1 de abril. Aniversario de Luis de la Puente Uceda
CAPULÍ 7, VALLEJO Y SU TIERRA
VISITA A SANTIAGO DE CHUCO
ENTRE EL 19 Y 21 DE MAYO, 2006
HOMBRES
QUE CAMBIAN
LA HISTORIA
EVOCACIÓN DE LUIS FELIPE
DE LA PUENTE UCEDA
“Tienen ustedes razón de creer
en Luis de la Puente Uceda
porque ese tipo de hombres
suelen cambiar la historia”
Jean Paul Sartre.
Luis Felipe de la Puente Uceda, nació el 1 de abril del año 1926 en Santiago de Chuco. Cumpliría entonces a la fecha 80 años de edad, quien fundó y lideró el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, levantándose en armas el 10 de junio del año 1964 en tres frentes de combate: “Pachacútec” en el Cuzco, “Túpac Amaru” en el centro, “Manco Cápac” en el norte y la columna “César Vallejo” preparada para insurgir en Pataz, en el Departamento de La Libertad. Al declararse en guerra lo hizo vistiendo uniforme militar y siguiendo las convenciones internacionales en cuanto a alzamientos de insurgencia. Luis Felipe dirigía personalmente el frente Pachacútec en Mesa Pelada, en el valle de la Convención, en el Cuzco, donde cayó acribillado junto a su comando de campaña el 23 de octubre del año 1965. Dejó escritas obras de análisis político, socioeconómico, de estrategia militar y un libro de parábolas titulado “Cuentos revolucionarios”.
El siguiente relato es una vivencia de infancia que forma parte de mi libro: Mi tierra clavada en el alma donde presento una faceta poco conocida de este luchador social, quien cantaba con voz ardorosa en las serenatas, amaba las fiestas costumbristas, era devoto del apóstol Santiago el Mayor, defendía románticamente que la andina y dulce Rita inmortalizada por César Vallejo en su poema “Idilio muerto” fue su madre, Rita Uceda; quien antes de incursionar en Mesa Pelada viajó a despedirse de su pueblo al cual amó entrañablemente, donde después de escuchar a sus subalternos ufanarse de haber besado a algunas muchachas les habló toda una noche acerca de la pureza en el amor; quien antes de enfrentarse contra un ejército quinientas mil veces superior en armas, tropas y pertrechos se despidió amorosamente de su esposa, de su hijo Juan Ernesto, de apenas un año y seis meses y de su hija, María Eugenia, aún en el vientre de su madre y por nacer.
A visitar Santiago de Chuco, la casa donde él nació y vivió, así como el hogar donde vio la luz y pasó su infancia y juventud César Vallejo, como la tierra natal de tantos otros hombres y mujeres ilustres, les invitamos a integrarse la caravana Capulí 7, Vallejo y su Tierra que por séptima vez realizará su peregrinaje anual a Santiago de Chuco, entre el 19 y 21 de mayo del presente año, 2006, expresando con el poeta: “Madre, me voy mañana a Santiago, / a mojarme en tu bendición y en tu llanto”, en este caso la “pachamama”, o madre tierra.
MARINERA
EN LA PLAZA DE SANTIAGO
Danilo Sánchez Lihón
–¡Corran!
–¿Qué ocurre?
–¡Ya llegó la Banda de Julcán!
–¿Adónde?
–¡Está bajando del camión a la entrada del pueblo! ¡Ahorita empiezan a tocar!
–¡Corran!
Corríamos calle abajo y a mitad de la cuadra llegaba el primer compás de la Marcha del Apóstol y se reventaban en el cielo azul los primeros cohetes con los que Luis de la Puente Uceda –el devoto del Patrón que la traía–, acompañaba su ingreso a nuestro pueblo.
No alcanzamos a llegar a la esquina cuando ya la tarola, el bombo y el platillo de la primera fila aparecían por la bocacalle con los músicos vestidos de pantalón azul, chaqueta celeste y boina de color oscuro, dirigida por el “borrao” Lizárraga que, tocando su saxofón, iba marcando el ritmo siempre al lado de ellos. Los clarinetes, trompetas y trombones resonaban, y se sucedían los cohetes que pasaban rozando la cerca de los aleros hechos de carrizos y magueyes.
Un estremecimiento de gozo, de alegría, de júbilo nos invadía el alma. Mientras que, por algunos retazos de sol, prendidos de algunas paredes de las casas altas, los gorriones cruzaban asustados ante el estallido de las trompetas.
Hombres, mujeres y niños caminábamos detrás de la banda, con los ojos llorosos de gozo, de fe en nuestro Patrón Santiago, de agradecimiento a la Banda de Músicos “Libres de Julcán” que año a año llegaban para animar los días de fiesta.
El gentío los seguía por la calle mayor y los mercachifles se paraban afuera de sus toldos para que la gente al pasar no los hiciera caer al suelo. Pero era inevitable que uno u otro se desarmaran con la avalancha de gente que seguía a la banda.
Pero ese año se esperaba con verdadera fascinación un suceso tremendo: la llegada por primera vez a Santiago de Chuco, de la “Banda del Regimiento de Infantería 37 del Ejército del Perú”, acantonada en Trujillo; compuesta por noventa músicos, y que venía gracias a la orden que había dado el General Carlos Miñano Mendocilla, héroe en la Batalla de Zarumilla y santiaguino ilustre. Así tendríamos el privilegio de oírla tocar acompañando el Anda del Patrón, en su procesión del Día del Alba, porque al día siguiente tenían que regresar para participar en el Desfile de la Región Militar, en Trujillo.
–¡Noventa músicos! ¡No lo puedo creer!
–¡Cuando desfilan sobrepasan una cuadra!
–¡Jura hermanito!
–Y todos los que tocan tienen grado militar, desde el Director que es Coronel.
–Sus instrumentos brillan como el oro. No tienen ni una abolladura. Y obedecen al mismo reglamento militar como si fueran armas de guerra.
–¡Es la mejor banda del Perú!
–¡Ni en Lima hay una igual!
Por eso, esa madrugada, cuando un grito herido nos anunció que dos omnibuses militares ya se veían desde el canto del pueblo, por la altura de Huayatán, saltamos de nuestras camas. Nos pusimos como sea los pantalones y corrimos veloces por las calles que llevan a las afueras del pueblo.
¡Pero ya era tarde! Los inmensos vehículos verde-oscuro, con el escudo y la bandera del Perú, ya estaban detenidos al inicio de las primeras casas y saltaban desde dentro los soldados-músicos con sus instrumentos, corriendo a formarse en columna de a tres. Era una mañana de oro en la que el sol los recibía casi humillado, arrastrándose a los pies de esos hombres que parecía que no habían viajado por el camino polvoriento, sino que salían frescos y relucientes de una tina de agua.
Ciertamente, la calle quedo pequeña. Y el jefe tenía una mirada imponente con la que los dirigía.
–Es el famoso Tito Noriega, –corrió la voz entre hombres, mujeres y niños que los mirábamos asombrados.
Cuando hubo revisado las tres filas de sus soldados, mirado y contado hasta los botones de los uniformes de sus músicos, el Director se puso adelante –no al costado como hacía el director de la Banda de Músicos “Libres de Julcán”–, alzó el brazo derecho y lo bajó enérgicamente, al mismo tiempo que todos ellos daban el primer paso y los sones de una marcha jamás oída torcían las paredes de las casas y deshojaban los eucaliptos de Santiago de Chuco.
Todos nos quedamos quietos, pasmados por esa música sublime, infinita y sideral, que en la vida jamás habíamos oído.
Reverentemente, los seguimos detrás. Nadie se atrevió a acompañaría a los costados, lo que sí ocurría con la Banda de Músicos de Julcán.
Al enfilarse por la calle mayor, los mercachifles tempraneros supieron de antemano que tenían que recoger rápidamente sus toldos y arrimarlos a la pared, pues la columna de a tres, desde que la vieron aparecer, supieron que no se estrecharía por nada del mundo, ni se encogerían esos soldados para pasar debajo de las sedas y plásticos tendidos para hacer sombra.
Yo no pude seguirlos hasta la plaza, sino que desde el mirador del tercer piso de mi casa me embelesaba escuchando los jirones de música que traía el viento. Mientras, nos apurábamos en pegar botones haciendo los últimos arreglos en la ropa nueva que la familia luciría ese año en la fiesta del pueblo.
Contamos ciento veinte mojigangas o comparsas folclóricas delante del Anda del Patrón. El Apóstol lucía su capa escarlata recién bordada primorosamente por las monjas del convento de Santa Clara de Trujillo. Mas, nada superó la expectativa de ver pasar a los noventa músicos, rigurosamente uniformados de verde oscuro y con sus gorras e insignias fulgurantes.
Hasta los enfermos y tullidos salían a sus puertas para verla pasar, convocados por esa música divina. Pero el gran revuelo era que en la noche esa banda –¡Dios y la virgen son santiaguinos!– animaría la retreta de fiesta en la Plaza de Armas.
En mi casa, a las seis, ya habíamos cenado por el apuro, y desde esa hora ya estábamos preparados con nuestros abrigos y bufandas, y encasquetados en nuestras gorras de colores, ansiosos por escuchar la retreta de la gloriosa Banda del Regimiento de Infantería 37 del Ejército del Perú, acantonado en Trujillo.
A las nueve la plaza hervía de gente y se quemaban avellanas, vacas-locas, buscapiques y ruedas que corrían por las sogas tendidas de poste a poste.
A las doce en punto empezó la retreta con el vals Estrellita del Sur:
“Cuando lejos de ti
quiera penar el corazón…”
…dejando colgados un lucero y una flor en el cielo de Santiago.
Los espacios junto a la banda estaban acordonados por más policías que nunca, a fin de no permitir que la gente se acercara. Los niños se embelesaban mirando desde lejos al “Chato” Palomino que tocaba el redoblante, quien desprendía gozos y quejas con las baquetas:
“No, no, no, me digas adiós,
estrellita del sur,
porque siempre estaré
a tu lado otra vez,
y de nuevo sentir
la fragancia sutil…”
Luego, interpretaron el paso doble Olé gitana, donde el sonido de los noventa instrumentos elevaban la plaza hasta colocarla en un picacho que solo dejaba entrever hacia abajo las estrellas azules del firmamento…
Después tocaron el “agua e’ nieve” El Cañaveral, donde el “Chato” Palomino realizaba unos revuelos que hicieron que toda la plaza vibrara de entusiasmo:
“Que amarga es la caña dulce
la que tienen que cortar.
Pasar la vida entera
dentro del Cañaveral.
Pobres los negros esclavos
que para ganar su pan
se pasan la vida
dentro del Cañaveral”.
–¡Viva la Banda del Regimiento 37 del Ejército del Perú, carajo!
–¡Que viva!–, respondía unánime la gente.
Luego de un breve descanso ejecutaron Melgar, donde los adoquines de la plaza se removieron y hasta los viejos en los rincones se pusieron de pie como levantados por un llamado ineludible. Nadie fue indiferente a la música, ¡y a quien no se le hinchó el pecho lleno de una emoción profunda!
También interpretaron el fox-trot Sobre las olas; la polka Tacna. el vals Clamor.
–Nunca Santiago escuchó nada parecido hasta ahora-, comentó uno.
–Y déjate que con las marineras nadie los gana.
–Claro. Ellos animan la Fiesta Nacional de la Marinera en Trujillo.
En ese preciso instante, justamente, arrancaron con la marinera San Miguel de Piura, que remata así:
“San Miguel, San Miguel.
San Miguel, al anochecer…”
Era inimaginable. Más que la Banda del 37 ya no podía existir en ningún lugar del mundo, ¡imposible! El cordón que habían hecho los policías parecía a punto de romperse en cualquier momento.
En eso, desde la esquina del campanario se oyeron los sones de la marinera Cachicadán de los hermanos Arias Larreta.
¿Qué ocurría? ¿De qué se trataba? ¡Quiénes eran! ¡Qué estaba pasando!
Era la Banda de Músicos “Libres de Julcán”. que así nos recordaba que también existía. ¡Nos habíamos olvidado tanto de ella, Dios mío! Nos quedamos anonadados, escuchando sin escuchar; sólo tratando de ubicarnos donde estábamos y qué es lo que sucedía. Volteamos la cabeza, los ojos y luego el cuerpo para mirar estupefactos. Allí estaban con su uniforme azul y soplando con desconocido denuedo y embeleso sus instrumentos.
¡Se habían atrevido a interponerse en el inmenso espectáculo, sobrehumano espectáculo, que estaban dando los músicos de la Banda del Regimiento!
La sorpresa nos había tornado tan de improviso que cuando cesaron aún no habíamos tenido tiempo de evaluar ni asimilar bien la pieza musical. Algunos corrieron donde estaban los de Julcán y otros se quedaron donde estaba la Banda del Regimiento.
Yo vi que algo cuchicheó el Director Tito Noriega a sus hombres, que se hicieron más altos y dirigieron una mirada altanera y de desprecio a la esquina donde la Banda de Julcán terminaba de ejecutar su interpretación.
Y arrancaron con la marinera Cinco de Agosto cuya letra la sabíamos de memoria:
“Yo vengo desde muy lejos
vengo desde Morropón,
a ver a mi crucesita,
cruz de Motupe,
cruz de Chalpón”.
Después de aquella marinera ¡qué podía hacer la Banda de Julcán! ¿Tendrían algo mejor para presentar? ¿No había sido una tremenda osadía, temeridad y falta de juicio, interponerse en la fascinante retreta de la Banda del Regimiento? Pero no se dejaron esperar, ingresando de inmediato el redoblante, luego los trombones de vara y los bajos que hicieron en la plaza un silencio reverente. Entraron de lleno las trompetas, los saxos y clarinetes. Estábamos hechizados. Era el huayno Neblina blanca, interpretado de tal modo que nos dejó sobrecogidos:
“Neblina blanca
del mes de mayo.
Tú eres quien roba
mis esperanzas”.
Una perla, una joya de música que hizo latir intensamente nuestros corazones y lagrimear, sin poder contenerlos, a nuestros ojos.
Arrancó entonces la Banda del Regimiento con redoble de tarola y los acordes de La chica que me quiera. Hubo un griterío y los primeros compases de:
“La chica que me quiera
quiérame así
suelta su cabellera
negra y hechicera
que me haga sentir”.
Y su fuga:
“Saca la piedra del río
saca la piedra del mar
porque me vas a alocar, ¡ay, ay, ay!
porque me vas a matar”.
¡Y ahora qué haría el “borrao” Lizárraga! ¡De dónde tendría que sacar fuerzas!
Alguien empezó a quemar cohetes, y en ese estruendo emergió desde lo hondo la dulce y total marinera Cinta negra en el pelo con la que se bailaba, pasada la medianoche, en las fiestas hondas de Santiago.
“Cinta negra en el pelo
negrita, te has amarrado
Antes que yo me muera,
te has enlutado,
chinita ¡cómo no!”.
No nos dieron tiempo a dar rienda suelta a nuestra emoción, porque así lo habían planeado, cuando arremete la Banda del Regimiento con la marinera El huaquero viejo:
“Yo soy el huaquero viejo
que vengo de sacar huacos,
de la huaca mas arriba
de la huaca mas abajo…”
… solemne al principio. para luego entrar con turbulencia de río bravo que invade sementeras y campiñas:
“Huaquero, huaquero,
huaquero vamos a huaquear…
Coba, coba, coba al amanecer
coba, coba, coba al anochecer…”
–¡Qué hermosa, Dios mío!
Reventaron cohetes en el cielo: Chim…¡pum!, chim…¡pum!, chim… ¡pum!…
–¡Viva el Perú, carajo! –se oye aquí y allá.
¡Son esos quiebres de las trompetas de la marinera los que tuercen las canaletas de las tejas en los techos altos de la plaza; tuercen la plomada de las paredes y le sacan ojos al estucado de los magueyes en la cercha de los aleros!
¿Y ahora?, dijimos. ¡Qué hará la Banda de Julcán! Pasaron breves segundos y se oyó el redoblante, luego el bombo y los clarinetes. ¡Qué sería esta vez! Entraron los trombones, interpretaban la marinera China santiaguina. Entonces la plaza se vino abajo con el griterío de júbilo de la gente.
“China santiaguina
qué tienes
porque no me miran
tus ojos,
será porque tienes
otro querer
yo también lo tengo
igual que tú…”
El pueblo no sabía qué hacer. Nos tocábamos el cuerpo para saber que estábamos vivos. Fue la apoteosis. Toda la plaza aplaudía y de uno y otro lado se oían los ¡bravos!, entre los clarinetes que seguían:
“Cada vez que vengo
al sitio
donde prometiste
quererme
lágrimas me faltan
para llorar
corazón me sobra
para querer…”
Allí surge un ¡viva Santiago!
–¡Viva el “borrao” Lizárraga!
–¡Qué viva la Banda de Julcán!
–¡Qué viva!
Era estupendo, sobrehumano, no se podía soportar tanta belleza. La gente se enjugaba las lágrimas en los ojos, volvían los estruendos de bombardas en el cielo.
Fue en ese momento que vimos que un hombre alto, con casaca de hebillas, avanzó hasta la tribuna oficial. Era Luis de la Puente Uceda, quien tendía la mano invitando a bailar a alguien… ¿A quién?
No veíamos a quién; porque la gente se puso de pie y se arremolinó para mirar.
Era nada menos que a Amada Ganoza, cortejada por el Subprefecto Mayor Mejía Camacho, y quien en ese momento era su invitada de honor en la tribuna.
Hubo un rumor de miedo entre toda la gente.
–¡Bailamos! –se oyó que le repitió tendiéndole la mano. Ella dudó, arrebolada por la vergüenza.
–Está indispuesta. No baila. –Dijo secamente el Subprefecto.
–¿Bailamos?
–¡No bailará!
Luis de la Puente no se dignó siquiera mirar a la máxima y temible autoridad política y militar de la provincia. Tenía los ojos ansiosos e ilusionados clavados en los ojos de Amada.
El Subprefecto puso la mano en la cacha de su revolver, soltó el cintillo que abotonaba la funda, lo extrajo y dejó lista el arma con el cañón apuntando.
Un silencio de muerte se hizo en la plaza y hasta la misma banda paró sus acordes bruscamente.
Entonces ella, sin dejar de mirar a Luis, se inclinó, le tendió la mano y dio un paso adelante. La banda volvió a estallar:
“Cuando me vaya, negra
santiaguina de mi amor.
no me dirás que me has dejado
ni dirás que te dejé”.
Un griterío de júbilo se alzó incontenible. Ambos salieron entonces por el medio de la tribuna y bajaron por el escalón del tabladillo.
Ya en el suelo ella se sacó los zapatos, caminó cogida del brazo de su pareja, con pasos y ondulaciones de su cuerpo para seguir los pasos grandes de él, que tenía la cara iluminada y el cabello cayéndole en dos mechones por la frente. El pueblo hizo un callejón y la Banda de Julcán avanzó al centro.
Como la algarabía se había desatado, la Banda del Regimiento de Infantería 37, se cuadró militarmente, hicieron un giro en escuadra y se deslizaron después como una culebra que se desenrosca, en columna de a tres por la solitaria calle de “El Comercio”.
En la esquina del billar del Hotel Santa María abordaron los omnibuses que los esperaban. Y partieron rumbo a Trujillo.
Mientras tanto, la pareja llegó hasta el centro del ruedo. Él se retiró unos pasos alzando el pañuelo sin quitar sus ojos de los otros ojos, retándolos con un movimiento y con una sonrisa.
Ella también levantó su pañuelo y avanzó haciendo un círculo, como si fuese una paloma lanzándose a volar.
“Cuando me vaya negra
santiaguina de mi amor
no me dirás que me has dejado
ni dirás que te dejé.”
Él correspondió, por el otro lado, con un compás de caballo de paso hasta dar una vuelta y, cuando los platillos hicieron la primera entrada, ya estaba frente a ella en un contrapunto de encuentros y desencuentros.
Los bajos, seguidos de los clarinetes, dan fin al rodeo y se sumergen en la primera fuga. Ella abulta la cadera, vuelve a echar el busto para atrás y los senos se le pintan turgentes en el fondo de la noche.
–¡Bravo!, –gritan de uno y otro lado.
–¡Voy a ella!
–¡Voy a Lucho!
Allí viene el molinete. La larga trenza se mece pasando ora al hombro izquierdo ora al hombro derecho. Los labios se hacen carnosos como una fuente de promesas. Y no se asientan los pies en el suelo. Las trompetas afiladas tasajean el alma con sus cuchillos.
–¡Qué sabrosura de mujer!
–¡Qué primor de muchacha! –se oye decir.
“Digas, pues, lo que digas
estás en mi pecho ya,
y en él irás donde sea
aunque lo quieras o no.”
La tarola hace un nuevo pase de redoble. Ella gira con el rostro y el cuello tendido y hace un vaivén en la cara de su pareja. Los ojos sin despegarse de los otros ojos. Él la corteja y finalmente la reta en un sitio donde ella levanta las faldas y zapatea con las pantorrillas al aire, mientras él castiga el suelo con su pañuelo.
La música cesa y surge otra vez el redoble de tarola. ¡Es la fuga!
“Dizque los quereres
son pura ilusión.
Y que los cariños
flor de un día son.”
La pareja, otra vez se ha puesto frente a frente. Ella avanza en círculo, él casi sin moverse y sin dejar de sonreír, gira; hace dos quiebres con el cuerpo y nuevamente espera.
“A la vida corazón,
se la acepta como es.
Ella misma ayayayay
no es sino pura ilusión”.
Revientan cohetes: chim… ¡pum!, chim… ¡pum!, chim… ¡pum!
Es el arrebato. Él, casi en cuclillas y estirando el cuello, arrogante y a la vez rendido, le besa los vestidos sacudiéndole el pañuelo al ritmo de los platillos, como queriendo rajar la tierra para arrojarle simiente nueva. Y ella, ofreciéndose como fruto glorioso a la fecundidad de la vida.
El Subprefecto ha dejado bruscamente su asiento y desaparece con duros pasos por una esquina de la plaza.
“Goza y canta corazón
sin mirar el porvenir.
No hay más que una realidad:
la que está dando su flor”.
Así, la marinera ponía encajes nuevos en el borde de los techos de las casas vetustas de la plaza de Santiago.
Y mientras los compases de los instrumentos subían límpidos hacia el firmamento, y mientras rechinaban los platillos con la fuga, en un ritmo incesante, febril, de zapateo sobre la tierra virgen, alguien encendía el primer castillo que comenzaba a derramar chorros de luz como guirnaldas de todos los colores con el estruendo de las avellanas.
“… la que está dando su flor
para luego perecer”.
Fue allí cuando todos cogieron sus parejas e invadieron el ruedo.
En el cielo de Santiago sonaban las bombardas, se elevaban los globos y estallaba la alegría del pueblo en el centro de la plaza y en el corazón de todos los hombres y mujeres.
INLEC DEL PERÚ
Teléfonos: 420-3343 y 420-3860
Enviado por Danilo Sánchez Lihón
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