Alejandro Toledo Ocampo
Hacia una economía política de la biodiversidad y de los movimientos ecológicos comunitarios. Parte 2
Revista Chiapas No. 6
Colombia: estado, capital y movimientos sociales
Con un poco más de un millón de km2 de superficie, que equivalen solamente a 0.77 por ciento de la superficie de las tierras emergentes del mundo, el territorio colombiano aloja aproximadamente 10 por ciento de la biodiversidad del planeta. Con 1 754 especies de aves (19.4 por ciento del total mundial), aproximadamente 55 mil plantas fanerógamas, 155 especies de quirópteros (17.2 por ciento del total mundial), Colombia es reconocida hoy como un centro de alta biodiversidad de la Tierra.
Con un territorio integrado por siete pisos altitudinales (basal, premontano, montano bajo, montano, subalpino, alpino y nival, según el sistema de Holdridge) que oscilan entre los 0 y los 5 775 m sobre el nivel del mar, Colombia es una de las regiones biogeográficas, climáticas y edáficas más complejas del continente americano.
Los movimientos indígenas encabezados por el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), que se han desarrollado entre las comunidades que se asientan a lo largo de las cordilleras Oriental, Central y Occidental, son bastante conocidos por su combatividad. Menos visibles han sido los movimientos encabezados por las poblaciones negras de la costa del Pacífico. Éstos, sin embargo, se sitúan en el centro de la batalla por la biodiversidad latinoamericana.
MOVIMIENTOS ECOLÓGICOS EN LA COSTA DEL PACÍFICO COLOMBIANO3
Las selvas tropicales de la costa del Pacífico colombiano constituyen un espacio social idóneo para observar y estudiar, por un lado, los cambios en los modos de reapropiación de la naturaleza por el capital y, por el otro, los procesos de reinvención de la naturaleza y la búsqueda de alternativas de desarrollo económico y social, por parte de las poblaciones y comunidades locales (Escobar, 1997).
La costa del Pacífico en Colombia es una región de selvas tropicales de una biodiversidad legendaria. En ella se han practicado en los años recientes tres clases de políticas de explotación de sus recursos: a) las vinculadas con los procesos de apertura hacia la economía mundial, que buscan la integración del país a las economías de la cuenca del Pacífico; b) las nuevas estrategias de desarrollo sustentable y de conservación de la biodiversidad, y c) el incremento de formas visibles de movilización de las poblaciones negras e indígenas en defensa de sus recursos (Escobar, 1997).
El escenario
La región de la costa del Pacífico colombiano es una vasta área de selvas tropicales, de una extensión aproximada a los 1 100 km de largo y entre los 90 y 180 km de ancho, que se prolonga desde Panamá hasta Ecuador y que es estrechada por los Andes Occidentales y el Pacífico. Esta amplia extensión del territorio colombiano cuenta con una población aproximada a los 900 mil habitantes, que viven en ciudades medianas, pequeñas poblaciones y comunidades rurales que se esparcen entre los ríos que fluyen de los Andes hacia el Pacífico.
Como la mayoría de las regiones que cuentan con una alta diversidad biológica, el Pacífico colombiano es una región extremadamente pobre medida con los patrones de desarrollo occidentales. Para empezar, es una región inhóspita con uno de los más altos niveles de lluvias, calor y humedad en el mundo. De bajos niveles nutricionales y de ingresos per capita, con altas tasas de enfermedades como la malaria.
Poblada en un alto porcentaje por afrocolombianos descendientes de esclavos negros traídos de África en el siglo XVI, y por cerca de 50 mil indígenas, principalmente emberas y waununas, que viven en la provincia del Chocó, las poblaciones negras han mantenido y desarrollado un conjunto de prácticas culturales significativamente diferentes de las de sus ancestros españoles y africanos, tales como las actividades productivas múltiples, familias extensas, matrilinialidad, danzas, tradiciones orales y musicales, cultos funerarios, brujerías, etcétera. Aunque esta región nunca ha estado aislada del mercado mundial –ha vivido sucesivamente los periodos de auge del oro, las maderas preciosas, el hule y los materiales genéticos–, no fue sino hasta los años ochenta cuando la región experimentó políticas coordinadas de desarrollo económico. Es en este periodo cuando los grandes planes de desarrollo promovidos por el estado colombiano dan lugar a la movilización de las tres fuerzas que hoy deciden el destino de la región: el estado, el capital y los movimientos sociales.
El discurso del estado y el capital: apertura y desarrollo sustentable
Con casi cuatro centurias de atraso con respecto al resto del país, la región de la costa del Pacífico entra a la era de la economía global y del desarrollo sustentable a través del PLADEICOP (Plan para el Desarrollo Integral para la Costa Pacífica). Como prácticamente todos los planes elaborados por las entidades gubernamentales latinoamericanas bajo la asesoría de la burocracia internacional, se trató de una visión tecnocrática de la costa pacífica sin vinculación con sus realidades y que no tomó en cuenta las particularidades de las culturas locales. Y las familias afrocolombianas han debido realizar procesos de hibridación de prácticas tradicionales con las tecnologías modernas recomendadas por la tecnoburocracia responsable de la ejecución de programas que buscan la reconversión de la agricultura tradicional a técnicas orientadas a la mercantilización de la tierra, el trabajo y la producción.
La costa pacífica colombiana, rebautizada como “el mar del siglo XXI”, se ha incorporado a los planes gubernamentales de integración con la cuenca del Pacífico, desde principios de los años noventa. De acuerdo con estos proyectos, la región está destinada a jugar un papel estratégico como plataforma de lanzamiento hacia la economía del futuro. Desde esta perspectiva, el descubrimiento de su riqueza biológica, de su biodiversidad, es un factor importante en esta visión del futuro, por contradictorio que pudiera parecer. En el centro de estas contradicciones, se plantea el objetivo de alcanzar un desarrollo sustentable para la región. En la realidad, se trata de la puesta en práctica de una política mucho más devastadora que la enunciada en el plan original. Esto ha provocado la oposición de las poblaciones locales, quienes han visto en el discurso de la apertura y del desarrollo sustentable una manera de controlar y aprovecharse de sus recursos naturales.
A las tradicionales explotaciones de sus recursos madereros y mineros por corporaciones multinacionales y financiadas en parte con dinero de las operaciones del narcotráfico (que han significado la devastación de las selvas a un ritmo de 600 mil hectáreas al año), ahora se han agregado programas de cultivos de plantación como los de la palma africana, granjas camaronícolas, empresas pesqueras ribereñas y de litoral, empacado de productos pesqueros para la exportación y el turismo. Cada una de estas actividades ha traído consigo una enorme carga de transformaciones ecológicas, económicas y culturales. Las plantaciones de palma africana, por ejemplo, han crecido mediante el despojo, por la compra o por la fuerza, de las tierras de los agricultores afrocolombianos, desplazándolos de sus recursos y reduciéndolos a la proletarización masiva. Pero Colombia es ahora el quinto productor mundial de palma africana. La introducción de la camaronicultura ha transformado también el paisaje ecológico y cultural de la región. Ha perturbado los frágiles equilibrios de los flujos de energía de sus sistemas costeros, destruyendo grandes áreas de manglares y estuarios de importancia vital para la productividad biológica. El camarón es procesado y empacado por mujeres, muchas de las cuales abandonaron sus antiguas prácticas agrícolas y pesqueras de subsistencia, para proletarizarse en condiciones bastante precarias. La camaronicultura es una operación altamente tecnologizada que requiere laboratorios para la producción de larvas, alimentos artificiales, y cuidadosas y controladas condiciones de cultivo. Ciencia y capital se requieren en estas empresas promovidas por las multinacionales. Destinadas a la rápida generación de ganancias, no producen ninguna clase de transformaciones positivas y durables en las estructuras sociales y culturales locales. Están diseñadas para el despojo. La escala de sus operaciones, sin embargo, ha introducido una serie de desequilibrios sociales profundos. Nuevas formas de pobreza y desigualdades sociales han aparecido en el panorama regional: la proletarización de las masas rurales, el surgimiento de nuevas élites que han aprovechado el pastel de la modernización y el crecimiento notable de sus ciudades.
Los movimientos sociales afrocolombianos: una respuesta al desarrollo sustentable
A partir de los primeros años de la década de los setenta, un vibrante movimiento social conmueve a las comunidades de la costa pacífica colombiana: el movimiento de las poblaciones afrocolombianas contra el discurso oficial sobre la biodiversidad y el desarrollo sustentable; por la titulación de sus tierras comunales; por sus derechos ciudadanos, y por el reconocimiento de su identidad cultural. Esta situación ha cambiado dramáticamente la concepción de que se trataba de una población indolente e incapaz de aprovechar por sí misma sus recursos. El movimiento se ha propuesto la construcción de un proceso de desarrollo autónomo y basado en su identidad cultural y social: en la defensa de sus recursos naturales y su medio ambiente.
Estos objetivos fueron expresados en la Tercera Convención de Comunidades Negras, celebrada en el valle del río Cauca en septiembre de 1993. Allí el movimiento declaró sus principales objetivos políticos del modo siguiente: primero, el derecho a una identidad, esto es, el derecho a ser negro de acuerdo con la lógica cultural y la visión del mundo enraizada en la experiencia negra, en oposición a la cultura nacional dominante, principio también llamado de “la reconstrucción de la conciencia de la negritud”, y el rechazo al discurso dominante de “la igualdad”. Segundo, el derecho a un territorio como un espacio para realizarse y como un elemento esencial para el desarrollo de la cultura. Tercero, el derecho a la autonomía política, como un prerrequisito para la práctica del ser social e individual, y para promover la autonomía social y económica. Cuarto, el derecho a la construcción de su visión del futuro. Quinto, un principio de solidaridad con las luchas de las poblaciones negras a través del mundo, en favor de sus visiones alternativas.
El Chocó, como el departamento que concentra la mayoría de la población negra del país, es el centro neurálgico de este movimiento, que se ha denominado Proceso Nacional de Comunidades Negras. Su característica más distintiva es la articulación de propuestas políticas con una base y un carácter primariamente etnocultural. Su lucha, por consiguiente, no es un catálogo de demandas en favor del “desarrollo” y de la satisfacción de “necesidades”: es, abiertamente, una lucha en términos de la defensa del derecho a la diferencia cultural. En ello reside el carácter radical de este movimiento, que concibe la identidad como un conjunto de prácticas que caracterizan a una “cultura negra”: las tradiciones orales, la ética de la no-acumulación, la importancia de la afinidad y de las familias extensas, la matrilinialidad y los conocimientos tradicionales sobre las selvas y sus recursos.
La elección de la diferencia cultural como un concepto articulante de la estrategia política es decisiva. Y la interrelación entre territorio y cultura es de igual modo de una importancia fundamental. Los activistas de este movimiento conceptualizan el territorio “como un espacio para la creación de futuros, para la esperanza y la continuidad de la existencia”. La pérdida del territorio está ligada “al retorno a los tiempos de la esclavitud”. Pero el territorio es también una concepción económica ligada a los recursos naturales y a la biodiversidad.
Así, la concepción del derecho al territorio como “un espacio ecológico, productivo y cultural” es una nueva demanda política en el panorama de los movimientos sociales latinoamericanos. Se trata de una lucha por la reterritorialización de los espacios afectados y capturados por los aparatos ideológicos, políticos y económicos de la modernidad, la globalización y el desarrollo sustentable. Como la cuestión de la identidad, la del territorio figura en el corazón del movimiento negro en Colombia.
El trópico en llamas: los movimientos ecológicos indígenas y campesinos en el sureste de México
Hoy el sureste mexicano es un amplio campo de batalla, donde se lleva a cabo una confrontación militar, política, económica, social, cultural y religiosa que rebasa el ámbito de lo local, de lo regional y de lo nacional, para inscribirse en la lucha general por la defensa de la diversidad biológica y cultural del planeta.
Pero esta confrontación militar sólo es el extremo más visible de la amplia gama de luchas sociales, políticas, culturales y religiosas que hoy se libran en esta parte del territorio mexicano y que tienen por eje la conservación de los recursos naturales y de la identidad cultural de sus poblaciones. Hoy el sureste mexicano es el escenario de “una guerra de baja intensidad”, que se manifiesta en la violencia cotidiana de las disputas por la tierra entre comunidades indígenas y campesinas, y los grandes propietarios ganaderos; en el bloqueo de instalaciones petroleras, y las protestas por la contaminación de las áreas de pesca y de cultivos; en las luchas de las poblaciones por la conservación de su riqueza forestal; en la confrontación fratricida entre diferentes grupos políticos en el seno de las comunidades rurales, y en las intensas batallas de las comunidades por la conservación y reinvención de sus tradiciones culturales y religiosas.
Hoy este mundo rural está conmocionado por la toma violenta de tierras ganaderas, los desalojos por parte de la policía estatal y el ejército, las represiones de las guardias blancas pagadas por los caciques ganaderos, las requisas domiciliarias y los encarcelamientos, los secuestros y ejecuciones sumarias de dirigentes campesinos y sus familiares, las violaciones y los asesinatos de miembros inocentes de la población civil. Y, en las zonas petroleras, por los bloqueos de instalaciones, caminos de acceso y carreteras. Los enfrentamientos con los diversos cuerpos de policías estatales y federales, y con el ejército regular, forman parte de las acciones cotidianas de protesta de las poblaciones afectadas por un sistema de producción que persiste en transferirles sus costos ecológicos y sociales.
En el sureste habita 60 por ciento de la población indígena del país. Sus habitantes integran un complejo mosaico de culturas, religiones, idiosincrasias y prácticas productivas integradas a sus condiciones ecológicas. En 1990, de los 22 movimientos ecológicos visibles por su fuerza incontestable a nivel nacional, 16 ejercían sus acciones de protesta en la región contra la destrucción de sus ecosistemas (Toledo, 1992). Se trata de comunidades indígenas y campesinas que ejercen acciones de protesta y movilizaciones masivas en una lucha generalizada por el manejo de sus bosques (tzotziles, tzeltales, zoques, mixes, nahuas, zapotecos, chontales, chinantecos y huastecos); por la conservación y el manejo de sus recursos naturales (las comunidades que rodean las zonas de reservas de Montes Azules, S’ian Kaan, Calakmul, El Triunfo, El Ocote, Los Chimalapas, Santa Marta); por la restauración de sus ecosistemas afectados por la contaminación petrolera (chontales y nahuas); por la reapropiación de sus productos (mieleros de Yucatán; cafetaleros de Chiapas y Oaxaca; vainilleros de la Huasteca); por la defensa de sus pesquerías (huaves y chontales de Tabasco y Oaxaca), y por la restauración de sus suelos empobrecidos (mixtecos).
El escenario
El sureste de México es uno de los sitios privilegiados del territorio nacional por su diversidad biológica y cultural singularmente alta. Es, como todo el universo biogeográfico mexicano, un mosaico de regiones ecológicas, ecosistemas y especies. Rodeado en su porción atlántica por los cálidos y ricos mares tropicales del Golfo y el Caribe y de las no menos ricas zonas de surgencias costeras del golfo de Tehuantepec, en el Pacífico sur mexicano, y surcado por los grandes sistemas montañosos norte y centroamericanos, el sureste posee una enorme riqueza biótica. Dotada de las más amplias plataformas continentales de los mares mexicanos, de los más numerosos bancos de arrecifes coralinos, de las mayores y más productivas lagunas costeras, de la extensión más amplia de planicies costeras atlánticas y pacíficas, de las más extensas comunidades de manglares, de las más grandes reservas de aguas dulces, de los mayores ríos y de las extensiones más importantes de selvas tropicales de México, esta región es una de las zonas biológicas más ricas entre las que se ubican y caracterizan el cinturón genético de la Tierra.
La población
Este sistema ambiental complejo y altamente integrado constituye el escenario natural de algunas de las mayores hazañas culturales de la historia del hombre en el continente americano. Poblada por olmecas, mayas, chontales, popolucas, nahuas, mixes, zapotecas, huaves, zoques, cakchiquiles, mames, kanjobales, chujes, jacaltecos, choles, tzotziles, tzeltales y tojolabales, la diversidad cultural del sureste ha sido, en diferentes momentos de la ocupación humana de su territorio, fiel reflejo de su diversidad biológica. Desde comunidades agrícolas rústicas hasta estados agrícolas complejos y refinados, las poblaciones del sureste lograron manejar, de un modo sustentable, por cientos de años, esta inmensa riqueza biológica.
Sus poblaciones, muy al contrario de lo que registra la historia oficial, eran antes de la llegada de los españoles notablemente densas. Existen evidencias que permiten estimar conservadoramente la población total del área en 1 millón 700 mil habitantes algunos años antes de la llegada de los españoles, cifra impresionante, si se compara con cualquiera de los asentamientos humanos de la época. Sólo en Yucatán, se estimaba una población de más de un millón de pobladores. Tabasco y la región de la laguna de Términos tenían por lo menos 250 mil habitantes. Una cantidad similar se estimaba en la región entre los ríos Tonalá y Coatzacoalcos. Y aproximadamente 200 mil habitantes se encontraban dispersos en las serranías chiapanecas y oaxaqueñas. El Soconusco contaba por lo menos con 80 mil pobladores.
El exterminio
Los conquistadores y civilizadores occidentales iniciaron en el siglo XVI su tarea simplificadora de la biodiversidad del sureste con el exterminio de su población. Fue el primer paso. Sólo en los primeros años de la conquista, hacia 1550, la población ya se había reducido a 400 mil habitantes, es decir, 75 por ciento había desaparecido víctima del primer choque brutal con los recién llegados. Algunos años después, hacia 1600, se censaron solamente 250 mil pobladores. El primer siglo de la colonia significó así el exterminio de 85 por ciento de la población prehispánica. Las acciones militares, las enfermedades, las reducciones y las encomiendas redujeron los 250 mil habitantes del área de laguna de Términos y Tabasco a sólo 8 200. Del millón cien mil habitantes de Yucatán sólo quedaron 150 mil. En la región del río Coatzacoalcos y Tonalá, sólo vivían escasos 3 mil pobladores. Los 80 mil habitantes del Soconusco se redujeron a 4 mil. Sólo los pobladores de los Altos de Chiapas, los zoques y los mixes oaxaqueños, mejor resguardados por sus sierras, se pudieron salvar del exterminio total.
La repoblación indígena de la región fue un proceso lento que requirió siglos. Pero hay que señalar que jamás volvió a alcanzar las densidades prehispánicas.
Las presas hidroeléctricas: ¿bienestar o catástrofe?
El sureste de México concentra 46 por ciento de los escurrimientos superficiales del país. Todos sus grandes ríos: el Grijalva y el Papaloapan, en la vertiente atlántica, y el río Tehuantepec, en la vertiente pacífica, han sido represados. Ellos generan más de 60 por ciento de la energía hidroeléctrica que requiere el consumo interno de México. Los costos ecológicos y sociales han sido inmensos. La construcción de presas ha significado la alteración drástica de los ríos como sistemas de transporte de nutrientes y minerales, y el desalojo de poblaciones enteras. Son, por lo tanto, otras tantas fuentes de conflicto en la región. Desde las gigantescas obras llevadas a cabo en el Alto Grijalva, hasta las que represaron los sistemas del Papaloapan y el río Tehuantepec, las presas se significaron por las políticas de desalojos de las comunidades indígenas de sus asentamientos ancestrales. En algunos casos, como los de las comunidades desalojadas en los Altos de Chiapas, donde se inundaron más de 100 mil hectáreas de las más fértiles tierras agrícolas para alojar las aguas de los vasos de las gigantescas presas de Malpaso, La Angostura, Chicoasén y Peñitas, fueron obligadas a cambiar sus actividades agrícolas por la pesca de aguas dulces; y otros, como la región oaxaqueña de la Chinantla, fueron trasladados violenta y masivamente a otras regiones. El caso de los indígenas chinantecos ejemplifica claramente estos procedimientos brutales con los que se ha llevado a cabo la modernización de la sociedad mexicana.
El Alto Papaloapan: ecocidio y etnocidio
En 1947 se puso en marcha la Comisión del Río Papaloapan, con la finalidad de ejecutar el Proyecto Cerro de Oro (presas Temazcal y Cerro de Oro) en el Alto Papaloapan: una gigantesca obra (más de 700 km2, con una capacidad máxima de almacenamiento de 13 billones de m3) destinada a controlar los flujos (44 billones de m3 anuales) de una de las mayores cuencas hidrológicas de México, que comprende 357 municipios de tres estados de la república: 264 en Oaxaca, 64 en Veracruz y 29 en Puebla. En 1950 se construyó la primera parte del proyecto (presa Temazcal). En 1972 se aprobó la segunda fase (la presa Cerro de Oro), que se inició en 1974. Con estas decisiones se puso en marcha un plan de reacomodo de la población que inevitablemente sería desplazada, mazatecos y chinantecos principalmente. Se eligieron para este reacomodo algunas áreas del Istmo Central entre los valles de los ríos Lalana y Trinidad, en territorio oaxaqueño, y el valle del Uxpanapa, en el veracruzano.
El primer paso fue desmontar miles de hectáreas de selvas tropicales lluviosas, y el segundo, llevar a cabo un costoso plan de reacomodo de los indígenas desplazados. Se operó así un doble desenraizamiento. La población indígena se vio obligada a abandonar miles de hectáreas de las más fértiles de sus tierras (19 mil hectáreas en el caso de los chinantecos), que serían sepultadas por la inundación de los vasos de las presas. Más de 20 mil mazatecos, y entre 15 y 20 mil chinantecos, fueron desalojados y obligados a abandonar un hábitat y un medio que les había proporcionado el sustento durante siglos. Y, por otra parte, se destruyó la cubierta vegetal, especialmente en las áreas ocupadas por la selva tropical lluviosa del Istmo Central.
Todo el horror de los cambios operados a partir de la construcción de las grandes presas y de las colonizaciones dirigidas con el propósito de aprovechar para fines agrícolas e industriales las tierras y los recursos maderables del trópico húmedo se conjugaron para hacer de las experiencias vividas por los indígenas afectados una de las más grandes tragedias sociales y ecológicas en la historia de la modernización de la sociedad mexicana.
Al final de esta pesadilla modernizadora, los mexicanos hubieron de pagar puntualmente al Banco Mundial los millones de dólares invertidos (1 600 en todo el Proyecto Cerro de Oro), así como los altísimos costos de mantenimiento de las presas, y perdieron miles de hectáreas de un patrimonio biológico irrecuperable. Los chinantecos salieron de este brutal sueño tecnocrático sin su hábitat, sus dioses, su cultura, y más explotados por quienes sí supieron sacar provecho de los errores de la maquinaria modernizadora: los caciques y los ganaderos, los narcotraficantes, los políticos y las empresas constructoras.
Hoy estas poblaciones desalojadas de sus hábitats se han agrupado en asociaciones que luchan por recuperar parte de su patrimonio biológico y cultural perdido.
La petrolización del trópico
Los costos ecológicos y sociales de la política petrolera mexicana en el siglo XX fueron íntegramente cargados a las poblaciones indígenas, campesinas y de pescadores del sureste. Zonas litorales de pesca, estuarios, lagunas costeras, pantanos, manglares, planicies, selvas bajas caducifolias, cuencas altas, selvas lluviosas: todo mostraba ya, después de un siglo de manejos imprudentes, algunas formas de desequilibrio atribuibles directa o indirectamente a esta obra de extracción intensiva de los ricos mantos petroleros.
En el plano social, las contradicciones llegaron a su máximo. El crecimiento desmesurado de las ciudades petroleras desbordó toda la capacidad de las administraciones locales para sortear problemas críticos: vivienda, agua potable, drenaje, escuelas y servicios médicos. La presión sobre los servicios colectivos fue más intensa que nunca. El costo de la vida se elevó sustancialmente alterando las condiciones de vida de las poblaciones locales.
Las razones de estado que justificaron el ecocidio y el etnocidio que se practicaron en las zonas petroleras del sureste fueron las de subsidiar con energía barata los procesos de industrialización y generar las divisas necesarias para pagar los costos de la modernización (”La patria es primero”, rezaba el lema oficial de esta fase de explotaciones intensivas…) y la cada vez más pesada deuda externa. Así se justificaron las expropiaciones de ejidos, tierras comunales, invasiones de áreas de pesca, destrucción de lagunas costeras, manglares, selvas tropicales, y la contaminación de los ríos.
Pero hoy ya no es posible seguir transfiriendo los terribles costos ecológicos y sociales del sistema energético de hidrocarburos a las poblaciones indígenas y campesinas del sureste. Con claridad estas poblaciones han expresado su decisión de no cargar más el peso de un sistema productivo cuyos dirigentes, una y otra vez, las han engañado, humillado y ofendido, expropiándoles sus recursos naturales, alterando sus estilos de vida y excluyéndolos sistemáticamente de sus beneficios.
Sólo en el periodo 1990-1994, se presentaron ante la empresa estatal Pemex 315 080 reclamaciones por derrames, pérdida de artes de pesca, cultivos y corrosión de alambradas; se cerraron y bloquearon 1 706 instalaciones petroleras, por protestas multitudinarias de los pobladores; 8 274 MB de producción de aceite y 21 624 MMPC de producción de gas tuvieron que ser diferidos. Las pérdidas para la empresa por concepto de indemnizaciones fueron multimillonarias: 1 228 millones de nuevos pesos.
Las enormes tensiones sociales acumuladas en las regiones procesadoras de hidrocarburos alrededor de los pozos petroleros, los complejos industriales dedicados al procesamiento y a la distribución de productos refinados y petroquímicos, constituyen los más claros signos del clima de violencia que vive el sureste de México al fin del milenio.
La ganaderización del trópico
Junto con el petróleo, la ganadería de bovinos ha representado la actividad más destructiva de los ecosistemas tropicales del sureste de México. Su expansión es más reciente que la del petróleo, no obstante que las llanuras costeras de la región fueron ocupadas por esta actividad desde la colonia. En el último medio siglo, la ganadería se adueñó de prácticamente todos los espacios del trópico. De muy distintas maneras, el proceso de ganaderización significó una contrarreforma agraria silenciosa e ineluctable, que se expandió devastando, sobre todo, selvas bajas caducifolias y selvas altas. La legalización de los latifundios ganaderos mediante certificados de inafectabilidad que permitían el acaparamiento de miles de hectáreas; la fragmentación de grandes propiedades entre miembros de las familias prominentes de la burguesía rural, frecuentemente caciques locales y políticos de nivel nacional; los apoyos financieros nacionales e internacionales (FIRA, Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo) promovieron el gradual y sistemático despojo de las mejores tierras de cultivo de las comunidades rurales y la expansión y ocupación de enormes extensiones de superficies boscosas. La frontera ganadera no tuvo límites en el sureste. Lo mismo invadió humedales y llanuras costeras, márgenes de ríos, que zonas montañosas. En menos de medio siglo, las superficies de los estados más ricos en diversidad biológica del sureste, como Veracruz y Chiapas (cada uno con más de 8 mil especies de plantas con flores identificadas), fueron despojadas de su manto vegetal y transformadas en gigantescos potreros. El 62 por ciento de la superficie de Veracruz y 63 por ciento de la superficie de Chiapas son hoy ocupados por una ganadería extensiva, que emplea 1.5 hectáreas por cabeza de ganado. Chiapas pasó de una superficie ganadera estimada en 16 por ciento de su territorio, en 1940, a 63 por ciento en sólo cuatro décadas. Tabasco es otro caso típico de esta devastación: hacia mediados del siglo, se estimaba que 48 por ciento de su superficie estaba todavía ocupada por diversas asociaciones vegetales selváticas. A principios de los ochenta, esta proporción se redujo hasta 9 por ciento.
Los bosques tropicales
Una de las mayores tragedias ecológicas de México es la casi completa desaparición de sus selvas tropicales altas. Aunque explotadas desde la colonización española del territorio mexicano, su destrucción es un fenómeno relativamente reciente. La gran Selva Lacandona del sur, por ejemplo, sólo ha sido víctima de intensos e irracionales aprovechamientos forestales, insensatos programas de colonización, exploraciones petroleras, y del avance incontenible de la ganadería, desde fines del siglo pasado y durante las cinco últimas décadas del presente. Las selvas bajas de Tabasco desaparecieron por completo ante los avances de la ganadería en las últimas cinco décadas. Las selvas del alto Uxpanapa y la Gran Selva Zoque conocida como Los Chimalapas han visto amenazadas sus riquezas florísticas en el último tercio del siglo. La desaparición de las selvas es, pues, un producto de la modernización de los espacios rurales mexicanos.
Los movimientos ecológicos en el Istmo de Tehuantepec
Prácticamente desde la llegada de los conquistadores españoles a las regiones tropicales del sureste de México, el objetivo de establecer una ruta comercial a través de la región ístmica, el paso más estrecho del territorio mexicano entre los océanos Atlántico y Pacífico, se planteó como una empresa viable y capaz de aprovechar la situación estratégica del Istmo de Tehuantepec como ruta comercial entre los países del Oriente y el Occidente.
Con la apertura del Canal de Panamá a principios del siglo, el proyecto perdió importancia dentro de las prioridades geopolíticas de las potencias imperiales dominantes, que se repartieron el mundo y explotaron los recursos naturales de la región, entre ellos, especialmente, los hidrocarburos. Pero siempre se mantuvo como proyecto, hasta nuestros días.
Ante el fin del tratado sobre el Canal de Panamá, el tema del establecimiento de una vía rápida a través del Istmo de Tehuantepec ha vuelto a inquietar a los mexicanos, especialmente a los habitantes de esta región, que alberga algunos de los últimos tesoros biológicos de los trópicos mexicanos y que forma parte de las selvas tropicales mesoamericanas consideradas como zonas prioritarias (hot spots) por la comunidad científica internacional.
Las comunidades locales, en su mayoría poblaciones indígenas mixes-popolucas, zapotecas, zoques y chontales, afectadas por los planes de desarrollo emprendidos en la región a lo largo del proceso de modernización de la sociedad mexicana, especialmente en el último siglo, se aprestan a luchar por la defensa de sus recursos naturales y han manifestado de una manera abierta su oposición a los planes gubernamentales. Éstos consisten, básicamente, en el establecimiento de una vía rápida de cuatro carriles que permita el transporte de mercancías a base de contenedores. Con la realización de esta obra, el gobierno mexicano pretende atraer capitales privados nacionales e internacionales que permitan explotar los recursos ístmicos (bosques tropicales, hidrocarburos y algunos recursos pesqueros). Éste es el denominado Megaproyecto del Istmo de Tehuantepec. A través de él, el gobierno mexicano intenta poner en marcha un paquete de proyectos entre los que se destacan los siguientes:
1. Industria química y petroquímica en Cosoleacaque, Coatzacoalcos, Ixhuatlán del Sureste y Salina Cruz.
2. Refinación en Salina Cruz
3. Industria forestal: plantaciones comerciales de eucalipto en Las Choapas, Agua Dulce, Moloacán, Los Tuxtlas, cuenca del río Uxpanapa en el estado de Veracruz; Chimalapas, Santiago Yaveo y San Juan Cotzocón, en el estado de Oaxaca. También se contempla establecer una planta de celulosa de papel en Coatzacoalcos.
4. Pesca: proyectos de camaronicultura y la rehabilitación de las flotas pesqueras.
5. Explotación de minerales no metálicos: mármol, roca fosfórica, cal, sal de mar.
6. Complejos turísticos: ampliación del complejo hotelero de Huatulco.
La voz y las decisiones de las comunidades indígenas istmeñas: “El Istmo es nuestro”
Durante los días del 22 al 24 de agosto de 1997, los istmeños celebraron un foro nacional para discutir estos planes gubernamentales y presionar a sus promotores para que informaran sobre los mismos a las poblaciones locales, al mismo tiempo que se aprestaban a diseñar estrategias para la defensa de sus recursos naturales. Las mesas de trabajo reunidas en diferentes puntos del Istmo adoptaron resoluciones entre las que destacan las siguientes:
• Es necesario definir el tipo de desarrollo que queremos y que necesitamos de acuerdo a nuestras culturas, costumbres, recursos naturales y humanos con que contamos y que este modelo de desarrollo que nos plantean sea más humano, cultural, ambientalista, regional y nacionalista.
• Declaramos no estar dispuestos a que nos impongan el modelo de desarrollo para impulsar el Istmo, ya que consideramos que este proyecto atenta contra la soberanía regional y nacional, contra la autonomía de los pueblos indígenas, contra la seguridad nacional y contra las culturas, los recursos naturales y la economía de la región.
• Nos declaramos a favor del desarrollo del Istmo sin participación de capitales extranjeros privados y estamos dispuestos a entablar un diálogo con las autoridades gubernamentales de Oaxaca y Veracruz, así como con el gobierno federal, para definir el modelo de desarrollo para el Istmo integrando las propuestas de las comunidades y pueblos indígenas de la región.
• A pesar de las condiciones precarias en las que se encuentran los indígenas en nuestro país, nuestros antepasados han sabido defender nuestras tierras y nuestros recursos naturales. Ejemplos recientes los encontramos en las luchas de los pueblos de las comunidades de Los Chimalapas, Tepoztlán, Morelos, nuestros hermanos de Chiapas y otros hermanos que luchan contra el proyecto neoliberal a lo largo y ancho del país.
• Proponemos un desarrollo que resuelva las necesidades de la comunidad, un desarrollo igualitario e incluyente, donde tengamos todos derecho a decidir, que sea diseñado también por mujeres. El modelo de desarrollo que queremos debe responder a nuestras expectativas, culturas y potencialidades. Un modelo propio, sin corrupción, sin malos manejos, sin explotación, sin expropiación. Un desarrollo colectivo que no privatice ni individualice la propiedad de la tierra y use de manera comunitaria los recursos. Queremos un desarrollo comunitario basado en nuestro propio diagnóstico. Un desarrollo con el compromiso y las soluciones de la propia gente. Queremos un desarrollo autónomo que sea decidido por las propias comunidades y pueblos indios. No queremos que nuestras comunidades desaparezcan; queremos seguir viviendo como hasta ahora hemos vivido, sin aceptar que otros vengan a imponerse como lo hacen con la ley. No lo vamos a aceptar.
• Los recursos de la nación son nuestros. La soberanía nacional está depositada en el pueblo de México y éste es el que debe tomar las decisiones acerca de la manera de utilizarlos. Los recursos de la nación no son para el que tenga más dinero, sino para el provecho de la nación, y el gobierno debe de administrarlos atendiendo a las decisiones y a las necesidades del pueblo; para esto, un principio fundamental es el de la autodeterminación. Debemos organizarnos para hacer oír nuestra voz, para luchar en contra de la contaminación y depredación de la zona, para buscar las alternativas sociales y económicas que nos convengan y para garantizar que nuestra voz llegue al Congreso y a todos los espacios de representación y de toma de decisiones.
• Es necesario desarrollar alternativas que garanticen nuestro sustento diario y que nos permitan vivir con dignidad construyendo un mejor futuro.
Una reflexión final
A lo largo de toda su historia, las comunidades indígenas que habitan el sureste de México no han causado ningún desequilibrio que haga peligrar la estabilidad de los ecosistemas en los que se han sustentado los proyectos de modernización de la sociedad mexicana. Ellos no han represado sus ríos con proyectos hidroeléctricos, cuyos beneficios no han disfrutado ni en términos de consumo de energía ni en proyectos hidroagrícolas o acuaculturales. No han alterado sus planicies de inundación, estableciendo cultivos comerciales para la exportación. No han destruido sus lagunas costeras y estuarios, realizando obras de infraestructura para el procesamiento y la exportación de hidrocarburos. Ellos tampoco han promovido ni impulsado la tala de sus bosques, en favor de inmensas superficies ganaderas y de la producción de un alimento que rebasa sus posibilidades de adquisición, ni de proyectos de explotación intensiva de sus bosques, que sólo han aprovechado las maderas comerciales para la elaboración de productos que no se consumen en sus regiones. Ellos no han contaminado sus ríos ni sus ecosistemas acuáticos más productivos con toda clase de sustancias tóxicas. Nada tienen que ver con los proyectos industriales y agroindustriales que han destruido sus recursos, privándolos de sus medios de vida.
La terrible degradación de sus ecosistemas y la destrucción de sus culturas son los resultados de decisiones que les han sido ajenas, desde hace cientos de años. Los proyectos destructivos de sus recursos y de sus culturas les han sido impuestos a sangre y fuego y bajo toda clase de decisiones autoritarias, en nombre de la civilización, el progreso, la modernización y, ahora, el desarrollo sustentable.
Sin embargo, la batalla por el disfrute de su biodiversidad aún no está decidida. Las comunidades indígenas del sureste de México, por lo pronto, ya han expresado su decisión de no continuar siendo los perdedores de la historia.
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* Los planteamientos y los ejemplos que integran este ensayo forman parte de un libro del autor sobre Economía de la biodiversidad, próximo a publicarse en la serie Estudios Básicos para la Educación y la Formación Ambiental de la Red de Formación Ambiental del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA)-Oficina Regional para la América Latina y el Caribe.
1 Toda una corriente de pensamiento crítico ha surgido en el mundo, desde la India (V. Shiva y J. Bandyopadhyay), Nueva Zelanda (M. O’Connor) y América Latina (E. Leff, V. M. Toledo y A. Escobar, entre sus representantes más notables).
2 Adaptado de una entrevista realizada al líder de los seringueiros Chico Mendes, asesinado en diciembre de 1988, intitulada: “Chico Mendes, la defensa de la vida” , aparecida en la revista Ecología política, n. 2, 1989, pp. 37-47.
3 Arturo Escobar, Cultural Politics and Biological Diversity: State, Capital and Social Movements in the Pacific Coast of Colombia, Departamento de Antropología, Universidad de Massachusetts, Amherst (mimeo).
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