El derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política: fundamentos teóricos

04.Mar.09    Análisis y Noticias

El derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política: fundamentos teóricos
Alejandro Anaya Muñoz
Revista Chiapas No. 11

El debate sobre los fundamentos de la existencia y las implicaciones del ejercicio del derecho a la autonomía por parte de comunidades culturales minoritarias o subordinadas dentro de estados multiculturales es fundamental en esta época de cambio de siglo, en la que numerosas comunidades culturales en diversas latitudes demandan el reconocimiento de su especificidad y el derecho a controlar su vida interna de acuerdo con sus propias maneras de ver el mundo. Dicho debate ha ocupado un lugar importante dentro de la agenda política mexicana de cambio de siglo, especialmente a partir de 1994, cuando el reclamo de los pueblos indígenas de nuestro país a controlar autónomamente su vida interna comenzó a escucharse con mayor fuerza.

El derecho de las comunidades culturales[1] a la autonomía significa que tienen la facultad de organizar y dirigir su vida interna de acuerdo con sus propios valores, instituciones y mecanismos dentro del marco del estado del cual forman parte. La puesta en práctica de la autonomía implica el establecimiento de mecanismos institucionales que, fundados en el respeto y la valoración de la diversidad, doten a las comunidades culturales de las facultades que permitan y garanticen el ejercicio del derecho en cuestión.

La vida interna de las comunidades culturales (como, por ejemplo, la de los pueblos indígenas de México) se compone de factores variados. Así, el derecho a la autonomía tiene diversos ejes (estrechamente ligados entre sí): político, económico, social y cultural. El presente ensayo se centra en el aspecto político que, a su vez, es permeado y permea a los otros; es decir, en el derecho a la autonomía política o al autogobierno, que es el derecho de una comunidad cultural a gobernar y organizar su vida política interna con base en sus propios valores y a través de sus propias instituciones y prácticas políticas.

Con base en los lineamientos de la filosofía política liberal se presenta aquí un marco teórico que da fundamento a la existencia y al ejercicio del derecho de las comunidades culturales a la autonomía y, particularmente, de los pueblos indígenas a la autonomía política. Se exponen las circunstancias bajo las cuales el reclamo de una comunidad cultural a tener derechos colectivos puede ser teóricamente válido y justificable; se abordan los asuntos que giran en torno a la relación entre el derecho a la autonomía, su ejercicio y el principio liberal de la igualdad y, finalmente, se tocan los temas relativos a las comunidades de migrantes y refugiados y los factores que las hacen diferentes de los pueblos indígenas y las minorías nacionales en estados multiculturales.

¿Pueden las comunidades culturales tener derechos?

De acuerdo con el pensamiento liberal, el individuo es la unidad primaria de valor moral, la fuente primordial de reclamos válidos. Esto es igualmente verdadero para toda persona: todos los individuos son moralmente iguales. Los individuos son el origen, y por lo tanto los destinatarios, de todo derecho; y siendo que todos los individuos son moralmente iguales, todos tienen los mismos derechos. Para el liberalismo las comunidades no son unidades fundamentales de valor moral, ni fuentes independientes de reclamos válidos (Kymlicka, 1989:140). A diferencia de los individuos, las comunidades no pueden tener, pues, reclamos morales fundamentales (Kukathas, 1992:110). Ciertamente, para el pensamiento liberal las comunidades culturales pueden tener intereses y plantear reclamos; sin embargo, éstos sólo pueden aspirar a ser legítimos en la medida en que “influyan en las vidas de individuos, ahora o en el futuro” (Kukathas, 1992:107, 112). Siguiendo la concepción de derechos fundamentados en intereses presentada por Raz (”A tiene un derecho a x, si x es suficiente razón para imponer una obligación sobre B”),[2] algunos intereses colectivos legítimos podrían ser considerados como derechos siempre y cuando sean razón suficiente para imponer una obligación sobre un tercero (persona o entidad).

Entonces, las comunidades culturales pueden tener derechos[3] de acuerdo con esta concepción. En ese sentido, un interés puede ser considerado como derecho si a la luz de los valores fundamentales es lo suficientemente importante como para imponer una obligación sobre algún tercero. Si el individuo (la unidad primordial de valor moral) es considerado como el valor fundamental en una sociedad liberal, los intereses de grupos o comunidades podrán considerarse como derechos en la medida en que tengan un impacto positivo en la vida del individuo. Entonces, el origen de dichos derechos no es el grupo o la comunidad en sí, sino los individuos que la conforman. En otras palabras, las comunidades culturales no son, por sí mismas, el origen de derechos, y en ese sentido tampoco pueden ser sus destinatarias. Sin embargo, de cualquier manera tienen derechos, derechos (quasi) colectivos. Si el origen de los derechos de las comunidades culturales son sus miembros (y no las comunidades en sí), entonces los destinatarios y beneficiarios últimos de esos derechos son esos miembros. Sin embargo, fuera del contexto del grupo o la comunidad, los individuos no podrían ejercer y por lo mismo beneficiarse de dichos derechos. Entonces, las comunidades culturales solamente tienen derechos de una manera un tanto abstracta e indirecta, al mismo tiempo que los individuos tienen dichos derechos solamente de una manera dependiente.[4]

Hasta el momento, el asunto no parece muy complicado: una comunidad cultural puede tener derechos si su ejercicio es necesario para el cumplimiento de algún interés (individual) de sus miembros. Sin embargo, la situación se torna más compleja si consideramos que las comunidades culturales, como cualquier otro grupo, no son homogéneas, y que puede haber conflictos entre intereses colectivos e intereses individuales. ¿Qué pasaría si un derecho colectivo fuese positivo para la promoción de los intereses de algunos miembros de la comunidad, pero negativo para los intereses de otros? ¿Qué pasaría si afectara los intereses de individuos que no son miembros de la comunidad? ¿Sería considerado como derecho dentro del marco teórico que se ha presentado?

Para ser considerado como derecho, cualquier interés colectivo deberá cumplir con los siguientes requerimientos: 1) estar fundado en valores o principios fundamentales; 2) no deberá ir en contra o afectar los mismos valores o principios que le dan fundamento; 3) no deberá violar los derechos humanos individuales; 4) en caso de que tenga que limitar o condicionar el ejercicio de ciertos derechos humanos individuales, deberá estar fundamentado en un valor o principio de mayor importancia que el valor que fundamenta los derechos individuales afectados.[5]

El derecho de las comunidades culturales a la autonomía

Según los argumentos presentados en la sección anterior, las comunidades culturales pueden tener derechos colectivos. Pero, ¿tienen derecho (colectivo) a la autonomía? En este ensayo se considera que sí, a la luz del siguiente argumento. Uno de los principios del pensamiento liberal es la libertad de opción del individuo. Una característica central del liberalismo es su intención de prevenir que el estado o cualquier otro poder determine las opciones del individuo: “Mi vida se desarrolla mejor si la dirijo desde el interior, de acuerdo con mis propias creencias sobre lo que tiene valor” (Kymlicka, 1989:12). Esas creencias, no obstante, no son eternas. El individuo puede revisarlas permanentemente, y aun cambiarlas, pero, en cualquier caso, ello debe ser por decisión libre y autónoma del propio individuo.

La idea expuesta en el párrafo anterior con relación al individuo puede también esgrimirse con relación a asociaciones de individuos. Los individuos nos asociamos alrededor de diferentes factores. Uno de esos factores puede ser la cultura: los individuos formamos grupos culturales, comunidades culturales. Entonces, las comunidades culturales pueden ser consideradas como asociaciones voluntarias de individuos.[6] Una comunidad cultural puede reclamar su derecho a determinar autónomamente la manera de organizar su vida interna y formular y seguir sus propios planes para el futuro, ya que una asociación de individuos libres para elegir debe ser una entidad colectiva igualmente libre para elegir.

La defensa que en este ensayo se hace del derecho a la autonomía de las comunidades culturales se basa, partiendo del principio de libertad de asociación, en el principio de libertad de opción (individual y colectiva). De manera que el derecho a la autonomía no puede ir en contra de estos principios, que son las mismas fuentes de su legitimidad. De aquí surgen tres requerimientos para el ejercicio legítimo del derecho de comunidades culturales a la autonomía: el principio de libertad de asociación implica la existencia de un “derecho a salir” del grupo; la libertad de opción individual requiere la existencia de tolerancia, y la libertad de opción colectiva requiere un sistema democrático de toma colectiva de decisiones.

Considerando el principio de libertad de asociación, para un reclamo válido del derecho a la autonomía una comunidad cultural debe ser, primero que nada, una asociación voluntaria. Si los miembros de una comunidad estuvieran forzados a ser parte de la misma no podríamos hablar de una asociación voluntaria de individuos. Ciertamente, los individuos no eligen la comunidad cultural en la que han de nacer. Así pues, ¿cómo podemos considerar una comunidad cultural como una asociación voluntaria? Kukathas resuelve esta aparente paradoja argumentando que, siendo que los individuos no escogen la comunidad cultural en la que nacen, lo que les da a dichas comunidades el carácter de voluntarias es el hecho de que sus miembros “reconozcan como legítimos los términos de la asociación y la autoridad que los mantiene” (1992:116). Entonces, una comunidad cultural puede ser considerada como una asociación voluntaria si sus miembros están de acuerdo con la manera en que la comunidad está organizada y es gobernada. El corolario necesario para esto es que aquellos miembros que no están de acuerdo deberán tener la libertad de dejar de ser parte de ella si así lo deciden. Obviamente, si alguien fuera forzado a permanecer como miembro de una comunidad, sería imposible argumentar que ésta sea una asociación voluntaria de individuos.

Si el principio de libertad de opción del individuo da fundamento a la existencia de un derecho colectivo a la autonomía, entonces cualquier comunidad cultural que reclame el ejercicio colectivo de dicho derecho deberá respetar la libertad de sus propios miembros de realizar libremente opciones individuales. Evidentemente, una comunidad cultural que no respete la libertad de opción de sus miembros no podría argumentar ser una asociación voluntaria de individuos poseedora de un derecho colectivo a la libre opción. En este sentido, la tolerancia de la disidencia interna se vuelve un asunto fundamental para el ejercicio legítimo del derecho a la autonomía; aquellos miembros de la comunidad que no estuvieran de acuerdo con la manera en que la comunidad está organizada o es gobernada no sólo tienen el derecho de salir de la comunidad, sino también el derecho de permanecer en ella e intentar transformarla.

El tercer principio en que se basa el derecho de comunidades culturales a la autonomía es el de libertad de opción colectiva. Pero, ¿qué tipo de opciones tomadas colectivamente pueden ser consideradas como legítimas? Una decisión tomada por un solo miembro de la comunidad, o por un pequeño grupo de ellos, en la cual el resto de los miembros del grupo no tomaron parte (ni directa ni indirectamente) no puede ser presentada como una opción colectiva. Una opción colectiva legítima es, pues, una en la que todos los miembros de la comunidad han participado en términos de igualdad; en otras palabras, es una opción colectiva democráticamente adoptada.

Resumiendo, los principios que dan fundamento al derecho de las comunidades culturales a la autonomía son la libertad de asociación (y su necesaria contraparte de libertad de disociación), la libertad de elección del individuo y la libertad de opción colectiva. Siendo que, como se mencionó en la sección anterior, para ser considerado como derecho un interés colectivo (en este caso la autonomía) no puede ir en contra de los principios que le dan fundamento, una comunidad cultural tendrá un reclamo legítimo a ejercer su derecho a la autonomía si en su ejercicio respeta el derecho de disociación de sus miembros, si tolera la disidencia interna y si sus opciones colectivas son tomadas de una manera democrática.

Es importante, antes de continuar, subrayar que, como cualquier otro, el derecho de las comunidades culturales a la autonomía no es absoluto. El marco teórico propuesto en este ensayo establece algunas condiciones para su ejercicio legítimo. Más aún, el derecho a la autonomía no implica que las comunidades culturales autónomas sean aisladas o protegidas a toda costa contra cualquier cambio cultural o contra cualquier crítica externa. Las comunidades culturales que son parte de estados multiculturales forman parte de una comunidad más amplia, y aun siendo autónomas siguen siendo parte de ella; tienen que compartir el estado, por decirlo de alguna manera, con otras comunidades culturales con las que han de tener interacción permanente. Como Kukathas lo ha subrayado acertadamente, el punto no es aislar a los grupos culturales, sino definir para ellos un lugar adecuado dentro del conjunto social más amplio (1992:123). Este lugar debe garantizar su inclusión igualitaria, no promover el aislamiento, la exclusión o la subordinación.

El derecho a la autonomía política para los pueblos indígenas

Por el derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política se entiende en este ensayo el derecho que tienen dichos pueblos a controlar autónomamente su vida política interna (dentro del marco del estado del cual forman parte) con base en sus propios valores y a través de sus mecanismos e instituciones políticas. Obviamente, sus fundamentos teóricos y los requerimientos para su ejercicio legítimo son los mismos que aquellos relativos al derecho (más general) de las comunidades culturales a la autonomía. Este derecho está también fundamentado, pues, en los principios de libertad de asociación, de opción individual y de opción colectiva. En el mismo sentido, un reclamo por parte de un pueblo indígena a que se le dote de las facultades necesarias para poder ejercer su derecho a la autonomía política será reconocido como legítimo dentro del marco teórico presentado en este ensayo si su ejercicio respeta los mismos principios en los que la existencia misma del derecho en cuestión se fundamenta y justifica. Y esto supone seguir mecanismos democráticos de toma de decisiones y respetar los principios de tolerancia de la disidencia interna y respeto del derecho a disociación.

Sin embargo, el ejercicio del derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política trae consigo asuntos concretos que van más allá de los relacionados únicamente con los aspectos culturales del derecho a la autonomía; es decir, de los “derechos culturales” de las comunidades culturales minoritarias. En primer lugar, el establecimiento de arreglos institucionales concretos que hicieran posible el ejercicio del derecho a la autonomía política daría a los pueblos indígenas en cuestión la facultad de elegir libremente su propia forma de gobierno interno, y ciertamente no es lo mismo hablar de la existencia de, por ejemplo, distintos idiomas o distintas religiones dentro de un estado que hablar de la existencia de diferentes sistemas de gobierno. En segundo lugar, significa otorgarles ciertos poderes gubernamentales coercitivos, lo cual tiene implicaciones sumamente importantes, particularmente sobre el ejercicio y el respeto de los derechos humanos de los individuos que estén bajo la jurisdicción de los gobiernos indígenas autónomos.

Las comunidades culturales que forman parte de un estado multicultural son parte de una comunidad política más amplia, la cual tiene un marco político, una constitución. Sería necesario, en este sentido, que las formas organizativas, los mecanismos e instituciones políticas elegidas autónomamente por dichas comunidades culturales (en este caso los pueblos indígenas) coincidieran con los preceptos constitucionales fundamentales, o al menos no estuvieran en contradicción fundamental con ellos. Ciertamente, en la mayoría de los casos, las comunidades culturales hegemónicas dentro de los diferentes estados han definido de manera unilateral los marcos constitucionales existentes. En estos casos, las comunidades culturales subordinadas (como los pueblos indígenas) tienen un argumento sólido al indicar que ellas no participaron del todo en la formulación y el establecimiento del marco constitucional de su estado (de su comunidad política) y que, por lo tanto, no están obligadas a hacer que sus instituciones y prácticas políticas sigan los lineamientos constitucionales existentes. En estos casos, sería necesario un proceso de regateo entre el marco constitucional existente y las formas políticas indígenas. Si las contradicciones no son fundamentales, un acuerdo a nivel político podría solucionar el conflicto sin que fuera necesario transformar la constitución. Sin embargo, si las contradicciones son de considerable importancia entonces un proceso (negociado y/o violento) de regateo de los términos constitucionales podría ser inevitable (Tully, 1995: 13). Es necesario reconocer que no solamente la constitución podría ser objeto de transformación en un proceso de regateo de ese tipo. Los pueblos indígenas también podrían ceder y alterar algunas de sus prácticas, mecanismos o instituciones políticas. En cualquier caso, un acuerdo debe lograrse; no podría haber contradicciones fundamentales entre la constitución y las formas políticas concretas mediante las cuales los pueblos indígenas ejercieran su derecho a la autonomía política.

Pasemos ahora al análisis de la relación entre el ejercicio de la autonomía política y el respeto de los derechos humanos (individuales). ¿Qué pasaría si el ejercicio del derecho (colectivo) a la autonomía política entrara en conflicto con el ejercicio de los derechos humanos? De acuerdo con el marco teórico sobre derechos colectivos presentado en la primera sección, un régimen de autonomía política debería respetar los derechos de los individuos. Sin embargo, limitar o condicionar el ejercicio de ciertos derechos individuales podría ser legítimo si el derecho o los derechos individuales limitados o condicionados estuvieran fundamentados en un valor o un principio de menor importancia que los valores que dan fundamento al derecho a la autonomía política. Pero, ¿qué pasaría si los derechos individuales limitados o condicionados encuentran su fundamento en los principios de libertad de asociación, de opción individual y de opción colectiva? Siendo que tanto el derecho colectivo como el o los derechos individuales en conflicto se basan en los mismos valores, ¿cuál podría ser nuestro punto de referencia para solucionar dicho conflicto?, ¿tendríamos que basar nuestra decisión en consideraciones de tipo utilitario? Ciertamente, desde una perspectiva de protección de los derechos humanos eso no sería lo más deseable.[7]

En relación con esta paradoja es importante tener en cuenta que en toda sociedad siempre se presentarán conflictos entre derechos, ya sea entre derechos de diferentes individuos o entre derechos individuales y colectivos. Los conflictos entre derechos y la definición de limitantes y condicionamientos a su ejercicio son inevitables en toda sociedad. Por ello, la existencia de una instancia con la capacidad de resolver dichos conflictos entre derechos ha de ser siempre indispensable.[8] Ciertamente, la situación es diferente si los conflictos entre derechos o entre interpretaciones de derechos surgen de diferencias en valores o percepciones culturales. Puede ser que una comunidad indígena interprete algunos derechos de una manera diferente a como los interpretamos desde una perspectiva liberal-occidental. El asunto no es pretender eliminar dichos conflictos (los cuales, como se ha dicho, son inevitables) sino definir los mecanismos mediante los cuales han de ser resueltos. Para los casos en los que estos conflictos se propicien por diferencias en valores o percepciones culturales, la instancia facultada para solucionarlos deberá ser culturalmente equilibrada, de manera que las soluciones no sean adoptadas unilateralmente por la cultura hegemónica o dominante. En México, bajo el actual orden constitucional, las cortes federales son los cuerpos facultados para resolver las controversias relativas a leyes o actos administrativos violatorios de las garantías constitucionales (artículo 103 de la Constitución mexicana). Evidentemente, esto no sería deseable para el caso de controversias sobre derechos que surjan de diferencias en valores o perspectivas culturales, pues se encuentran inmersas en la tradición jurídica occidental, sobre la cual la cultura indígena no tiene ningún tipo de influencia. Las decisiones tomadas por estos órganos no serían las más adecuadas, pues solamente una de las perspectivas culturales enfrentadas estaría representada en el proceso de solución de controversias sobre derechos. La necesidad de designar y establecer un órgano más adecuado, uno en que ambas culturas estuvieran representadas, es, entonces, fundamental.

Otro asunto importante que necesita ser atendido es la amenaza que el “gobierno de las mayorías” representa para el respeto de los derechos individuales (ver Elster, 1993; Waldron, 1998; y Bellamy, 1995). Las mayorías electorales o legislativas pueden violar los derechos de las minorías al actuar en función de intereses permanentes, pasiones permanentes y pasiones momentáneas (Elster, 1993:18384).[9] En ese sentido, se podría pensar que las mayorías en el interior de las comunidades indígenas podrían violar los derechos de los grupos internos minoritarios o subordinados (como minorías religiosas, no indígenas o mujeres, por ejemplo). Sin embargo, éste es un problema teórico y práctico para cualquier entidad política, no solamente para aquéllas en que los pueblos indígenas ejerzan el derecho a la autonomía política. Las protecciones constitucionales a los derechos individuales, junto con el establecimiento de cuerpos encargados de resolver conflictos entre derechos y de mecanismos institucionales de protección y promoción de los derechos humanos, pueden ser los mejores instrumentos disponibles para garantizar el respeto a los derechos de los miembros de grupos minoritarios en cualquier entidad política.

En cualquier caso, los gobiernos indígenas autónomos tendrían que respetar los derechos de todas las personas que tengan bajo su jurisdicción; algunos derechos individuales pueden ser limitados o condicionados de acuerdo con la legislación relevante y con los criterios presentados en esta sección, pero jamás violados ni negados.

Autonomía política para los pueblos indígenas y el principio de igualdad

Para el pensamiento liberal todos los individuos tienen el mismo valor moral, y por lo tanto los mismos derechos. Por ello, es fácil apresurarse y argumentar que el establecimiento de un esquema de autonomía política para los pueblos indígenas otorgaría un derecho “especial” a los ciudadanos de origen indígena que, al no ser otorgado a la población no indígena, sería inmediatamente calificado como contrario al principio de igualdad. Sin embargo, ¿es realmente así? ¿Considera este argumento todos los aspectos necesarios? Will Kymlicka (1989) enfocándose en el caso de los pueblos aborígenes de Canadá ha trazado un argumento, dentro del marco del liberalismo, en favor del establecimiento de esquemas especiales de derechos para minorías culturales. Su argumento señala que la “membresía cultural” es un valor dentro de una sociedad liberal ya que es el contexto necesario que el individuo requiere para realizar opciones significativas (1989:16281). Los miembros de culturas minoritarias, al contrario de los miembros de las culturas hegemónicas o dominantes, se enfrentan cotidianamente a desventajas predeterminadas (no resultado de sus opciones y acciones) con respecto a la conservación de su cultura (su “contexto de opción”), a lo cual tienen que destinar una cantidad considerable de energía, que de otra manera utilizarían en el seguimiento de sus planes de vida. Esta situación, que coloca a ciertos individuos en una posición desventajosa, es contraria al principio de igualdad, por lo cual debe ser solucionada mediante el establecimiento de esquemas que otorguen a las minorías culturales derechos particulares que eliminen las desventajas que enfrentan. El establecimiento de dichos esquemas es, pues, no sólo no compatible sino también requerido por el principio de igualdad (Kymlicka, 1989:182-90).

Aun cuando los planteamientos teóricos en los que se basa la defensa del derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política son diferentes en el presente ensayo a aquellos presentados por Kymlicka, se coincide con él en esta conclusión. Defender la existencia del derecho a la autonomía política de las comunidades culturales minoritarias (como los pueblos indígenas) no significa argumentar que tengan un derecho “especial” con respecto al resto de los ciudadanos.[10]

El presente ensayo defiende el establecimiento de arreglos institucionales concretos (multiculturales) que garanticen que comunidades culturales minoritarias o subordinadas dentro de cualquier estado (como son los pueblos indígenas) puedan ejercer y gozar su derecho a la autonomía. Es decir, se defiende el establecimiento de arreglos institucionales multiculturales que garanticen que los pueblos indígenas puedan gozar y ejercer, como las comunidades culturales hegemónicas de por sí lo hacen, el derecho de decidir autónomamente la forma y el futuro de su cultura, y el derecho de gobernar su vida interna siguiendo las concepciones, valores y principios y a través de los mecanismos e instituciones concretos que resulten de dicha libre determinación cultural.

Las comunidades culturales hegemónicas, en virtud del control cultural, político y económico que han ejercido, han gozado del derecho de controlar la forma y el futuro de su cultura, así como del derecho de gobernarse siguiendo concepciones, valores y principios y mediante mecanismos e instituciones correspondientes a su estructura cultural. No obstante, las comunidades culturales minoritarias o subordinadas, como los pueblos indígenas, no han podido ejercer dichos derechos. La situación de subordinación y carencia de poder enfrentada por las comunidades culturales minoritarias les ha impedido controlar el proceso de creación y recreación de su propia cultura y sus instituciones de gobierno, y las ha puesto a merced de las decisiones de las culturas hegemónicas.

Más en concreto, el establecimiento de regímenes de autonomía para los pueblos indígenas aseguraría que basaran su vida política interna en las concepciones de representatividad y buen gobierno que emanen de su bagaje cultural, libre y autónomamente determinado. La población no indígena, los miembros de la cultura hegemónica, de por sí disfrutan de dicho derecho, pues han organizado y gobiernan su vida política interna con base en sus propios valores, mecanismos, instituciones y concepciones de representatividad y buen gobierno. En este sentido, dar a los pueblos indígenas el derecho a organizarse y vivir su vida pública de acuerdo con sus propios valores y mecanismos no es concederles más derechos, sino simplemente aquel que el resto de la población de por sí disfruta. En el caso de México, darle a la población indígena el derecho a la autonomía política, lejos de propiciar una situación de desigualdad, remediaría una situación contraria al principio de igualdad que ha marcado toda la existencia del estado mexicano.

Las comunidades culturales minoritarias, debido a su vulnerabilidad, tienen, pues, un interés especial en el establecimiento de arreglos institucionales multiculturales (como sería un régimen autonómico). Dicho interés es lo suficientemente importante como para imponer en el estado una obligación. De manera que el interés de las culturas minoritarias en el establecimiento de instituciones multiculturales puede ser considerado como un derecho. Dicho derecho emana de su situación de vulnerabilidad y subordinación cultural, por lo cual es un derecho propio de comunidades culturales minoritarias y no de comunidades culturales hegemónicas. De modo que el establecimiento de arreglos institucionales multiculturales no sería contrario al principio de igualdad, pues no estaría propiciando una situación en que el estado estuviera distribuyendo recursos y derechos de tal manera que pusiera a un grupo de ciudadanos en desventaja en comparación con otro; lo que estaría haciendo sería, precisamente, mostrar el mismo interés y dar el mismo peso a los intereses y derechos de las distintas comunidades culturales que lo conforman.

Grupos de migrantes y refugiados y el derecho a la autonomía

Al referirnos al derecho a la autonomía de comunidades culturales minoritarias dentro de estados multiculturales hemos tenido en mente la situación relativa a “culturas”, “pueblos” o “naciones” (como los pueblos indígenas y las minorías nacionales) que han sido convertidas en “minorías en su propia tierra” a través de un proceso involuntario de incorporación a un estado colonial o poscolonial. Sin embargo, en la mayoría de los estados contemporáneos encontramos comunidades culturales minoritarias y vulnerables que son producto de la migración (voluntaria o forzada). Me refiero, concretamente, a los grupos de migrantes y refugiados. ¿Tienen también estos grupos un derecho a la autonomía, y en especial a la política?

De entrada, uno podría pensar que, siguiendo el marco teórico aquí presentado, una comunidad de migrantes es, al igual que los pueblos indígenas, una comunidad cultural minoritaria probablemente igual de vulnerable ante las decisiones de la cultura dominante. En ese sentido, si la comunidad de migrantes en cuestión organizara y gobernara su vida interna de manera tolerante, democrática y respetuosa de los derechos humanos, entonces podría legítimamente tener derecho a la autonomía y al establecimiento de instituciones que garantizaran el ejercicio del mismo.

Para comenzar, tenemos que considerar que en la inmensa mayoría de los casos las comunidades de migrantes, si bien procuran mantener algunos aspectos de su cultura de origen dentro de la esfera privada (principalmente en el ámbito familiar y religioso), pretenden integrarse a la cultura hegemónica del estado al cual han migrado, al tiempo que suelen estar dispuestos a regular su vida pública a través de las instituciones existentes en el estado en cuestión (Kymlicka, 1995:14). Sin embargo, el hecho de que la práctica general sea ésta no implica que no pueda haber casos en los que grupos de migrantes deseen mantener su particularidad cultural y no integrarse a la cultura hegemónica, por lo que, desde un punto de vista teórico, el asunto no queda solucionado.

Kymlicka diferencia a las minorías culturales del tipo de los pueblos indígenas o las minorías nacionales de las comunidades de migrantes señalando que los pueblos indígenas o las minorías nacionales son considerados como “naciones”, “pueblos” o “culturas” en el sentido sociológico del término; es decir, como comunidades más o menos institucionalmente completas que ocupan cierto territorio y comparten un lenguaje, una historia y una cultura propias (Kymlicka, 1995:11 y 1996:154). Por su parte, las comunidades de migrantes, aun cuando preserven algunas de sus prácticas culturales, generalmente pierden su carácter de “pueblo”, “nación” o “cultura”, ya que por lo general no ocupan un territorio determinado, han perdido gran parte de su bagaje cultural y, sobre todo, están dispuestas a regir su vida a través del aparato institucional del estado al que han migrado. Sin embargo, de nuevo, el hecho de que por lo general así suceda no resuelve el asunto desde un punto de vista teórico: las comunidades de migrantes podrían ocupar un territorio concreto, podrían preservar su propio idioma, sus formas organizativas sociales y políticas y hasta sus propias instituciones.

Entonces, ¿qué es lo que hace diferentes a los pueblos indígenas o las minorías nacionales de los grupos de migrantes? Hay un elemento fundamental que los hace diferentes. Comunidades culturales como los pueblos indígenas y las minorías nacionales han sido incorporadas involuntariamente como culturas subordinadas al estado del que hoy forman parte. En este sentido, la situación de vulnerabilidad que enfrentan no es producto de una opción propia. Por el contrario, si las comunidades de migrantes enfrentan alguna situación de vulnerabilidad es resultado de una opción propia: ellos decidieron migrar. La diferencia, desde un punto de vista liberal, es fundamental: el individuo debe asumir responsablemente las consecuencias de sus opciones (en este caso migrar a un estado con una cultura diferente), mientras que, inversamente, no tiene por qué asumir las consecuencias que no son resultado de sus propias opciones. Así, el reclamo de una comunidad cultural minoritaria producto de la migración a tener el derecho a la autonomía y al establecimiento de arreglos institucionales concretos que le permitan ejercerlo es considerablemente más débil que un reclamo similar por parte de un pueblo indígena o una minoría nacional (ver Kymlicka, 1995:95).

Ciertamente, algunos grupos de migrantes no abandonaron su país de manera completamente voluntaria. Son numerosos los casos de migrantes que salieron de su país forzados por situaciones extremas de pobreza y marginación. De modo que podría argumentar que hay grupos de migrantes cuya situación de vulnerabilidad no es resultado de una opción libre, por lo que no están obligados a asumir los costos de ella. Así, su situación no parecería fundamentalmente distinta a la de un pueblo indígena o una minoría nacional. Sin embargo, aun cuando es cierto que la situación de vulnerabilidad que enfrentan no es producto de una opción libre y, por lo tanto, no son moralmente responsables de las consecuencias, también es cierto que el estado responsable de dicha situación y el obligado a remediarla no es el estado receptor sino el estado de origen del grupo de migrantes. En ese sentido, el estado receptor no tiene la obligación moral de otorgar a los grupos de migrantes el mismo trato que a los pueblos indígenas o las minorías nacionales.

La situación de grupos de refugiados políticos es similar: su migración no es producto de una opción libre. En este caso, la diferencia está en el carácter temporal del asilo que reciben; ciertamente, los grupos de refugiados son recibidos por los estados anfitriones bajo el supuesto de que es una situación temporal y que eventualmente regresarán a su país de origen, una vez que las circunstancias que forzaron su éxodo hayan desaparecido. No obstante, aun cuando no se espere que la situación que originó la migración se solucione en el corto plazo, y por ende el refugio se considere como probablemente permanente, el estado que causó el traslado de población (es decir, el estado de origen de los refugiados) es el que tiene la responsabilidad sobre las consecuencias que afectan a la población desplazada. Así, no hay motivo para suponer que el estado anfitrión tenga la obligación de revertir la situación de vulnerabilidad cultural que pueda afectar a la comunidad de refugiados (ver Kymlicka, 1995:98).

Conclusiones

Se ha mostrado que un modelo multicultural de ciudadanía es coherente y aun requerido por los principios del liberalismo político en estados multiculturales. Se ha expuesto, en ese mismo sentido, que la existencia del derecho a la autonomía por parte de comunidades culturales, y por lo tanto el derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política, pueden encontrar sustento y justificación en principios fundamentales del pensamiento liberal. Así las cosas, no hay razón por la cual una sociedad liberal considere como contrario a sus principios el establecimiento de arreglos institucionales concretos que permitan a los pueblos indígenas o las minorías nacionales el ejercicio de su derecho a la autonomía. Más aún, el establecimiento de dichos arreglos institucionales multiculturales y autonómicos en estados multiculturales puede incluso ser necesario para la realización de los ideales liberales. Llevando el argumento a la situación a la que más atención se le ha puesto en el presente ensayo, no hay razón por la cual una sociedad liberal encuentre inaceptable que los pueblos indígenas que la conforman ejerzan su derecho a la autonomía política. En ese sentido, los pueblos indígenas que forman parte de estados multiculturales tienen, pues, el derecho al establecimiento de arreglos institucionales concretos que lo garanticen. El corolario lógico es la obligación de los estados en cuestión de establecer dichos arreglos.

Sin embargo, el derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política no es un derecho absoluto. Su derecho al establecimiento de instituciones que les permitan organizar y controlar su vida política interna siguiendo sus propios principios, mecanismos e instituciones está supeditado a que en el ejercicio de su derecho a la autonomía política los pueblos indígenas se gobiernen a sí mismos de una manera tolerante, democrática y respetuosa de los derechos humanos. Este requerimiento puede mostrarse como una paradoja insalvable del marco teórico presentado en este ensayo: los pueblos indígenas tienen derecho a autogobernarse… siempre y cuando se gobiernen de una manera más o menos liberal. Esto podría sonar a una imposición cultural más, en el fondo contraria a la defensa del derecho a la autonomía. Sin embargo, lo que se ha defendido aquí no es tanto un proceso de imposición sino de un inevitable regateo entre las diferentes culturas involucradas en la definición de los términos del multiculturalismo en estados formados por dos o más comunidades culturales. Ciertamente, el marco teórico aquí presentado requiere el respeto de principios liberales fundamentales; sin embargo, defiende la legitimidad de arreglos institucionales alternativos mediante los cuales dichos principios pueden ser puestos en práctica. Lo que estas líneas han probado es que una sociedad liberal es capaz de aceptar la existencia de caminos alternos; que una sociedad liberal es capaz de entablar un diálogo con otras perspectivas culturales; y que perspectivas culturales que toman más en serio a la colectividad son capaces de hacerlo sin afectar la libertad de sus miembros y la igualdad entre ellos.

Referencias

Bellamy, Richard, “The Constitution of Europe: Rights or Democracy”, en R. Bellamy, V. Bufacci y D. Castiglone (comps.), Democracy and Constitutional Culture in the Union of Europe, Lothian Foundation Press, Londres, 1995.

Donnelly, Jack, Universal Human Rights in Theory and Practice, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1989.

Elster, Jon, “Majority Rule and Individual Rights”, en S. Shute y S. Hurley (comps.), On Human Rights: the Oxford Amnesty Lectures, 1993, Basic Books, Nueva York, 1993.

Freeman, Michael, “Are There Collective Human Rights?”, Political Studies, vol. 43, 1995, pp. 25-40.

Kukathas, Chandran, “Are There Any Cultural Rights?”, Political Theory, vol. 20, n. 1, pp. 105-39.

Kymlicka, Will, Liberalism, Community and Culture, Claredon Press, Oxford, 1989.
—, Multicultural Citizenship, Clarendon Press, Oxford, 1995.

Tully, James, Strange Multiplicity. Constitutionalism in an Age of Diversity, Cambridge University Press, Cambridge, 1995.

Waldron, Jeremy, “Judicial Review and the Conditions of Democracy”, The Journal of Political Philosophy, vol. 6, n. 4, 1998.

Notas:

[*]

Agradezco profundamente los cuestionamientos y comentarios que me han sido planteados por diversas personas que han leído y escuchado versiones previas de este trabajo. Sin duda, sus aportaciones me han permitido mejorar estas líneas. En particular, quisiera agradecer al doctor Michael Freeman, del Departamento de Gobierno de la Universidad de Essex. Obviamente, los errores y debilidades que el argumento aún presente son responsabilidad única del autor.

[1]

Por “comunidad cultural” se entiende en este ensayo cualquier grupo o comunidad que cuenta con características culturales particulares, diferentes a las de otros grupos culturales que junto con ella conforman un estado. En este sentido, un estado (o “comunidad política”) puede estar conformado por diversas comunidades culturales (pueblos, naciones o grupos étnicos), como de por sí lo están la gran mayoría de los estados en el mundo actual. Ver Kymlicka, 1989:135-37.

[2]

Ver Freeman, 1995:30.

[3]

Aunque no necesariamente derechos humanos puesto que éstos son individuales; ver Donnelly, 1989:145.

[4]

Esta postura liberal (el individuo como fuente y sujeto fundamental de derechos) es la que prevalece en los artículos que se refieren a cierto tipo de derechos “colectivos” en los instrumentos internacionales de derechos humanos. El artículo 1° común del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) establece el derecho de los pueblos a la autodeterminación. En el mismo sentido, el artículo 25 del PIDESC reconoce el derecho de los pueblos a disfrutar y utilizar libremente sus recursos naturales. Igualmente, varios artículos de la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (artículos 19 a 24) incluyen a los pueblos como beneficiarios de derechos. Éstas son las únicas provisiones vinculantes dentro del derecho internacional que hablan de derechos cuyo destinatario es una entidad colectiva. Por otro lado, la única provisión vinculante que hace referencia a los derechos de las minorías es el artículo 27 del PIDCP. Este artículo establece que las personas pertenecientes a minorías étnicas, religiosas o lingüísticas deberán tener el derecho de disfrutar, en comunidad con otros miembros de su grupo, su cultura, practicar su religión o usar su lenguaje. Nótese que el derecho se otorga a las personas pertenecientes a minorías, y no a las minorías en sí. La Declaración Universal sobre los Derechos de las Minorías (instrumento que no es jurídicamente vinculante) está redactada en términos similares, otorgando derechos a los miembros de las minorías y no a las minorías en sí.

[5]

Enfatizo los términos limitar y condicionar con el objetivo de subrayar la diferencia con respecto a la violación de dicho derecho. Ningún derecho es absoluto, por lo que su ejercicio tiene que ser siempre limitado e incluso condicionado por el ejercicio de otros derechos y de los derechos de otros, o, como lo indica el artículo 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por los justos requerimientos de la moralidad, el orden público y el bienestar general en una sociedad democrática. Limitar y condicionar derechos es, por ello, no solamente válido, sino inevitable. Por el contrario, violar un derecho implica su negación total o parcial, así como su limitación o condicionamiento desproporcional o no basado en el respeto de otros derechos, los derechos de otros, o los requerimientos mencionados por el artículo 29 de la Declaración Universal.

[6]

De aquí en adelante desarrollo un argumento en el cual fundamento el derecho de las comunidades culturales a la autonomía(y consecuentemente el derecho de los pueblos indígenas a la autonomía política) en los principios de libertad de asociación y libertad de elección. Considero a las comunidades culturales como asociaciones voluntarias de individuos, siguiendo lo expuesto por Chandran Kukathas (1992), quien considera a las comunidades culturales como asociaciones voluntarias de individuos con intereses legítimos, siempre y cuando estas asociaciones se basen en los principios de libertad de asociación y de disociación.

[7]

Una percepción utilitaria seguiría la máxima: “el mayor bienestar para el mayor número”. Sin embargo, ello podría implicar sacrificar los derechos de una minoría en favor de los de la mayoría, lo cual trae consigo importantes cuestionamientos teóricos y éticos.

[8]

Hay un interesante debate relativo a si las cortes son el cuerpo más adecuado para resolver conflictos entre derechos. Confrontar las posiciones de Elster, 1993; Waldron, 1998, y Bellamy, 1995.

[9]

Para un planteamiento que considera que las decisiones de las mayorías no siguen únicamente intereses y pasiones sino también principios, ver Bellamy, 1995:164.

[10]

En ese sentido, es necesario subrayar que este ensayo ha hablado del derecho de las “comunidades culturales” a la autonomía en general y a la autonomía política en particular. El hecho de que las reflexiones de la sección anterior se hayan centrado en un tipo de comunidad cultural (los pueblos indígenas) no significa que el derecho a la autonomía política sea una prerrogativa de las comunidades culturales de identidad indígena. En otras palabras, el marco teórico aquí propuesto sugiere que toda comunidad cultural tiene un derecho a la autonomía y, por tanto, a la autonomía política.