Loz zapatistas no se rinden y la historia de las preguntas

02.Abr.09    Zapatismo

Señores:
¡Corred! ¡Avisadle a los mazahuas, los amuzgos, los tlapanecos, los nahuatlacas, los
coras, los huicholes, los yaquis, los mayos, los tarahumaras, los mixtecos, los zapote-
cos, los mayas, los chontales, los seris, los triquis, los kumiai, los cucapá, los paipai, los
cochimi, los kiliwa, los tequistlatecos, los pame, los chichimecos, los otomíes, los ma-
zatecos, las matlatzincos, los ocuiltecos, los popoloca, los ixcatecos, los chochopopolo-
ca, los cuicatecos, los chatinos, los chinantecos, los huaves, los pápagos, los pimas, los
tepehuanos, los guarijios, los huastecos, los chuj, los jalaitecos, los mixes, los zoques,
los totonacos, los kikapús, los purépechas y a los o’odham de Caborca!

¡Que lo sepan los ceuístas y las bandas todas! ¡Que llegue hasta el oído de obreros y campe-
sinos sin tierra! ¡Que escuchen los del Barzón, las amas de casa, los colonos, los maestros y
los estudiantes!
¡Que los mexicanos en el extranjero oigan este mensaje!
¡Que lo escuchen los banqueros y los dinosaurios de Atlacomulco! ¡Que retumbe en los pa-
sillos de la Bolsa de Valores y en los jardines de los Pinos!
¡Que esta voz llegue hasta los mapuches y los auténticos farabundos!
¡Que los hermanos todos de estas tierras abran un lugar en su corazón para este grito!
¡Que suenen los tambores y los teletipos! ¡Que los satélites enloquezcan!
¿Qué? ¿Que cuál es el mensaje? Uno solo:
Los zapatistas. Stop.
¡No se rinden! Stop.
¡Resisten! Stop y fin.

Desde las montañas del Sureste mexicano
SUBCOMANDANTE INSURGENTE MARCOS

P.D. de la imprudencia. Nos aconsejaron ser prudentes y firmar la paz, nos dicen que el gobierno
nos acabará en horas, en días si se tardan, si no firmamos la paz. Nos recomiendan conformarnos con
las promesas ofrecidas y esperar. Nos piden la prudencia de rendirnos y vivir… ¿Quién podría vivir
con esa vergüenza? ¿Quién cambia vida por dignidad? Fueron inútiles tan sensatos consejos. En estas
tierras reinan, desde hace muchos años, la imprudencia… y la dignidad.

P.D. En el Comité estuvimos discutiendo toda la tarde. Buscamos la palabra en lengua para decir “RENDIR” y
no la encontramos. No tiene traducción en tzotzil ni en tzeltal, nadie recuerda que esa palabra exista en tojolabal o en
chol. Llevan horas buscando equivalentes. Afuera llueve y una nube compañera viene a recostarse con nosotros. El
viejo Antonio espera a que todos se vayan quedando callados y sólo quede el múltiple tambor de la lluvia sobre el te-
cho de lámina. En silencio se me acerca el viejo Antonio, tosiendo la tuberculosis, y me dice al oído: “Esa palabra no
existe en lengua verdadera, por eso los nuestros nunca se rinden y mejor se mueren, porque nuestros muertos mandan
que las palabras que no andan no se vivan”. Después se va hacia el fogón para espantar el miedo y el frío.
Se lo cuento a Ana María, ella me mira con ternura y me recuerda que el viejo Antonio ya está muerto…
La incertidumbre de las últimas horas de diciembre pasado se repite. Hace frío, las guardias se re-
levan con una contraseña que es un murmullo. Lluvia y lodo apagan todo, los humanos murmuran y el
agua grita. Alguien pide un cigarrillo y el fósforo encendido ilumina la cara de la combatiente que está
en la posta… un instante solamente… pero se alcanza a ver que sonríe… Llega alguien con la gorra y el
fusil chorreando agua. “Hay café”, informa. El Comité, como es costumbre en estas tierras, hace una
votación para ver si toman café o siguen buscando el equivalente de “RENDIRSE” en lengua verdadera.
Por unanimidad gana el café. NADIE SE RINDE…
¿Nos quedaremos solos?
10 de junio de 1994

LA HISTORIA DE LAS PREGUNTAS

Subcomandante Insurgente Marcos

Aprieta el frío en esta sierra. Ana María y Mario me
acompañan en esta exploración, 10 años antes del ama-
necer de enero. Los dos apenas se han incorporado a
la guerrilla y a mí, entonces teniente de infantería, me
toca enseñarles lo que otros me enseñaron a mí: a vivir
en la montaña. Ayer topé al viejo Antonio por vez pri-
mera. Mentimos ambos. Él diciendo que andaba para
ver su milpa, yo diciendo que andaba de cacería. Los
dos sabíamos que mentíamos y sabíamos que lo sabía-
mos. Dejé a Ana María siguiendo el rumbo de la ex-
ploración y yo me volví a acercar al río para ver si, con
el clisímetro, podía ubicar en el mapa un cerro muy
alto que tenía al frente, y por si topaba de nuevo al vie-
jo Antonio. Él ha de haber pensado lo mismo porque se
apareció por el lugar del encuentro anterior.
Como ayer, el viejo Antonio se sienta en el suelo,
se recarga en un huapac de verde musgo, y empieza a
forjar un cigarro. Yo me siento frente a él y enciendo
la pipa. El viejo Antonio inicia:
-No andas de cacería.
Yo respondo: “Y usted no anda para su milpa”.
Algo me hace hablarle de usted, con respeto, a este
hombre de edad indefinida y rostro curtido como la piel
del cedro, a quien veo por segunda vez en mi vida.

El viejo Antonio sonríe y agrega: “He oído de us-
tedes. En las cañadas dicen que son bandidos. En mi
pueblo están inquietos porque pueden andar por esos
rumbos”.
“Y usted, ¿cree que somos bandidos?”, pregunto.
El viejo Antonio suelta una gran voluta de humo, tose
y niega con la cabeza. Yo me animo y le hago otra
pregunta: “¿Y quién cree usted que somos?”.
“Prefiero que tú me lo digas”, responde el viejo
Antonio y se me queda viendo a los ojos.
“Es una historia muy larga”, digo y empiezo a
contar de cuando Zapata y Villa y la revolución y la
tierra y la injusticia y el hambre y la ignorancia y la
enfermedad y la represión y todo. Y termino con un
“y entonces nosotros somos el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional”. Espero alguna señal en el ros-
tro del viejo Antonio que no ha dejado de mirarme
durante mi plática.
“Cuéntame más de ese Zapata”, dice después de
humo y tos.
Yo empiezo con Anenecuilco, me sigo con el Plan
de Ayala, la campaña militar, la organización de los
pueblos, la traición de Chinameca. El viejo Antonio
sigue mirándome mientras termino el relato.
“No así fue”, me dice. Yo hago un gesto de sor-
presa y sólo alcanzo a balbucear: “¿No?”.”No”, insis-
te el viejo Antonio: “Yo te voy a contar la verdadera
historia del tal Zapata”.
Sacando tabaco y “doblador”, el viejo Antonio
inicia su historia que une y confunde tiempos viejos
y nuevos, tal y como se confunden y unen el humo de
mi pipa y de su cigarro.
“Hace muchas historias, cuando los dioses más
primeros, los que hicieron el mundo, estaban todavía
dando vueltas por la noche, se hablan dos dioses que
eran el Ik’al y el Votán. Dos eran de uno sólo. Volteán-
dose el uno se mostraba el otro, volteándose el otro se
mostraba el uno. Eran contrarios. El uno luz era como
mañana de mayo en el río. El otro era oscuro, como
noche de frío y cueva. Eran lo mismo. Eran uno los
dos, porque el uno hacía al otro. Pero no se camina-
ban, quedando se estaban siempre estos dos dioses
que uno eran sin moverse. «¿Qué hacemos pues?»,
preguntaron los dos. «Está triste la vida así como es-
tamos de por sí», tristeaban los dos que uno eran en
su estarse. «No pasa la noche», dijo el Ik’al. «No pasa
el día» dijo el Votán. «Caminemos», dijo el uno que
dos era. «¿Cómo?», preguntó el otro. «¿Para dónde?»,
preguntó el uno. Y vieron que así se movieron tantito,
primero para preguntar cómo, y luego para preguntar
dónde. Contento se puso el uno que dos era cuando
vio que tantito se movían. Quisieron los dos al mismo
tiempo moverse y no se pudieron. «¿Cómo hacemos
pues?» Y se asomaba primero el uno y luego el otro
y se movieron otro tantito y se dieron cuenta que si
uno primero y otro después entonces sí se movían y
sacaron acuerdo que para moverse primero se mueve
el uno y luego se mueve el otro y empezaron a mo-
verse y nadie se acuerda quién primero se movió para
empezar a moverse porque muy contentos estaban que
ya se movían y «¿qué importa quién primero si ya nos
movemos?», decían los dos dioses que el mismo eran
y se reían y el primer acuerdo que sacaron fue hacer
baile y se bailaron, un pasito el uno, un pasito el otro,
y tardaron en el baile porque contentos estaban de que
se habían encontrado. Ya luego se cansaron de tanto
baile y vieron qué otra cosa pueden hacer y lo vieron
que la primera pregunta de «¿cómo moverse?» trajo la
respuesta de «juntos pero separados de acuerdo», y esa
pregunta no mucho les importó porque cuando dieron
cuenta ya estaban moviéndose y entonces se vino la
otra pregunta cuando se vieron que había dos caminos:
el uno estaba muy cortito y ahí nomás llegaba y claro
se veía que ahí nomás cerquita se terminaba el camino
ese y tanto era el gusto de caminar que tenían en sus
pies que dijeron rápido que el camino que era cortito no
muy lo querían caminar y sacaron acuerdo de caminar-
se el camino largo y ya se iban a empezar a caminar-
se, cuando la respuesta de escoger el camino largo les
trajo otra pregunta de «¿a dónde lleva este camino?»;
tardaron pensando la respuesta y los dos que eran uno
de pronto llegó en su cabeza de que sólo si lo camina-
ban el camino largo iba a saber a dónde lleva porque
así como estaban nunca iban a saber para dónde lleva
el camino largo. Y entonces se dijeron el uno que dos
era: «Pues vamos a caminarlo, pues» y lo empezaron
a caminar, primero el uno y luego el otro. Y ahí nomás
se dieron cuenta de que tomaba mucho tiempo caminar
el camino largo y entonces se vino la otra pregunta de
«¿cómo vamos a hacer para caminar mucho tiempo?»
y quedaron pensando un buen rato y entonces el Ik’al
clarito dijo que él no sabía caminar de día y el Votán
dijo que él de noche miedo tenía de caminarse y que-
daron llorando un buen rato y ya luego que acabó la
chilladera que se tenían se pusieron de acuerdo y lo
vieron que el Ik’al bien que se podía caminar de noche
y que el Votán bien que se podía caminar de día y que
el Ik’al lo caminara al Votán en la noche y así sacaron
la respuesta para caminarse todo el tiempo. Desde en-
tonces los dioses caminan con preguntas y no paran
nunca, nunca se llegan y se van nunca. Y entonces así
aprendieron los hombres y mujeres verdaderos que las
preguntas sirven para caminar, no para quedarse para-
dos así nomás. Y, desde entonces, los hombres y muje-
res verdaderos para caminar preguntan, para llegar se
despiden y para irse saludan. Nunca se están quietos.
Yo me quedo mordisqueando la ya corta boquilla
de la pipa esperando a que el viejo Antonio continúe
pero él parece no tener ya la intención de hacerlo.
Con el temor de romper algo muy serio pregunto: “¿Y
Zapata?”
El viejo Antonio se sonríe: “Ya aprendiste que
para saber y para caminar hay que preguntar”. Tose y
enciende otro cigarro que no supe a qué hora lo forjó
y, por entre el humo que sale de sus labios, caen las
palabras como semillas en el suelo:
“El tal Zapata se apareció acá en las montañas.
No se nació, dicen. Se apareció así nomás. Dicen que
es el Ik’al y el Votán que hasta acá vinieron a parar
en su largo camino y que, para no espantar a las gen-
tes buenas, se hicieron uno sólo. Porque ya de mucho
andar juntos, el Ik’al y el Votán aprendieron que era
lo mismo y que podían hacerse uno sólo en el día y
en la noche y cuando se llegaron hasta acá se hicieron
uno y se pusieron de nombre Zapata y dijo el Zapata
que hasta aquí había llegado y acá iba a encontrar la
respuesta de a dónde lleva el largo camino y dijo que
en veces sería luz y en veces oscuridad, pero que era
el mismo, el Votán Zapata y el Ik’al Zapata, el Zapata
blanco y el Zapata negro, y que eran los dos el mismo
camino para los hombres y mujeres verdaderos”.
El viejo Antonio saca de su morraleta una bolsita
de nylon. Adentro viene una foto muy vieja, de 1910,
de Emiliano Zapata. Tiene Zapata la mano izquierda
empuñando el sable a la altura de la cintura. Tiene en la
derecha una carabina sostenida, dos carrilleras de balas
le cruzan el pecho, una banda de dos tonos, blanco y
negro, le cruza de izquierda a derecha. Tiene los pies
como quien está quedando quieto o caminando y en
la mirada algo así como “aquí estoy” o “ahí les voy”.
Hay dos escaleras. En la una, que sale de la oscuridad,
se ven más zapatistas de rostros morenos, como si sa-
lieran del fondo de algo; en la otra escalera, que está
iluminada, no hay nadie y no se ve a dónde lleva o de
dónde viene. Mentiría si dijera que yo me di cuenta de
todos esos detalles. Fue el viejo Antonio el que me lla-
mó la atención sobre ellos. Atrás de la foto se lee:
Gral. Emiliano Zapata, jefe del ejército suriano.
Gen. Emiliano Zapata, commander in chief of the
southern army.
Le Général Emiliano Zapata, Chef de l’Armée du
Sud.
C. 1910. Photo by: Agustín V. Casasola.
El viejo Antonio me dice: “Yo a esta foto le he
hecho muchas preguntas. Así fue como llegué hasta
aquí”. Tose y arroja la bachita del cigarro. Me da la
foto. “Toma”, me dice, “para que aprendas a pregun-
tarle… y a caminar”.
“Es mejor despedirse al llegar. Así no duele tanto
cuando uno se va”, me dice el viejo Antonio tendién-
dome la mano para decirme que ya se va, es decir,
que está viniendo. Desde entonces, el viejo Antonio
saluda al llegar con un “adiós” y se despide alzando
la mano y alejándose con un “ya vengo”.