Partes seleccionadas del texto “Para una crítica radical de toda forma de Escuela” de Pedro García Olivo
1) «¿Por dónde empezar?» era el título de una obrita de Roland Barthes con el que quería aludir precisamente a esta dificultad, ahora experimentada por nosotr@s, de iniciar el tratamiento de un tema complejo, con implicaciones que afectan de algún modo a todo el campo social. ¿Por dónde te gustaría empezar a tí?
Me gustaría empezar definiéndome, poniendo boca arriba todas mis cartas -aunque, de este modo, quizás acabe (¿en beneficio de quién?) con aquella «partida contra un ventajista» en que, tan a menudo se convierte la lectura de un texto. Soy un anti-profesor, un insumiso de la enseñanza que todavía se subleva contra el discurso vanilocuente de los ‘educadores’ y contra la sustancial hipocresía de sus prácticas. Comparto la opinión de Wilde: «Así como el filántropo es el azote de la esfera ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la educación de los demás». Y creo asimismo que la pedagogía moderna, a pesar de esa bonachonería un tanto zafia que destila en sus manifiestos, ha trabajado desde el principio para una causa infame: la de intervenir policialmente en la consciencia de l@s estudiantes, procurando en todo momento una especie de reforma moral de la juventud. «Un artificio para domar»: así la conceptuó Ferrer Guardia, como si por un instante se tambaleara su desesperada fe en la Ciencia. Pugno, en fin, por desescolarizar mi pensamiento, empresa ardua e interminable. Me temo que también la Escuela, otra vieja embustera, se ha introducido en el Lenguaje; y por ello se hace muy complicado deshollinar de escolaridad los modos de nuestra reflexión. Incluso en la célebre interrogación de Adorno («¿Es todavía posible la Educación después de Auschwitz?») se percibe como un eco de este inveterado prejuicio escolar. Con su tan citada observación, el filósofo alemán se estaba refiriendo, en efecto, a una Educación Ideal, benefactora de la Humanidad, en la que aún destellaría una instancia crítica, un momento emancipatorio, negador de todo Orden Coactivo; una Educación testarudamente fiel al programa de la Ilustración, desalienadora, destinada a influir positivamente sobre la conducta de los hombres, a llevar «más lejos» su pensamiento; una Educación capaz de contribuir a la reforma de la sociedad, a la reorganización de la existencia… Se preguntaba por la ‘posibilidad’, después de Auschwitz, de una Educación que nunca ha existido -o ha existido sólo como «falsa consciencia», como mito, como componente esencial de la «ideología escolar». Esa Educación de Adorno tampoco fue posible «antes» de Auschwitz. Más aún: los campos de concentración y de exterminio fueron concebidos y realizados gracias, en parte, a la educación «real», «concreta» que teníamos y que tenemos -la educación obligatoria de la juventud ‘recluida’ en Escuelas; la educación que segrega socia1mente, que aniquila la curiosidad intelectual, que modela el carácter de los estudiantes en la aceptación de la Jerarquía, de la Autoridad y de la Norma, etc., ésta es la única «educación» que conocemos- a la cual las democracias contemporáneas pretenden meramente lavarle la cara. Esta educación ‘efectiva’, de cada día en todas las aulas, habiendo coadyuvado al horror de Auschwitz, sigue siendo perfectamente posible después…
En resumen, me defino como un anti-profesor, un enemigo de toda pedagogía y un gran odiador de la Escuela. Me gusta pensar que tiendo a desescolarizar algo…
2) «Un enemigo de toda pedagogía» has dicho… ¿Podrías explicitar el alcance de ese antipedagogismo tuyo? ¿Qué reprochas, en concreto, a la disciplina pedagógica?
En El Irresponsable, y también antes en «La hora del suicidio antiguo» (mi participación en el libro Contra el fundamentalismo escolar, editado por Virus en 1998) he procurado avanzar, en efecto, una ‘anti-pedagogía’. Como anti-pedagogo impugno un supuesto que está en la raíz misma de esa disciplina, en el corazón de todas las críticas ‘pedagógicas’ a la enseñanza tradicional y de todas las ‘alternativas’ disponibles. Es la idea de que compete a los «educadores» (parte selecta de la sociedad adulta) desarrollar una importantísima tarea en beneficio de la juventud; una labor ‘por’ los estudiantes, ‘para’ ellos e incluso ‘en’ ellos -una determinada operación sobre su consciencia: «moldear» un tipo de hombre (crítico, autónomo, creativo, libre, etc.), «fabricar» un modelo de ciudadano (agente de la renovación de la sociedad o individuo felizmente adaptado a la misma, según la perspectiva), «inculcar» ciertos valores (tolerancia, antirracismo, pacifismo, solidaridad, etc.)… Esta pretensión, que asigna al educador una función demiúrgica, constituyente de «sujetos» (en la doble acepción de Foucault: «El término ‘sujeto’ tiene dos sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la consciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término sugiere una forma de poder que subyuga y somete»), siempre orientada hacia la «mejora» o «transformación» de la sociedad, y que resulta hoy absolutamente ilegítima: ¿En razón de qué está capacitado un educador para tan ‘alta’ misión? ¿por sus estudios? ¿por sus lecturas? ¿por su impregnación «científica»? ¿en razón de qué se sitúa tan ‘por encima’ de los estudiantes, casi al modo de un «salvador»?’, de un sucedáneo de la divinidad, «creador» de hombres? ¿en razón de qué un triste funcionario puede, p. ej., arrogarse el título de forjador de sujetos críticos? Se hace muy difícil responder a estas preguntas sin recaer en la achacosa «ideología de la competencia», o «del experto»: fantasía de unos especialistas que, en virtud de su formación ‘científica’ (pedagogía, psicología, sociología, etc.), se hallarían verdaderamente preparados para un cometido. tan sublime. Se hace muy difícil buscar para esas preguntas una respuesta que no rezume idealismo, que no hieda a metafísica (idealismo de la Verdad, o de la Ciencia; metafísica del Progreso, del Hombre como sujeto/agente de la Historia, etc.). Y hay en todas las respuestas concebibles, como en la médula misma de aquella solicitud demiúrgica, un elitismo pavoroso: la postulación de una nutrida aristocracia de la inteligencia (los profesores, los educadores), que se consagraba a esa delicada corrección del carácter -o, mejor, a cierto diseño industrial de la personalidad. Subyace ahí un concepto moral decimonónico, una ética de la ‘amputación’ y del ‘injerto’, un proceder estrictamente religioso, un trabajo de ‘prédica’ y de ‘inquisición’. Late ahí una mitificación expresa de la figura del Educador- que se erige en autoconciencia a crítica de la Humanidad (conocedor y artífice del «tipo de sujeto» que ésta necesita para ‘progresar’), de un genuino poder pastoral e incurriendo una y mil veces en aquella «indignidad de hablar por otro» a la que tanto se ha referido Deleuze. Y todo ello con un inconfundible aroma a ‘filantropía’, a obra ‘humanitaria’, ‘redentora’…
Esta presuposición, este prejuicio de que hay algo que corregir y algo que forjar en la subjetividad de los jóvenes, con matices, está en todas las realizaciones de la pedagogía, en todas sus propuestas, conservadoras, reformistas o aparentemente ‘revolucionarias’; está en Freinet, en Oury, en Neil, en Ferrer Guardia, en Makarenko…; está, hoy mismo, p. ej., en el trasfondo de los análisis de Jurjo Torres Santomé o de Teresa San Román, en el espíritu de la reciente homada de educadores ‘antirracistas’; está en todas partes…
Otro presupuesto de la pedagogía moderna estriba en el axioma de que «para educar es necesario encerrar». Todas las propuestas reformistas parten de esta aceptación del Encierro; y luego estudian el modo de «amenizarlo», de «amueblarlo» (procedimientos, didácticas, estrategias), siempre con la mirada puesta en el ‘bien’ del estudiante y en la ‘mejora’ de la sociedad… Sin embargo, la juventud también se auto-educa en la sociedad civil, fuera de los muros de la Institución, mediante la lectura no-dirigida, el aprovechamiento de los diversos canales de transmisión cultural independientes de la Escuela (entidades culturales, medíos de comunicación, asociaciones,…), la relación ‘informal’ con los adultos, los viajes, la asimilación de las experiencias laborales, etc. Hay, pues, al margen de la Escuela, un vasto campo de posibilidades de auto-formación, de auto-educación, difuso y complejo, que impregna casi todo el tejido de la vida cotidiana, de la interacción social; campo de posibilidades que está siendo explotado, de hecho, por la juventud, y probablemente más por la juventud no-escolarizada que por la escolarizada, más por los trabajadores que por los estudiantes (demasiado encastillados, estos últimos, en la mansión universitaria). ¿Quién, a lo largo de su vida, no se ha cruzado, en una u otra ocasión, con algún joven trabajador «sin estudios» (desechado por el sistema escolar o desertor voluntario del mismo) que nos ha sorprendido no obstante por la riqueza y consistencia de su bagaje cultural, por el modo en que se ha auto-educado y por su forma de entender el saber, tal y como quería Artaud, «a la manera de instrumento para la acción, una especie de nuevo órgano, un segundo aliento»… Como ha comprobado Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar) los inquietantes procesos populares de «auto-educación» -en las familias, en las tabernas, en las fábricas, etc.-, los patronos y los gobernantes de los albores del Capitalismo tramaron el Gran Plan de un «confinamiento educativo» de la Juventud. No olvidemos que la enseñanza moderna, estatal, se generaliza a lo largo del siglo XIX a fin de conjurar un problema creciente de deterioro del orden público, en gran medida estimulado por la no-regularización administrativa de los procesos de transmisión cultural. Poco a poco, la escolarización, rigurosamente obligatoria, empieza a competir con éxito por la hegemonía como instrumento de la socialización de la Cultura, debilitando el influjo de las restantes instancias, pero no acabando literalmente con ellas. Quiero decir con todo esto que, como ha subrayado I. Illich, el «encierro» no es la condición fundamental de la Educación, no es una premisa insuprimible, aunque así los postule la ideología escolar. Ha sido esa ideología profesional de los pedagogos y de los docentes, de acuerdo con los intereses del Estado, la que ha centrado todo el debate a propósito de la Educación en torno a la figura de la Escuela. Naturalizada, presa de lo que Lukács denominó el maleficio de la cosificación, la institución escolar se ha convertido finalmente en un fetiche, en un ídolo sin crepúsculo. Y la exigencia del confinamiento educativo aparece hoy como m dogma de toda pedagogía, reformista o no; como un «credo» al que se abrazan sin excepción los Estados, dictatoriales o democráticos.
3) El blanco privilegiado de tus ataques ya no lo constituye la «enseñanza tradicional», la figura «clásica» del profesor autoritario, sino justamente aquello que hoy se presenta como una ‘superación’ y un ‘avance’ en el ámbito educativo: el Reformismo Pedagógico, los profesores ‘inquietos’ o ‘progresistas’, las prácticas disidentes (e incluso «alternativas») de enseñanza… ¿Cuáles son los rasgos definitorios de las «pedagogías reformistas» contemporáneas? ¿Qué objeciones te merecen?
Entre los rasgos que, a nivel empírico, ayudan a identificar el «reformismo pedagógico», yo destacaría los siguientes: a) La aceptación -por convencimiento o bajo presión- de la obligatoriedad de la Enseñanza y, por tanto, el control más o menos escrupuloso de la asistencia de los alumnos a las clases. Las formulaciones reformistas aceptan este principio de mala gana, se diría que a regañadientes, y buscan el modo de ‘disimular’ dicho control, evitando el “pase de lista” tradicional, omitiendo circunstancialmente alguna falta, etc. Pero no se da nunca un rechazo absoluto, y explícito, del correspondiente requerimiento administrativo. Para claudicar, aún de forma ‘revoltosa’, ante la exigencia del mencionado control, el profesorado «disidente» cuenta con los argumentos de varias tradiciones de Pedagogía Crítica que aconsejan circunscribir las iniciativas innovadoras, los afanes transformadores, al ámbito de la ‘autonomía real’ del profesor, al terreno de lo que puede efectivamente hacer sin violar las principales figuras legales de la Institución -p. ej., las pedagogías no-directivas inspiradas en la psicoterapia, con C. R. Rogers como exponente; y la llamada «pedagogía institucional», que se nutre de las propuestas de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez, entre otros. Recabando la comprensión y la complicidad de los alumnos en un lance tan enojoso, sintiéndose justificado por pedagogos muy radicales, y sin un celo excesivo, el educador progresista controla, de hecho, la asistencia. Ignorando la célebre máxima de Einstein («la educación debe ser un regalo»), despliega sus «novedosos» y «beneficiosos» métodos ante un conjunto de interlocutores forzados, de ‘partícipes’ y ‘actores’ no-libres, casi unos prisioneros a tiempo parcial. Y, en fin, se solidariza implícitamente con el triple objetivo de esta «obligación de asistir»: dar a la Escuela una ventaja decisiva en su particular duelo con los restantes, y menos dominables, vehículos de transmisión cultural (erigirla en anti-calle); proporcionar a la actuación pedagógica sobre la consciencia estudiantil la ‘duración’ y la ‘continuidad’ necesarias para solidificar hábitus y, de este modo, cristalizar en verdaderas disposiciones caracteriológicas; hacer efectiva la primera «lección» de la educación administrada, que aboga por el sometimiento absoluto a los ‘designios’ del Estado (inmiscuyéndome, como ha señalado Donzelot, en lo que cabría considerar esfera de la autonomía de las familias, el Estado no sólo ‘secuestra’ y ‘confina’ cada día a los jóvenes, sino que «fuerza» también a los padres, bajo la amenaza de una intervención judicial, a consentir ese rapto e incluso a hacerlo viable. He aquí, desde un primer gesto, la doblez consustancial de todo progresismo educativo…
b) La negación (en su conjunto o en parte) del temario oficial y su sustitución por «otro» considerado ‘preferible’ bajo muy diversos argumentos -su carácter no-ideológico, su criticismo superior, su ‘actualización’ científica, su mejor adaptación al entorno geográfico y social del Centro, etc. El «nuevo» temario podrá ser elaborado por el profesor mismo, o por la asamblea de los educadores disconformes, o de modo ‘consensuado’ entre el docente y los alumnos, o por el ‘consejo autogestionario’ o, en el límite, sólo por los estudiantes, según el grado de atrevimiento de una u otra propuesta reformista. Debidamente justificada, esta programación sustitutoria suele obtener casi de trámite su aprobación por las autoridades educativas, pues, dada la decantación ideológica de los profesores (que en la mayoría de los casos no va más allá de un progresismo liberal o socialdemócrata), tiende a tomar como referencia el patrón «oficial» , y se limita a desplazar los acentos, añadir cuestiones complementarias, suprimir o aligerar otras, etc. Sólo entre los profesores de orientación libertaria, los docentes formados en el marxismo y los educadores que -acaso por trabajar en zonas ‘problemáticas’ o socioeconómicamente degradadas- manifiestan una extrema receptividad a los planteamientos «conscienciadores» tipo Freire, cabe hallar excepciones, aisladas y reversibles; cada vez menos frecuentes, a la regla citada, con un desechamiento global de las prescriptivas curriculares de la Democracia y una elaboración detallada de auténticos temarios ‘alternativos’. Y en estos casos en que el currículum se remoza de arriba a abajo, surge habitualmente una dificultad en el seno mismo de la estrategia reformista: si bien esos profesores aciertan en su crítica de los programas «vigentes» (efectivamente legitimatorios), luego confeccionan unos temarios de reemplazo demasiado cerrados, casi de nuevo dogmáticos, que sirven de soporte a unas prácticas en las que el componente de ‘adoctrinamiento’ no puede ocultarse, entrando en contradicción con los propósitos declarados de formar hombres «críticos», «moral e ideológicamente independientes», etc. Reproducen así, de algún modo, la aporía que habitó entre los proyectos de sus viejos inspiradores ‘pedagógicos’ (Ferrer Guardia y los pedagogos libertarios de Hamburgo, p. ej., por un lado; Blonskij y Makarenko, por otro; y el propio Freire, con sus seguidores, casi insinuando una tercera vía). Por último, y como han subrayado Illich y Reirner, registrándose acusadas diferencias al nivel de la pedagogía «explícita» (temarios, contenidos, mensajes,…) entre las propuestas ‘conservadoras’ y las ‘revolucionarias’, no ocurre lo mismo en el plano de la pedagogía «implícita», donde se constata una sorprendente afinidad: las niÍsinas sugerencias de heteronomía moral, una idéntica asignación de roles, semejante trabajo de normalización del carácter, etc.
En definitiva, partícipe o no el alumnado en la tarea de «rectificación curricular»?, y destaque o no ésta por su envergadura, el revisionismo de los temarios nunca podrá considerarse un instrumento efectivo de la praxis transformadora, pues, sujeto a veces a afanes proselitistas y de adoctrinamiento (que constituyen, en sí mismos, la negación de la autonomía y de la creatividad estudiantiles), queda invariablemente preso en las redes de la «pedagogía implícita» -atenazado y reducido por esa fuerza etérea que, desde el transfondo del momento verbal de la enseñanza, influye infinitamente más en la consciencia que todo discurso y toda voz.
c) La modernización de la «técnica de exposición» y la modificacián de la «dinámica de las clases». La Escuela ‘reformada’ de la Democracia procura explotar en profundidad las posibilidades didácticas de los nuevos medios audiovisuales, virtuales, etc., y está abierta a la incorporación ‘pedagógica’ de los avances tecnológicos coetáneos -una forma de contrarrestar el tan denostado «verbalismo» de la enseñanza tradicional. Proyecta sustituir, además, el rancio modelo de la «clase magistral» por otras dinámicas participativas que reclaman la implicación del estudiante: coloquios, representaciones, trabajos en grupo, exposiciones por parte de los alumnos, talleres… Se trata, una vez más, de acabar con la típica pasividad del alumno -interlocutor mudo y sin deseo de escuchar-; ‘pasividad’ que, al igual que el fraude en los exámenes, ha constituido siempre una forma de resistencia estudiantil a la violencia y arbitrariedad de la Escuela, una tentativa de inmunización contra los efectos del incontenible discurso profesoral, un modo de no colaborar con la Institución y de no ‘creer’ en ella…
Todo el énfasis se pone, entonces, en las mediaciones, en las estrategias, en el ambiente, en el constructivismo metodológico. Estas fueron las inquietudes de las Escuelas Nuevas, de las Escuelas Modernas, de las Escuelas Activas… Hacia aquí apuntó el reformismo originario, asociado a los nombres de Dewey en los EEUU, de Montessori en Italia, de Decroly en Bélgica, de Ferrière en Francia,… De aquí partieron asimismo los «métodos Freinet», con todos sus derivados. Y un eco de estos planteamientos se percibe aún en determinadas orientaciones «no-directivas» contemporáneas. Quizás palpite aquí, por último, el corazón del reformismo cotidiano, ese reformismo de las Escuelas de la Democracia, de los Institutos de hoy, de los profesores «renovadores», «inquietos», «contestatarios»… Es lo que, en El Irresponsable, he llamado «la Ingeniería de los Métodos Alternativos»; labor de ‘diseño didáctico’ que, en sus formulaciones más radicales, suele hacer suyo el espíritu y el estilo inconformista de Freinet: una voluntad de denuncia social desde la Escuela, de educación ‘desmitificadora’ para el pueblo, de crítica de la ideología burguesa, apoyada fundamentalmente en la renovación de los métodos (imprenta en el aula, periódico, correspondencia estudiantil, etc.) y en la negación incansable del sistema escolar establecido «la sobrecarga de materias es un sabotaje a la educación», «con cuarenta alumnos para un profesor no hay método que valga», anotó, p. ej., Freinet.
Cabe detectar, me parece, una dificultad insalvable en el seno de estos planteamientos: el «cambio» en la dinámica de las clases deviene siempre como una imposición del profesor, un dictado de la Autoridad, y deja sospechosamente en la penumbra la cuestión de los fines que pretende. ¿Nuevas herramientas para el mismo viejo trabajo sórdido? ¿Un instrumental perfeccionado para la misma inicua operación de siempre? Así lo consideraron Vogt y Mendel, para quienes la fastuosidad de los nuevos métodos escondía una aceptación implícita del sistema escolar y del sistema social general. No se le asigna a la Escuela otro cometido mediante la mera renovación de su arsenal metodológico: esto es evidente.
Por añadidura, aquella «Imposición» del sistema didáctico alternativo por un hombre que declara perseguir en todo momento el ‘bien’ de sus alumnos, sugiere -desde el punto de vista del ‘currículum oculto’- la idea de una Dictadura Filantrópica (o Dictadura de un Sabio Bueno), de su posibilidad, y nos retrotrae al modelo histórico del Despotismo Ilustrado: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Aquí: «Todo para los estudiantes, pero sin los estudiantes». Como aconteció con la mencionada experiencia histórica, siendo insuficiente su Ilustración -poco sabe de la dimensión socio-política de la Escuela, de su funcionamiento ‘clasista’, que no se altera con la simple sustitución de los métodos; demasiado confía en la ‘espontaneidad’ del estudiante (Ferriére), en los aportes de la ‘ciencia’ psicológica (Piaget), en la ‘magia’ de los colectivo (Oury); nada quiere oir a propósito de la «pedagogía implícita» de la hipervaloración de la figura del Educador que le es propia, etc.-, su Despotismo se revela, por el contrario, excesivo: es el Profesor el que, desde la sombra y casi en silencio, lleva las riendas del experimento, examinándolo y evaluándolo, y reservándose el derecho a ‘decretar’ (si es preciso) las correcciones oportunas…
Gracias al vanguardismo didáctico, la educación administrada se hace más soportable, más llevadera; y la Escuela puede desempeñar sus funciones seculares (reproducir la desigualdad social, ideologizar, sujetar el carácter) casi contando ya con la aquiescencia de los alumnos, con el agradecimiento de las víctimas. No es de extrañar, por tanto, que casi todas las propuestas didácticas y metodológicas de la tradición pedagógica «progresiva» hayan sido paulatinamente incorporadas por la Enseñanza estatal; que las sucesivas ‘remodelaciones’ del sistema educativo, promovidas por los gobiernos democráticos, sean tan receptivas a los principios de. la Pedagogía Crítica; que, por su oposición a las estrategias «activas», «participativas», etc., sea el proceder inmovilista del ‘profesor tradicional’ el que se perciba, desde la Administración, casi como un peligro, como una práctica disfuncional -que engendra aburrimiento, conflictos, escepticismo estudiantil, problemas de legitimación,… Tampoco llama la atención que buena parte de las experiencias de renovación didáctica y metodológica se lleven a cabo sin operar cambios importantes en la programación, como si se contentaran con «amenizar» la divulgación de las viejas verdades, con «optimizar» el rendimiento ideológico de la Institución.
d) La impugnación de los modelos clásicos de ‘examen’ (trascendentales, memorístico-repetitivos), que serán sustituidos por pruebas menos dramáticas a través de las cuales se pretenderá calificar ‘actitudes’, ‘destrezas’, ‘capacidades’ etc.; y la promoción de la participación de los estudiantes en la definición del tipo de examen y en los sistemas mismos de calificación. Permitiendo la consulta de libros y apuntes en el trance del examen, o sustituyéndolo por «ejercicios» susceptibles de hacer en casa, por «trabajos» de síntesis o de investigación, por pequeños «controles» periódicos, etc., los profesores reformistas desdramatizan el funcionamiento material de la evaluación, pero no lo derrocan. Así como no niegan la obligatoriedad de la Enseñanza, los educadores, ‘progresistas’ de la Democracia admiten, con reservas o sin ellas, este imperativo de la. evaluación. Normalmente, declaran ‘calificar’ disposiciones, facultades (el ejercicio de la crítica, la asimilación de conceptos, la capacidad de análisis,…), y no la repetición memorística de unos contenidos expuestos. Pero, desdramatizado, bajo otro nombre, reorientado, el «examen» (o la prueba) está ahí; y la «calificación» -la evaluación- sigue funcionando como el eje de la pedagogía, explícita e implícita. Por la subsistencia del «examen» las prácticas reformistas se condenan a la esclerosis político-social: su reiterada pretensión de estimular el criticismo y la independencia de criterio choca frontalmente con la eficacia de la «evaluación» como factor de interiorización de la ideología dominante (ideología del fiscalizador competente, del operador ‘científico’ capacitado para juzgar objetivamente los resultados del aprendizaje, los progresos en la formación cultural; ideología de la desigualdad y -de la jerarquía naturales entre unos estudiantes y otros, entre éstos y el profesor; ideología de los dones personales o de los talentos; ideología de la competitividad, de la lucha por el éxito individual; ideología de la sumision conveniente, de la violencia inevitable, de la normalidad del dolor -a pesar de la ansiedad que genera, de los trastornos psíquicos que puede acarrear, de su índole ‘agresiva’, etc., el «examen» se presenta como un mal trago socialmente indispensable, una especie de adversidad cotidiana e insuprimible; ideología de la simetría de oportunidades, de la prueba unitaria, y de la ausencia de privilegios, etc.). En efecto, componentes esenciales de la ideología del Sistema se condensan en el «examen», que actúa también como corrector del carácter, como moldeador de la personalidad -habitúa, p. ej., a la aceptación, de lo establecido/insufrible, a la perseverancia torturante en la Norma. Por último, y tal y como demostraron Baudelot y Establet para el caso de Francia, el «examen», con su función selectiva y segregadora, tiende a fijar a cada uno en su condición social de partida, reproduciendo así la dominación de clase. Elemento de la perpetuación de la desigualdad social (Bourdieu y Passeron), destila además una suerte de «ideología profesional» (Althusser) que coadyuva a la legitimación de la Escuela y a la mitíficación de la figura, del Profesor… Toda esta secuencia ideo-psico-sociológica, tan comprometida en la salvaguarda de lo Existente, halla paradógicamente su aval en las prácticas evaluadoras de esa porción del profesorado que, ¿quién va a creerle?, dice simpatizar con la causa dé la «mejora» o «transformación» de la sociedad…
Tratando, como siempre, de distanciarse del modelo del «profesor tradicional», su enemigo declarado, los educadores reformistas pueden promover además la participación del alumnado en la ‘definición’ del tipo de examen (para que los estudiantes se impliquen decididamente en el diseño de la tecnología evaluadora a la que habrán de someterse) y, franqueando un umbral inquietante, en los sistemas mismos de calificación -nota consensuada, calificación por mutuo acuerdo entre el alumno y el profesor, evaluación por el colectivo de la clase, o, incluso, auto-calificación ‘razonada’… Este afán de involucrar al alumno en las tareas vergonzantes de la evaluación, y el caso extremo de la auto-calificación estudiantil, que encuentra su justificación entre los pedagogos fascinados por la psicología y la psicoterapia, persigue, a pesar de su formato progresista, la absoluta «claudicación» de los jóvenes ante la ideología del examen -y, por ende, del sistema escolar- y quisiera sancionar el éxito supremo de la Institución: que el alumno acepte la violencia simbólica y la arbitrariedad del examen; que interiorice como ‘normal’, como ‘deseable’, el juego de distinciones y de segregaciones que establece; y que sea capaz, llegado el casa, de suspenderse a sí mismo, ocultando. de esta forma el despotismo intrínseco del acto evaluatorio. En lo que concierne a la Enseñanza, y gracias al ‘progresismo’ benefactor de los reformadores pedagógicos, ya tendríamos al policía de sí mismo, ya viviríamos en el neofascismo.
Recurriendo a una expresión de López-Petit, Calvo Ortega ha hablado del «modelo del autobús» para referirse a las formas contemporáneas de vigilancia y control:’en los autobuses antiguos, un ‘revisor’ se cercioraba de que todos los pasajeros hubieran pagado el importe del billete (uno vigilaba a todos); en los autobuses modernos, por la mediación de una máquina, cada pasajero ‘pica’ su billete sabiéndose observado por todos los demás (todos vigilan a uno). En lo que afecta a la Enseñanza, y gracias al invento de la «autoevaluación», en muchas aulas se ha dado ya un paso más: no es ‘uno’ el que los controla a todos (el profesor calificando a los estudiantes); ni siquiera son ‘todos’ los que se encargan del control de cada uno (el colectivo de la clase evaluando, en asamblea o a través de, cualquier otra fórmula, a cada uno de sus componentes); es ‘uno mismo’ el que se ‘auto-controla’, uno mismo el que se aprueba o suspende (auto-evaluación). En este autobús que probablemente llevará a una forma inédita de fascismo, aún cuando casualmente no haya nadie, aún cuando esté vacío, sin revisor y sin testigos, cada pasajero ‘picará’ religiosamente su billete (uno se vigilará a sí mismo). Convertir al estudiante en un policía de sí mismo: este es el objetivo que persigue el «reformismo pedagógico» de la Democracia. Convertir a cada ciudadano en un policía de sí mismo: he aquí la meta hacia la que avanza la Democracia en su conjunto. Se trata, en ambos casos, de reducir al máximo el aparato visible de coacción y vigilancia; de camuflar y travestir a sus agentes; de delegar en el individuo mismo, en el ciudadano anónimo, y a fuerza de «responsabilidad», «civismo» y «educación», las tareas decisivas de la Vieja Represión.
e) El favorecimiento de la participación de los alumnos en la gestión de los Centros (a través de ‘representantes’ en los Claustros, Juntas, Consejos Escolares, etc.) y elfomento del «asambleismo» y la «auto-organización» estudiantil. a modo de lucha por la ‘democratización’ de la Enseñanza. En el primero de estos puntos confluyen el reformismo administrativo de los gobiernos democráticos y el «alumnismo» sentimental de los docentes progresistas, con una discrepancia relativa en torno al «grado» de aquella intervención estudiantil (número, mayor o menor, de alumnos en el Consejo Escolar, p. ej.) y a las “materias” de su competencia (¿los problemas de orden disciplinario?, ¿los aspectos de la evaluación,?, ¿la distribución del presupuesto?,). Dejando a un lado esta discrepancia, docentes y legisladores suman sus esfuerzos para alcanzar un mismo y único fin: la integración del estudiante, a quien se concederá -como urdiéndole una trampa- una engañosa cuota de poder.
Después del ‘recorrido’ por la «mansión del embrutecimiento» (así definía Lautreamont la Escuela), queda aún la posibilidad de una implicación en los procesos no-institucionales de ‘educación’ y de transmisión cultural: involucrarse en la retícula cultural no-estatal (centros sociales, ateneos, colectivos, editoriales no-mercantiles, asociaciones de un tipo o de otro, etc.), tener que ver con los modos y procesos de la auto-educación de la población, con las estrategias ‘informales’ de aprendizaje y socialización de la cultura. En mi opinión, la «educación libre» a la que te referías se da justamente allí donde acaba la Escuela, empieza sólo cuando acaba la Escuela…