiosidad internacional (solidaridad que le permitió un resguardo ante la amenaza del fin de la tregua) y a disponer de los medios de comunicación con una habilidad innegable: generando impactos cada tanto, amparándose en el silencio otras veces, y proponiendo llamamientos para diversos encuentros con la Selva Lacandona como escenario.
Era el momento de la palabra como arma y de la consolidación política del movimiento como referencia para todo México…