Veredas para retomar nuestro camino (o cómo seguir algunas pistas wixárikas) Primera parte.

04.Mar.09    Análisis y Noticias

Veredas para retomar nuestro camino (o cómo seguir algunas pistas wixárikas) Primera parte.

Ramón Vera Herrera
Revista Chiapas No. 6

Introducción

Cómo intentar aproximarnos a un territorio que sigue invisible para quien juzga el mundo como si fuera unitario. Cómo reconstruir el tramado de saberes que como veredas por el monte conforman el diseño oculto del imaginario mesoamericano, pleno de saberes y misterio, de sueño y narraciones. Cómo intentar la sintonía con la experiencia del pueblo wixárika sin traicionar el sentido de ese equilibrio que los hace uno de los conglomerados más tradicionales y al mismo tiempo más “modernos” en el buen sentido del término. Por encima de todo, reconocer que, pese a la violencia padecida desde dentro y sobre todo desde fuera del mundo de los wixáritari, su tarea de “cuidar el mundo”, como ellos mismos afirman, los tiene soñando y reflexionando cómo ofrecer soluciones a sus problemas y también a los nuestros. En las siguientes fotografías, existen quizá pistas que van desgranando saberes que nos son vitales. La propuesta es entonces un viaje por el interior del “corazón del mundo”, recorriendo veredas y parajes de nosotros mismos, a través de la resistencia de un pueblo cuyo nombre significa algo como “donde encarna lo humano” (o allá donde el águila).

El viaje como camino

Entrar al paisaje

Bancos de San Hipólito es una de las esquinas del territorio huichol. Aunque se halla en Durango, toda su vida religiosa, agraria y política está directamente relacionada con la comunidad de San Andrés Cohamiata, en el municipio de Mezquitic en Jalisco (véase Mapa 1). Bancos es una puerta excelente al mundo wixárika porque resume muy bien los conflictos de invasiones de tierras y la ilógica división política de las entidades y municipios que mantiene divididos a varios pueblos indígenas. Toda la zona, una especie de mano que da forma al norte de Jalisco, entra y sale del estado por Durango, Zacatecas y Nayarit en una región que es indivisible en orografía, recursos e historia. Saber, además, que el arrinconamiento de los huicholes de Bancos obedece a una lógica caciquil que los tiene escindidos de sus amigos, familiares y autoridades por el arrinconamiento resultante de las invasiones mueve inmediatamente a cuestionar la relación de la sociedad mexicana con los pueblos indios. Como eso se ha dicho hasta el cansancio, quizá sea mejor descender poco a poco de la avioneta en la que uno llega con facilidad a Huasamota, Durango, pueblo mestizo desde donde es más fácil llegar a Bancos para introducirnos al enorme tejido de signos, historias y reflejos de lo que hoy es la vida huichola. La avioneta se inclina para tomar el giro que la acomodará momentos después en la pista polvosa de Huasamota, Durango –un hueco entre los montes y quebradas.

El vuelo permitió dilucidar las sinuosidades color plata del río, que serpentea como dicen los mitos mesoamericanos que debe circular la energía vital de todos los seres. Y el río, los ríos, son seres en esta región, y no cosas, como desde la ciudad se piensan.

Desde el aire, los caseríos son manchones de verde arbolado y techos de palma y lámina de zinc. Delinean sus corrales y algún parcelado. Algunos se asientan junto a las vegas de los ríos, pero muchos son rancherías desperdigadas en joyas engarzadas entre cerros protectores, en laderas escarpadas donde se perfilan diseños extraños color tierra: son las veredas y los senderos que suben y cruzan, rodean y se pierden entre macizos de chaparral y bosque. La vista panorámica podría invitar a verlo todo como paisaje, como mero fondo o escenografía para la vida.

El citadino tiende a ese sesgo de apreciación. Tanto ser pasajeros –o turistas– nos ha cambiado. Si viajamos por tierra a las altas velocidades de hoy, la cinta asfáltica nos forma la ilusión de que las distancias se acortan, y en lo confortable de una cápsula que se mueve por nosotros nos conectamos vía la radio con una diversidad de sitios y discursos. En esa lógica, el trayecto es cuando mucho paisaje que dejamos atrás para llegar a nuestro destino. Es un paréntesis entre nuestras actividades y lo borroneamos subjetivamente. Si somos pasajeros tendemos a situarnos en el pasado y en el futuro (tal vez por eso el mote de pasajeros).

Pero la vida para las comunidades de ese microcosmos rural convive, fluye y refluye con ese entorno. Roca, astilla, espiga, espina, cascada, tierra, mirada y paso se pertenecen; la atención que se origina entre todo lo vivo forma corredores de sentido profundo. A eso la gente anclada a un universo comunitario, sobre todo rural, le llama territorio. Y todo vive: las piedras, la pared musgosa de las montañas, el bosque, el pastizal, los chaparrales; los arroyos y los ojos de agua donde las corrientes filtradas de manantiales cercanos se asientan y crean nuevos parajes y sus infinitas interacciones. Sobre todo, territorio para los huicholes son las relaciones humanas.

Sobrevolar ese territorio, en principio huichol, es un rito de paso que hace sentir la fuerza y la configuración, la ubicación y direccionalidad de ese espacio.

Jesús María, tierra cora, se quedó más al sur, en las márgenes del río. Mesa del Nayar es la única escala para que descienda un hombre que tiene por encomienda y goce visitar a los casi ermitaños franciscanos, que conviven con los coras en uno de los mundos más alucinantes y menos narrados de la sierra (porque corren rumores de zonas a las que nadie entra ni sale, tal es el dominio del narco que siembra amapola y mantiene casi en calidad de esclavos a algunas comunidades; porque corren los rumores de comunidades mestizas, armadas, que reivindican al narco como resistencia, la cual se ejerce con orgullo desde los doce o trece años; porque, dicen otros, hay muchos que sirven de “burritos” para bajar goma a Tepic. Porque el mestizo sigue insistiendo en que los coras tienen ritos innombrables –sobre todo porque el Discovery Channel no los ha fijado en algún confortable asidero del exotismo).

Aterrizar en Huasamota enfrenta a los viajeros a una alta pared montañosa que se extiende en capas que la vista tiende a juntar como una sola apariencia afín de roca y verde polvoso, como el camino que parte de la casa donde se espera “la corrida” de la avioneta. Sólo Rigo y el otro señor miran la flexibilidad de las alas al rozar las ruedas el suelo. Esperaban noticias de parientes que siguen sin volver.

El grupo que desciende pregunta por el mejor camino a Bancos de San Hipólito. ¿Es largo hasta allá? Según, contesta un paisano. Se puede uno ir por la carretera y después tomar el lecho del arroyo, allá en Máipura. O se puede cruzar por aquí arriba, directo por las crestas al Puerto de Huamuchil, ya de ahí nomás la bajada a Bancos de Calítique.

Dice que es mejor por ahí, que si quieren los encamina, porque tiene que ir a Huamuchil a recoger una potranca de su patrón.

Los viajeros bajan por el camino hacia el desayunadero del pueblo, mirados con azoro por los adolescentes que limpian sus huertas escolares. Para ellos y para el pueblo entero es raro ver extranjeros, citadinos, en ese rincón de Durango.

En los pueblos de la sierra todo se sabe. Un hueco en una cortina y los ojos barren a los viajeros mientras se enfilan por la calle que baja hasta la notaría. El dueño de la tienda mira el sombrero de uno, el suéter de la otra, las botas no tan gastadas del tercero, el andar del cuarto.

Las mujeres del desayunadero los reciben con sonrisas y un caldo de nopales. El patio central, de tierra, se adivina tras una puerta por donde entran y salen unas muchachitas coras que ayudan en la lavada de trastes, a jicarazos, mientras las dueñas cocinan para los parroquianos: unos seis vaqueros, el nuevo médico de la clínica de salud, el profesor encargado del programa del INEA.

Un paseo al baño y se reinaugura el mundo que ha permanecido incambiable en cuanto a hábitos sanitarios: un cuarto, sin techo, con piso de tierra, cubierto en muchos rincones y amplias zonas de la pared del fondo con mierda seca –y no tan seca– y papeles azules y rosas, restos de periódico arrugados. Una silla de madera con un agujero ancho y pertinente sirve para no cansar el cuerpo de las ancianas que más lo usan.

Las señoras piden disculpas por el “cuarto”, como si adivinaran otros modos allá en el mundo que llegó desde los confines de la televisión. Una muchacha suspende el lavado y ofrece agua y jabón de ropa para las manos. La cortesía de la sierra no hace preguntas, y cualquier viajero es un viajero y ya. Pero por más buenas migas que uno haya hecho con los habitantes mestizos de un pueblo donde el presidente municipal es un mexicanero y donde las relaciones con los indios son afables, los comerciantes marcan sus distancias con frases al descuido y miradas de reojo porque uno se encamina a una comunidad huichola. Huasamota no tiene conflictos agrarios con Bancos de San Hipólito, pero en la región por lo menos los de San Lucas de Jalpan son enemigos acérrimos de que alguien venga a perturbar un estado de cosas, un aislamiento donde ellos poseen las herramientas, los mejores terrenos y las conexiones para ejercer control político y mercantil; donde los wixáritari son los huicholitos a quienes se ha ido arrinconando en sus propios terrenos mediante invasiones continuas.

Veredas

Ir a Bancos de San Hipólito o a Huasamota no es sólo cubrir un trayecto y una distancia geográfica. También entra uno a un corredor hacia el pasado, aunque esto es aparente. En realidad no es que se viaje al pasado, sino que se entra a un espacio, a un corredor si se quiere, en donde el pasado continúa, tiene vigencia, existe –por la larga duración de modos de trabajo, visión del mundo, asideros prácticos y concreciones de ese pasado que el trabajo produjo y mantiene vivo.

Toda la zona entraña formas de ser que tienen un pasado que se remonta al siglo XVI. Se cuenta que Huasamota, una de las puertas de entrada a ese rincón del mundo, es anterior a la ciudad de Durango y quizá la primera población castellana en la entidad. Las mujeres que atienden en la fonda del pueblo, cocineras y patronas, abuelas de varios e informantes de todo el que cruza el umbral de su casa, lo plantearon de una manera más que contundente al contestar qué tan viejo era Huasamota. Una de ellas dijo: “Los decires van más lejos que mi memoria”, y la otra miró un momento y replicó: “No se qué tan antigua sea Huasamota pero ya varias veces se han muerto gentes de más de cien años”.

El profesor del INEA contaba que Huasamota es muy de antes y que su existencia se aferra a las siembras antiguas y a la ganadería. Durante la Cristiada, fue uno de los bastiones de los rebeldes y desde ahí se irradió idea y hombres ávidos de Cristo Rey y de otro trato con el gobierno federal. Es de por sí un pueblo aislado. Su relación con el mundo externo se ata muy frágilmente por carretera, porque apenas dos veces por semana sale un camión hacia Jesús María, buscando contacto con Nayarit y de ahí a Tepic. En cambio su conexión con la cabecera municipal, Mezquital, Durango, es tan borrosa que el camión llega sólo dos veces al mes y tarda unas quince horas en arribar a sus posibles conexiones con el resto del estado. No extraña entonces que la avioneta supla en mucho la comunicación y que ésta sea principalmente con Ixtlán del Río –que, siendo Nayarit, se enfila a Jalisco– y con el propio Tepic. Tampoco extraña que por tierra se busque llegar a Huejuquilla, todavía Jalisco, para entroncar con una salida a Fresnillo, en Zacatecas. Ese camino, de terracería, no está falto de incidentes y la beligerancia de los mestizos de San Juan Peyotán y San Lucas de Jalpa les impide a los wixárika buscar viaje por esos caminos.

Porque si Huasamota está retirado, dirían los lugareños, Bancos de San Hipólito está literalmente cercado por Bancos de Calítique, San Lucas y San Juan Peyotán, lo que obliga a los wixárika que habitan Bancos de San Hipólito a tomar cualquiera de tres rutas para salir o entrar a su casa. Según la ocasión, se busca caminar vía Las Guitarras y Brasiles, cruzando la tierra de sus enemigos, asunto molesto si son descubiertos. Esto los ha hecho hábiles para rastrear veredas alternativas en el monte que les permiten evadir encuentros no deseados, dibujando con sus pasos senderos que aparecen y desaparecen (y que a veces son más directos y rápidos que el camino mestizo). Son senderos que muestran más su uso y las condiciones de su relación con los mestizos que las ventajas topográficas de la vereda en cuestión. Éste es sin duda el camino más usado por los habitantes de Bancos.

La segunda posibilidad es caminar cruzando macizos montañosos por el Puerto de Huamuchil, directo hacia Huasamota, sin cruzar tierras de San Juan Peyotán. Este camino se usa, pero tiene pasos difíciles y muy patinosos en las lluvias; es más largo y más pesado por las subidas y bajadas que implica. Los vaqueros de Huasamota –como Rigo Arellano– recorren este tramo con frecuencia transitando por el camino que llamaremos mestizo, porque su idea, su trabajo continuo de mantenimiento, es obra de los huasamoteros más que de los huicholes. El camino wixárika va paralelo casi todo el trayecto, pero se entrecruza en tramos con el camino mestizo. Es reconocible el camino mestizo porque hace uso de las abundantes rocas para crear una especie de trazo de piedra, con escaleras esculpidas con herramientas rudimentarias en las cuestas empinadas, terrazas con muritos de contención en los pasos difíciles y un mantenimiento de la vegetación. Está hecho, por así decirlo, para perdurar. La gente de Huasamota dice que el camino es más viejo que cualquiera de los pobladores y seguro es así. El camino huichol se dibuja y desdibuja, pero también se mantiene, toda vez que la gente de Huamuchil y la del Puerto de Huamuchil va y viene a Bancos o a Huasamota bajando y subiendo vaquillas. Es un camino seguro en lo que se refiere a caciques, pero se acerca más al cruzar de quienes merodean robando ganado y transportando mercancías que no deben resaltar en ningún caso.

La tercera opción, la más dificultosa, la que más peligros entraña, es el camino de La Torrecilla, que conecta más directamente a los wixárika con su comunidad original, su ancestral referencia espiritual, sitio donde se realiza la fiesta, reivindicación común en términos agrario-políticos: San Andrés Cohamiata, una de las cuatro importantes comunidades huicholas, en Jalisco. El camino de La Torrecilla rompe definitivamente los cercos mestizos y lleva en pocas horas a las veredas que bajan a San Andrés, Tierra Blanca e incluso San Miguel Huaixtita, pero tiene pasos muy arriesgados. El más azaroso es La Torrecilla en sí, referencia que da nombre al camino por ser el sitio más temido. Es un paso pegado a la pared de riscos despojados de vegetación, a más de trescientos metros del siguiente nivel del suelo, muy angosto, con piso resbaloso y una pendiente que aumenta la dificultad. Sólo los huicholes se aventuran por esos lares, lo que hace este trayecto ideal para evitar encuentros desafortunados, pero la muerte ronda.

Tres días antes de nuestra primera visita a Bancos, un viejo había resbalado o tropezado en La Torrecilla y su cuerpo había caído al vacío para quedar atrapado entre dos grandes rocas a más de ciento cincuenta metros por encima de la comunidad, sin acceso directo desde abajo ni desde arriba. Fue muy duro para la gente de Bancos saber que el cuerpo se mantenía insepulto, al acoso de las aves de rapiña que se encargaron de descarnar el cadáver en los días que estuvo ahí, sin que nadie se pudiera subir o bajar por más ganas que tuvieran de recogerlo. Las ceremonias para alojar al espíritu del señor como se debe entre los huicholes no podían cumplirse, y era triste saberlo ahí, como una figura huidiza. Finalmente, su cuñado, otro viejo de casi noventa años como el desafortunado viajero, después de reclamar a todos los parientes “su falta de huevos” (siendo que “él habría ido por ustedes, carajos”), remontó, ayudado por sus hijos, el camino a La Torrecilla y desde ahí realizó el salvamento del cuerpo, a saber cómo.

El camino como trabajo

Caminar entre Huasamota y Bancos de San Hipólito guiados por Rigo Arellano de ida y por los wixáritari de regreso fue descubrir todos los vestigios de una cultura trashumante implícita en las maneras de designar los parajes y los mismos caminos. Así, una patilla es el sendero que va pegado al risco y que tiene el voladero a un lado, mientras que la ceja es la ruta que remonta tangencialmente el macizo internándose un poco en la parte superior de los cerros. Un puerto es la meseta, pequeña, que queda entre dos macizos rocosos; los puertos pueden ser verdaderos enclaves de vegetación, remansos escondidos de flores gigantes y árboles extraños. Los puertos pueden ser también ventanas, desde donde se divisa el resto de las crestas, que siguen sin fin hasta el horizonte y desde donde el camino se mira en perspectiva. Sin embargo, hay ventanas que sólo son huecos entre las rocas y que no conforman un puerto en sí.

Para quienes ejercen el camino como parte de la vida cotidiana, caminar es un trabajo. Y en el trabajo se reflexiona con los otros, se da sentido a lo que se vive relacionando historias con canciones, una rama baja con lo sucedido a don Rogaciano, una roca de dibujos extraños con la vez que cayó un rayo, un resbalón con la manera apropiada de pisar, un macizo boscoso con una lumbrada entre vaqueros, y de ahí a las referencias a la andanza, los amores que quedaron, los hechos de valentía y las sombras del alma –y consejas. Caminar es lo contrario a verlo todo como paisaje, porque uno se interna cuidando cada paso, cada guijarro, y en cada paraje uno recorre una vez más lo que permanece de años y lo vuelve a formar. Es decir, del camino no se sirve uno, no es una comodidad, es experiencia –acumulada y nueva– que se ejerce y se revivifica. Y nuestra atención tiende a estar en varios planos a la vez: el piso, su rugosidad o lisura, los obstáculos y vericuetos, los diseños que llaman nuestra vista, el modo de andar, trepando o descendiendo, el brinco preciso, la respiración pertinente, el animal que cruza, el vado correcto en un arroyo, el mejor sitio para defecar, para cubrirse del viento, para acampar en la noche, el mismo ritmo del paso. Hay entre los huicholes un dicho que resume esta idea del ritmo: es mejor el hombre que anuncia bien su paso al echar a andar. El hombre que anuncia un paso y después se cansa no merece confianza.

Para los huicholes –y seguro para todos los conglomerados humanos atados a la tierra, sobre todo entre quienes habitan sierras, desiertos, bosques y selvas–, caminar es un concentrado de vivir y entraña los mismos asegunes. Entonces la relación de uno con el todo es total y uno es parte de eso que se mueve reciclando la noche y el día.

El guía, por ejemplo, era muy pendiente de los sonidos, y de su localización. Tenía una sensibilidad especial para ubicar su distancia y su posición –y para identificar qué lo había producido. Para él, los ojos, los oídos, las manos y las piernas tenían que ponerse de acuerdo para avanzar por un territorio donde cada sitio, objeto y recorrido implica decisiones automáticas, que no obedecen a lo ya aprendido del sitio, sino a una actitud continua de deslinde y decisión. Esto no es una vicisitud en la vida sino vivir.

Y también está por supuesto el camino en sí mismo. No el sendero o el corredor al lado del voladero, sino el internarse en la sierra por una zona particular. El camino a Huamuchil es difícil, pero tiene todo el tiempo connotaciones humanas. El camino que cruza Las Guitarras y Brasiles, nombres de parajes que signan historias pendientes de contar, pero que en la memoria colectiva siguen manteniendo un tramado de sentidos y referencias, es también un encuentro con el misterio. Un misterio que no hay por qué explicar pero que pueden compartir los que transitan esas vertientes de la sierra. Quizá con el viaje interior que se dispara con el andar, el viajero se hace sensible a las emanaciones de parajes y sitios y, así, recorrer esas pendientes cruzando puertos, vallecitos, cejas y patillas lo hace a uno cruzar zonas donde todo, hasta la atmósfera, es rosa o verde, marrón o casi negro de la grisura. Puertos de flores amarillas más altas que un jinete o ámbitos de luz dorada, cobre o plata. Zonas en las que uno quisiera permanecer para siempre, tal es la limpidez del aire, la sensación de paz interior que conllevan, la respiración pausada que provoca el paso por entre los encinos y los robles. Pero hay otras que disparan miedo y aprensión, angustia y hasta vómito (y que no tienen la asociación fácil de colores en que la zona negra sería la que más aprensiones provocara). Una de las más difíciles, por ejemplo, fue ese puerto con flores amarillas que parecía encantador a la distancia y que, ya en medio, hizo a varios de los jinetes revolverse en la silla. Pero son sensaciones que desaparecen al trasponer el umbral de la influencia, el quicio de una grieta hacia uno mismo en la que pesa nuestra emocionalidad o nuestra aprensión. Pero que no dura ni dos segundos más allá de los límites inmateriales de ese ámbito y da paso a una zona de gozo profundo, descanso de la mirada y energía para seguir caminando. Es en estas zonas donde los wixárika tienden a buscar descanso cuando éste es necesario. Ni una sola vez se propuso un descanso en alguna de las zonas de sensación desagradable.

De regreso a Huasamota por Brasiles, el viaje se prolongó hasta las tres de la madrugada. Al divisarse Huasamota más allá del río y de las milpas aledañas, los wixárika tomaron tres precauciones que remiten de nuevo a las maneras de los viajeros de tiempo inmemorial: primero, los jinetes bajaron por el camino mestizo hasta un playón del río en las orillas del pueblo, mientras el grupo de caminantes se internó en el sendero huichol; ahí buscaron leña y cuidaron de lejos a los jinetes; como tercera precaución, se instaló en ese playón un campamento con lumbrada y cobijas, y enfáticamente insistieron los wixárika en no entrar al pueblo a esas horas porque los modos del viajero dictan no hacerlo so pena de ser considerados bandoleros y presa de los perros, sueltos, de los vecinos. Si son buenas personas, reza la conseja, se muestran a la orilla de la primera casa y permanecen ahí, para que con la luz del alba se les dé la bienvenida amistosa que todo viajero honesto merece. Y así lo hicieron los huasamoteros, que llegaron a ofrecer por la mañana un poco de caña, panes, raspadura de piloncillo y hasta café. Modos al fin que debieron ser usuales en muchas partes del mundo allá por la Edad Media y que siguen vigentes en la sierra de Durango.

Más cerca, en nuestros días, lo que se trasmina es el hecho de que la supercarretera tendida hacia el futuro distante de un destino menosprecia el recorrido en aras de un objetivo dizque concreto. En cambio, para los wixárika –y para otros pueblos y personas inmersas en la lógica rural–, el recorrido es tan importante como el arribo, y en lugar de la carretera pavimentada, la lógica barre el territorio incursionando en las veredas que se bifurcan, los trazos que se cruzan, relacionando, discerniendo, abrazando el recorrido para retornar a uno mismo, sea cual sea la cosmovisión que se tenga, porque el viaje así nos predispone a la atención a tiempos dispares, a sutilezas del espacio en el que indisolublemente nos movemos, y en el que todo lo que hacemos vale por sí mismo y no sólo por llegar a algún lado.

El cuidado del mundo

Los wixáritari tienen sus ideas particulares, que a veces los extraños no entienden fácilmente. Quizá por eso Maria Stenzel, una agradable y lúcida fotógrafa de National Geographic, que recorrió la zona de Bancos, se sorprendió tanto cuando estando en una asamblea preguntó: “Y ¿quiénes son o dónde están los hombres sabios de Bancos?”, y alguien le respondió: “Ve usted a esos señores que no se pusieron al frente, ni traen ropas de gala, ni han hablado casi nada, ese que ni sombrero trae? Son los ancianos de aquí. Muchos caminan días de una ranchería a otra, porque andan cuidando el mundo”.

Ese cuidado lo cubre todo. Meterio, por ejemplo, uno de los marakate más entrañables y reconocidos en toda la Huichola, trae desde hace ya unos años la idea, basada en un sueño que tuvo, de que tiene que ir a Roma porque ahí se encuentra el verdadero San Andrés.

Hace unos años, la imagen de madera del santo, que permaneció mucho tiempo en Tateikie (San Andrés Cohamiata), sucumbió en un incendio. Las autoridades, como es debido, repusieron la imagen con una nueva. Pero Meterio soñó que ésa no era la verdadera y que el auténtico San Andrés se hallaba en el interior de un árbol allá donde nació Cristo. Dicen que su descripción del sitio es visualmente bastante precisa –un árbol en unas colinas que contiene a San Andrés, no como si estuviera preso, sino conformándolo. Bastaría devastarlo para que naturalmente la imagen fuera tomando cuerpo. Hay quien le señaló que por la descripción del sitio, y por aquello de que sería encontrado en el lugar donde nació Cristo, el sitio no era Roma, sino Israel. Otros insisten que, si dijo Roma, se vaya a Roma. Como alguien le dijera que no le dejarían cortar el árbol, Meterio respondió con bastante aplomo que bastaría con hacer una ceremonia para recuperar la esencia del santo y que después encargaría especialmente una figura de San Andrés para imbuirla del espíritu.

Seguramente muchos disentirán profundamente de esta discusión en torno al sueño de un anciano. Pero para la tradición extendida y milenaria de las personas que buscan multiplicar los sentidos de la vida y la historia, el sentirse responsables –no culpables– sigue siendo motor de sutilezas y atisbos. El impulso de Meterio implica un acto de responsabilidad, si se quiere de bondad, pero sobre todo de búsqueda ansiosa por hallar un orden y que éste corresponda con los tiempos y la experiencia. No importa en lo absoluto que desde acá haya quien juzgue su acción como inútil. Lo que Meterio reinaugura con su acto es una actitud para los otros, para el resto de su comunidad y, si se puede, de todos los que caigan dentro de sus sueños, sus reflexiones y sus impulsos amorosos. Por eso buscar a San Andrés puede ser un acto para todos, así en genérico. Y eso tendremos que valorarlo y valorarlo si le apostamos a contribuir a los sentidos de la existencia y a no imponer órdenes, sino buscar los órdenes que perentoriamente se organizan en los fenómenos de la existencia. Ese sentido especial de responsabilidad –insiste Elías Canetti–, esa búsqueda y cuidado de la capacidad de metamorfosis humana, es uno de los regalos más importantes que nos vienen de lo remoto, y no habría que perderla; los relatos y cualquiera de las formas de buscar los milagros y transfiguraciones que pueblan los días son expresiones de ese compromiso extraño que hizo escribir a uno de los muertos de la Segunda Guerra Mundial –cuyo diario se halló entre las ruinas de Berlín–: “Si hubiera sido en verdad escritor, habría impedido la guerra”. Algo que por supuesto no puede ser cierto, apunta Canetti, pero que eleva a personas como ese escritor a buscar afanosamente salidas al misterio que nos circunda, a crear sentido. Los pueblos indios parecen haber encontrado algo más: el saber siempre es colectivo.

Fue Meterio el marakame quien dijo alguna vez: “Sólo entre todos sabemos todo”.

Un buen vivir

Los wixárika son muy afectos a encontrar en el camino cosas de comer, porque su cultura recolectora aún los lleva a vivir del bosque, que tiene semillas, vainas, frutos, cortezas, hierbas y matorrales comestibles y curativos. Una de las grandes sorpresas para los asépticos urbanos es descubrir que aprecian mucho el agua de algunas pozas rezumantes de hojas y aparente podredumbre, porque para ellos ésa es el agua más rica en sustancias vitales. Un verdadero té de hojas de monte que pocos citadinos se atreverían a consumir.

Se piensa también que los pueblos que no tienen acceso a los adelantos técnicos contemporáneos necesariamente viven mal, pasando hambre y sumidos en la ignorancia. La versión actual de este racismo desacredita cualquier descubrimiento de buen vivir entre los pueblos indígenas aludiendo siempre a la frase “no hay que idealizarlos”, o “por supuesto tienen muchos saberes, pero les faltan las condiciones materiales para ejercerlos”, o la más contundente: “en los pueblos y comunidades siempre habrá violencia y opresión por parte de los propios indígenas; nadie querría vivir en una comunidad; lo que pasa es que a ellos no les queda otra, porque no han producido una cultura eficiente”.

En Bancos de San Hipólito la gente sabe vivir. Esto no significa que no tengan privaciones ni que su situación no deba cambiar. Pero algunos de sus habitantes aprovechan de una manera sorprendente los escasos recursos con los que cuentan. Por ejemplo, un señor distribuyó el espacio de su casa de forma armónica y hasta ecológica. Dividió su terreno en tres partes paralelas, la central unos setenta centímetros más alta que las dos restantes. En ésta tiene su casa, como muchas casas huicholas, dividida también en varias construcciones. El fogón es una de ellas, y el resto de la cocina está al aire libre, bajo un cobertizo con techo de palma. Los cuartos para dormir tienen también techo de palma y un piso elevado que forma una especie de palafito en tierra, para evitar que trepen alimañas. Son sumamente frescos y acogedores. Otro cobertizo más a ras del suelo sirve para alojar huéspedes y viajeros: está a ras de piso que para alojar a todos los que quepan. En la parte izquierda puso a sus animales, que no pueden trepar el desnivel. En la parte derecha, puso una huerta cuyo suelo alimenta con una especie de composta con residuos orgánicos.

Aparte de algunas delicias propias de la región como la sopa de nopales, que también consumen los mestizos, las mujeres wixárika preparan un atole especialmente pensado para reanimar a los cansados a base de maíz plagado con huitlacoche, conocido como chinari y que tonifica el estómago y da energía.

Está claro que vivir bien no conlleva necesariamente ninguno de los indicadores de calidad de vida tan publicitados desde la UNESCO, ni desde el Banco Mundial. Por supuesto son importantes y nadie debe vivir en condiciones “inhumanas”. Pero ¿qué son las condiciones humanas? Los huicholes son campesinos pobres y no cuentan con drenaje ni letrinas, por ejemplo, pero su idea del mundo, su modo de convivir y gozar lo que hacen los hace vivir extraordinariamente bien, porque la intensidad de su camino y de sus relaciones, su manera de enfrentar lo que llega, no pueden medirse. Como diría Eugenio Bermejillo: “No puede medirse el buen vivir en número de litros de champagne ingeridos, o en veces que uno visitó la playa para rascarse la panza; uno lo mide en intensidad de lo que uno vive, en la búsqueda de la utopía, aunque ésta no sea posible”. En su territorio, los wixáritari siguen persiguiendo la utopía, y ésta pasa por compartir, por tenerse, por cuidarse entre sí, que ya es mucho. Pero ¿qué no hay violencia ni malos tratos entre los huicholes? Sí, también. Pero la idea del respeto sigue vigente y hay quienes la esparcen con mucha fe en la confianza, en las transformaciones, en lo humano, pues.

Satélites

Alrededor de la Tierra giran por lo menos veinticuatro satélites. Cada uno es como un reloj que da solamente la hora que le asignaron por donde quiera que pasa. Como no hay modo de que su recorrido sea discontinuo, el reloj coteja toda la serie de horas y puede ubicar en “tiempo real” un punto geográfico. Tiempo real significa que no se vale de los usos horarios, ésos sí discretos de hora en hora, sino que da la ubicación exacta a los nanosegundos. Sus constructores, la inteligencia militar estadounidense, se reservan el derecho de imponer un factor de conversión a los sistemas para que no haya a quien se le ocurra utilizarlos para bombardear un sitio, salvo ellos. Este pequeño retraso es suficiente para garantizarles seguridad aérea.

Estos satélites tienen varias utilidades pacíficas. Permiten medir perímetros, establecer geometrías y trazar mapas muy precisos.

El conflicto de tierras en la sierra ha orillado a los huicholes a medir su territorio muchas veces. Las coordenadas exactas –y antiguas–, unos trazos estampados con hierros de marcar ganado en las mojoneras, o las ofrendas que ubican peñas y cerros como puntos sagrados, les han permitido trazar y retrazar el mapa de su ámbito de convivencia y continuidad. Hace un año los huicholes y sus asesores les solicitaron a algunos ingenieros del Iteso de Guadalajara que les hicieran un trazado de varios perímetros, cruciales para las demandas agrarias que han interpuesto por las invasiones que les han quitado miles de hectáreas de su territorio.

Los huicholes se encantaron con el hallazgo de la tecnología espacial que estos ingenieros les ofrecieron. Así, el día de la medición, se encaminan a varios cerros sagrados. Van cargados de ofrendas, tortillas, agua y unos aparatos. Quien no entiende piensa que miran el paisaje, cuando en realidad se están reconociendo. En el círculo de piedras que contiene restos de las ofrendas nuevas está la mojonera que marca uno de los ángulos cruciales para la medición. Se revisa la marca de los hierros de la comunidad: ahí está, basta sólo limpiarle la tierra para que sus rastros muestren los signos. Con algo de ceremonia, montan el tripié y luego el plato que captará el paso de los satélites. Se conectan unos cables a la computadora portátil y pronto está lista la señal que les permitirá triangular y anotar su posición exacta. Es tan natural eso de las estrellas y el espacio que el salto de la tradición a la tecnología de punta pasa por algunas explicaciones breves y ya.

Con un pie en el pasado ancestral y otro que defiende su derecho a ser actuales sin perderse en el caldo de cultivo de la modernidad, entre el mito y la conciencia histórica, los wixáritari están decididos a no dejarse.

Vaya a la Segunda parte