Indios y q´aras: la reinvención de las fronteras internas
Álvaro García Linera
Julio de 2001
La soledad indígena
Alguna vez Zavaleta hablo de la “soledad obrera”, refiriéndose a la orfandad social en la que se encontró el movimiento obrero a medida que se alejaba de su adscripción al Estado nacido de la insurrección de abril de 1952. En ese momento de reconstitución de la autonomía de clase, su aislamiento se producía fundamentalmente respecto a la mayoritaria masa campesina anclada en una sólida fidelidad hacia el pacto social movimientista. Este aislamiento, será roto a fines de los años 60 cuando los sectores medios urbanos se radicalicen y, posteriormente, cuando emerja el movimiento indígena campesino que, en torno a la reivindicación de la identidad étnica-nacional, lograra romper los lazos de hegemonía estatal y trabajar políticas de acuerdos con el movimiento obrero sindicalizado.
La actual soledad social en cambio, ya no tiene al proletariado como a su protagonista. No es la belicosidad de los obreros mineros y fabriles el que se distancia de los mecanismos de gobernamentabilidad, pues como movimiento social él apenas se halla en una lenta y dolorosa reconstrucción de su nuevo tejido interno. El grupo social que ahora esta conmoviendo la estructura estatal es el de los indígenas aimaras del altiplano y los valles adyacentes. Desde el año 2000, han retomado un protagonismo político que ha cuestionado no solo la estabilidad del sistema de partidos políticos sino que ha replanteado el significado de lo que se ha de entender como democracia y republica en las siguientes décadas.
La fuerza del lenguaje y de la movilización indígena ha reconfigurado las fronteras de las representaciones de los grupos sociales legítimos al sustituir las antiguas divisiones discursivas dominantes (proletarios/burgueses; ciudadanos/marginales; modernos/tradicionales), por otras (indios/q´aras; aymara-qhechuas/mestizos).
Este discurso performativo que ha transmutado el campo de las identidades colectivas mediante la exhibición de la herida colonial, ha permitido la condensación de intensas pasiones sociales y el rescate de una memoria colectiva indígena de larga data con gran capacidad de movilización. Sin embargo, esto que constituye la fuerza de la radical interpelación estatal, ha sido a la vez condición de posibilidad de la actual soledad del movimiento indígena. Claro, si bien esta forma de producir las divisiones y las fronteras sociales es la que permite anudar la falla estructural de la formación republicana, existen otras identidades colectivas de fuerte raigambre histórica, como la obrera, la popular urbana, etc., que no son directamente abarcadas por el discurso indianista o, por lo menos, que no han sido suficientemente integradas a esa manera de estructurar los grupos sociales.
Estas otras adscripciones colectivas relativamente institucionalizadas en gremios, o sindicatos (COB, cocaleros, etc.), si bien se hallan profundamente debilitadas por los cambios en la estructura material de la condición de clase, por inercia mantienen un amplio margen de influencia, sino de movilización, al menos de organización y discurso. Y si bien durante octubre del 2000 y mayo del 2001 estuvieron dispuestas a encumbrar al liderazgo indígena aymara en la conducción de las movilizaciones, no lo hicieron porque hallaron en ella un liderazgo que integraba sus demandas, como antiguamente lo hacia el proletariado minero, sino porque era portadora una fuerza de presión y de organización capaz de confrontarse exitosamente con el estado. En este sentido es que se puede hablar que el movimiento indígena-campesino en estos meses ha tenido la capacidad de despertar apoyos efímeros de otros sectores sociales, pero no así de generar un hegemonía política dentro de las clases subalternas organizadas de las ciudades y del campo valluno y oriental.
De ahí que las dubitaciones acerca del bloqueo de mayo expresadas por el Secretario Ejecutivo de la CSUTCB, el Mallku, las antiguas divisiones campesinas renovadas con recursos estatales (la fracción de Alejo Veliz y Choque), las disputas de liderazgos regionales (Evo Morales), la influencia mediática de ideólogos filo-movimientistas alarmados por el derrumbe del proyecto estatal de cooptación (ley de participación popular), y la ausencia de una política personalizada de formación de alianzas y confianzas del Mallku hacia otros movimientos sociales, han permitido acentuar las distancias sociales y las limitaciones de la irradiación discursiva indígena.
Paradójicamente ha resultado entonces que, mientras que en septiembre del año pasado, con demandas estrictamente vinculadas a necesidades vitales de la reproducción indígena agraria, el entorno de apoyo social se expandió a las ciudades entre clases populares y medias, hoy, enarbolando demandas que abarcan a la totalidad de sectores sociales urbano-rurales subalternos, los indígenas aymaras, como los obreros de hace 30 años, se han quedado solos en su confrontación contra el estado.
“Es una raza de mierda”
Aunque la decisión del actual bloqueo de caminos se la tomo en un ampliado de la CSUTCB el domingo 17 de junio y en un masivo el ampliado de la Federación de La Paz (FSUTCLP-TK), el lunes 18, una muralla informativa que iba desde los ministros de estado, la oposición, los formadores de opinión y fracciones rivales, desahuciaron la medida. Ciertamente, no era el mejor momento puesto el resto de las fuerzas sociales estaban agotadas, el gobierno había retrocedido en los Yungas y tampoco se emprendió previamente un trabajo sistemático de preparación de la media, como en septiembre cuando el Mallku recorrió cientos de comunidades para recoger opiniones y organizar la movilización.
Sin embargo, el bloqueo lentamente comenzó a extenderse. Primero la carretera a Achacachi, a Sorata, a Escoma y muchas rutas secundarias; luego la carretera a Copacabana, después la carretera a Laja, a Tambo Quemado, a Corocoro y, hoy, la mismísima carretera a Oruro han sido ocupadas por miles de indígenas. Pensada como una batalla de largo aliento que podría extenderse por varios meses y con múltiples intensidades, la maquinaria comunal comenzó a apropiarse de uno de los factores decisivos de cualquier guerra: el tiempo. La parsimonia de los ciclos agrícolas aplicada a la obstaculización de los caminos y abastecimientos alimenticios se confrontaba a la premura de la rotación del capital y las campañas electorales.
En cuanto a la ocupación del espacio, la técnica de movilización indígena es similar a la de septiembre, aunque con algunas modificaciones. Inicialmente se salió a las carreteras a sembrar el camino de piedras a lo largo de kilómetros, manteniendo guardia al borde de las rutas según un sofisticado sistema de turnos entre las comunidades de los cantones movilizados.
El ejercito se había preparado durante meses para ello y saco a sus tropas entrenada en enfrentamiento antidisturbios cara a cara con bloques humanos fijos. Pero los indígenas, al tanto de estos preparativos, en vez de formar murallas humanas en plena carretera, han optado por dispersarse en los cerros para reagruparse por la espalda de la tropa militar a fin de volver a bloquear con un nuevo manto de piedras. La primera semana la estrategia del ejercito fue un fracaso pues el control de las carreteras seguía en manos de los indígenas que incluso llegaron hasta la tranca de San Roque, en El Alto. “Es una raza de mierda”, comentará públicamente el oficial de ejercito al ver que las 10 horas de trabajo de sus conscriptos para despejar la carretera volvía infructuosa e impotente ante una maquinaria comunal que en media hora volvía a obstruir el paso en una extensión aún mas larga que la anterior
Desprovistos del control del espacio y el tiempo de confrontación, los militares comenzaron a apelar al único medio en el que todavía podían mostrar superioridad táctica, a saber, el monopolio de la gestión de la muerte. Ya que no podían ni disolver ni cercar a la multitud indígena en acción, comenzaron a disparar sobre ella como si se tratara de una caza de animales dejando muertos y heridos por disparos en la espalda.
La republica india
Los asesinatos de comunarios/as aymaras, las persecuciones de dirigentes y la presencia de tanquetas en las carreteras le ha permitido a las tropas estatales retomar el control diurno de la carretera La Paz- Laja y La Paz-Huarina, pero a costa de haber exacerbado el abismo entre Estado y aymaras, entre ciudad y campo, entre imaginario indígena e institucionalidad republicana. El desconocimiento de la autoridad religiosa manifiesta en la agresión a Monseñor Juárez, será solo un punto visible de un poderoso estado de disidencia y rebeldía india que ha comenzado a expandirse en numerosas comunidades altiplanicas. En todo caso, hay una continuidad histórica entre este desdén y afrenta a la jerarquía católica de hoy y la ordenanza hecha por Tupac Katari a su ejercito Aymara sublevado en el mismo territorio hace 210 años de “no persignarse ni sacarse las monteras ante el santo sacramento”. Entonces como hoy, la iglesia católica es un soporte del Estado y la denuncia indígena del carácter colonial de ese Estado no puede menos que abarcar también a la propia institución religiosa que durante siglos ha soldado su suerte con la del Estado.
Pero el lugar de mayor compactación de este estado de animo de insurgencia es sin lugar a dudas la zona aledaña a Achacachi. No solo porque allí hay toda una memoria de luchas que se remonta a décadas pasadas, sino, ante todo, porque en abril del año 2000 el ejercito gubernamental fue derrotado con la muerte de un oficial; porque allí desde entonces las autoridades estatales como la policía, la subprefectura han sido echadas quedando únicamente la alcaldía en pié, pero bajo la tutela de los sindicatos comunales, y porque en sus alrededores se hallan el mayor número de comunidades y activistas indígenas portadores de las experiencias de politización indianista-katarista iniciada hace 30 años.
Hoy en día Achacachi es la capital de una republiqueta indígena cuyas fronteras móviles, pero visibles, se extienden por las provincias Omasuyus, Muñecas, Franz Tamayo, Camacho, parte de Larecaja, de Los Andes, Ingavi y Manco Cápac.
Al modo de la franja de gaza y cisjordania que separa a israelitas de palestinos, el estado ha instalado puestos de observación militar, trancas y servicios de inteligencia en varios puntos de estos territorios sublevados. Igualmente los indígenas aymaras han creado un sistema de vigilancia en los cerros que funciona las 24 horas del día y que permite avizorar a kilómetros la presencia de tropas militares, de visitantes o comunarios.
En torno al llamado Cuartel General Indígena ubicado en K´ala Chaca, y atrincherados de cientos de campamentos indígenas que ondean Wiphalas, miles de comunarios de los alrededores y de las provincias sublevadas se han agrupado por zona de origen, con sus propias autoridades de movilización y sus propia logística de movilización. Para coordinar entre todos estos destacamentos de lo que es de facto un Ejercito Indígena Comunal, se ha creado un Estado Mayor que se preocupa de gestionar apoyo para el abastecimiento, recolectar información para transmitirla al resto en grandes asambleas, crear un sistema de vigilancia defensa ante posibles incursiones militares y para planificar nuevas acciones, como la toma de Huarina que esta en manos de los militares, o la marcha hacia la ciudad de La Paz.
En toda estas zonas las únicas autoridades efectivas son los dirigentes de sindicatos, de las subcentrales, las centrales, las federaciones provinciales y los Comités de Bloqueo. Las personas que no son de los lugares son registradas y en ocasiones escoltadas hasta su destino, en tanto que la tropa de los cuarteles del ejercito gubernamental como los de Achacachi y Chua literalmente están cercadas, desabastecidas desde hace días, y su único objetivo es proteger su precaria posición.