Raúl Zibechi
La Fogata
Los foros sociales mundiales, regionales y nacionales nacieron en un período de ascenso de las luchas sociales contra la primera fase del modelo neoliberal, como forma de establecer relaciones no jerárquicas ni centralizadas entre los más diversos movimientos del mundo.
En buena medida sus éxitos se debieron a que, a diferencia de los movimientos antisistémicos del período anterior, no reprodujeron algunos de sus errores y afirmaron su autonomía de los partidos de izquierda y de los gobiernos progresistas, aunque mantengan fluidas relaciones con ellos.
Naturalmente, luego del ascenso vino el declive de la actividad pública de los movimientos, que se enfrentaron con escenarios políticos mucho más complejos en los que no siempre acertaron a ubicarse. En poco tiempo dejaron de ocupar, como en la década anterior, un lugar central en el tablero político. La llegada a los gobiernos de una camada de fuerzas y presidentes progresistas y de izquierda, gracias a la oleada de movilizaciones y resistencias que deslegitimaron el modelo neoliberal, contribuyó a desplazarlos del lugar que habían jugado en los ’90. Como se señaló repetidamente en el reciente Foro Social Mundial en Belém, el papel de los movimientos fue y seguirá siendo relevante desde el punto de vista del cambio social, pese a que una buena parte de ellos hayan sido cooptados. Sin embargo, sería poco responsable culpar de ello sólo a una de las partes, ya que en el seno de los movimientos las tendencias a la subordinación han desplazado, en no pocos casos, las tendencias a la autonomía. Este debería ser uno de los ejes de los debates en el período actual.
El problema mayor que atraviesa el continente está, sin embargo, en otro lugar. Sería demasiado simplista asegurar que el neoliberalismo es cosa del pasado por el solo hecho de que el aparato estatal sea gestionado por fuerzas que enarbolan un discurso antineoliberal. El modelo inspirado en el Consenso de Washington, pese a la profunda crisis en curso y a la erosión de su credibilidad, está lejos de haber desaparecido. Luego de una primera fase anclada en las privatizaciones, la apertura de las economías y un conjunto de desregulaciones que redundaron en un debilitamiento del Estado, fue creciendo hasta hacerse hegemónica una segunda fase basada en la minería a cielo abierto, los monocultivos de soja y caña de azúcar para biocombustibles y el complejo forestación-celulosa.
Este tipo de emprendimientos muestra la hegemonía del capital financiero en el control de los recursos y bienes comunes, de tal magnitud que están rediseñando de arriba abajo las economías sudamericanas. Mientras la primera fase del modelo fue piloteada por gobiernos conservadores como los de Fernando Henrique Cardoso y Carlos Menem, esta segunda fase la comandan los gobiernos progresistas, lo que induce a confusión a numerosos analistas que se focalizan en el discurso de los gobernantes. Pero los movimientos no se han dejado seducir por los argumentos que hablan de un “posneoliberalismo”. El MST de Brasil asegura una y otra vez que el agronegocio creció como nunca bajo el gobierno de Lula, desplazando a la agricultura familiar y expandiendo la frontera agrícola al punto de poner en peligro la sobrevivencia de la Amazonia.
En segundo lugar, se suelen omitir las contradicciones existentes aquí y ahora entre los gobiernos progresistas y los movimientos sociales. Por debajo del discurso de Rafael Correa, en Ecuador se despliega una durísima batalla de los movimientos indígenas contra la minería a cielo abierto apoyada con entusiasmo por los mismos que hablan de “socialismo del siglo XXI”. La huelga y movilización del 20 de enero para impedir la aprobación de la Ley Minera se saldó con decenas de heridos y detenidos en el marco de una represión no muy diferente de la que ejercían gobiernos anteriores. La compacta defensa de Correa de una actividad como la minera, que es punta de lanza del neoliberalismo actual, pone en negro sobre blanco los límites del progresismo de la región.
La debilidad por la que atraviesan los movimientos no permite concluir que ahora sean los gobiernos la punta de lanza contra el neoliberalismo o los hacedores del cambio social. Es cierto que el progresismo ha reforzado el papel del Estado en la economía, frenó las privatizaciones cuando ya queda poco por privatizar, promueve políticas sociales más ambiciosas y busca regular algunos aspectos de la actividad económica. Pero en modo alguno puede decirse que se esté procesando una ruptura con el modelo, quizá con la excepción de Bolivia. Pese a estos cambios, la “acumulación por desposesión”, que es el núcleo del neoliberalismo, sigue intacta como lo demuestran la creciente concentración de riqueza y la depredación del medio ambiente. Será imposible salir del modelo sin mediar una profunda crisis política, ya que las fuerzas interesadas en mantenerlo han acumulado mucho poder material y mediático y cuentan con amplios apoyos sociales que abarcan capas nada despreciables de los asalariados.
En los períodos de repliegue de la movilización social suelen tejerse en la sombra los lazos de las futuras acciones que conformarán nuevos ciclos de lucha. Así sucedió en los oscuros primeros años de la década de 1990, y es muy probable que ahora esté sucediendo algo similar. Cuando la acción social vuelva a desplegarse con todo su vigor, serán los gobernantes progresistas los que deberán tomar su lugar de un lado u otro de las barricadas. Porque en el próximo ciclo de luchas serán, en buena medida, el blanco de la actividad de los movimientos sociales.
Nota de Clajadep:
Queda poco claro el rol del MST, ya que Zibechi lo muestra “criticando” a Lula, de una manera tal que puede llevar a pensar que el MST estaría dentro de la categoría de “autónomos” y no “subordinados”.
Eso quedaría un tanto extraño, pues es sabido que ese movimiento no ha sido ni es autónomo, ya que sus principales dirigentes, como Joao Stedile y Gilmar Mauro, así como el 90 % de su dirección nacional, son militantes del PT, el partido de Lula.