De como compran nuestro silencio

19.Sep.10    Análisis y Noticias

De como compran nuestro silencio

Si para muchxs de nosotrxs es evidente que la megaminería a cielo abierto con sustancias tóxicas es una actividad extractiva y contaminante, que sólo destruye la tierra que expropia, en beneficio de megaempresas multinacionales que los son, justamente, porque no responden a los intereses de un país y menos aún de un pueblo sino a sus propios intereses de ganancia…
Si para muchxs de nosotrxs es evidente que el saqueo y la contaminación nos garantizan a las mayorías, pocos años de prosperidad y un futuro con escasez de agua potable y de ambientes naturales productores de alimentos, mientras unos pocos se engordan los bolsillos…

Si pensamos esto, ¿por qué dejamos que entren las mineras, exploren y exploten, y que “San Juan minero” sea el slogan de la provincia? ¿Por qué los pobladores de los territorios más cercanos a las minas aceptan la posibilidad de contaminación y notan el saqueo, y sin embargo no atinan a impedirlo masivamente? ¿Cómo impactan las políticas de “responsabilidad empresarial” en las poblaciones donde intervienen las empresas mineras? ¿Cómo operan y sobre qué necesidades sociales?

En primer lugar, hay una sensación de que esto es inevitable. Que el camino del progreso nos lleva hacia las grandes explotaciones y que la megaminería es un destino que se desprende necesariamente del presente.

Que esto es así, que el capitalismo siempre existirá, que el poder económico es demasiado fuerte… Pero, claro, se olvidan que alguna vez no fue así, lo que permite pensar que pueda ser distinto.

En segundo lugar, hay una cultura política generalizada que por más que no esté de acuerdo con las políticas oficiales acepta sumisamente el mandato de autoridad y trata de acomodarse para sacar la propia tajada. Esta cultura política burguesa incluye el clientelismo como práctica común entre los políticos y los trabajadores, una práctica de intercambio desigual en el que el político da dádivas a cambio de la fidelidad de su “cliente”. En los sectores altos, el clientelismo se confunde con amiguismo, reparto de cargos, de licitaciones, etc.; en los sectores bajos se mezcla con el asistencialismo (colchones, bolsones, planes, becas, pensiones, etc.). La cuestión es la construcción de una relación de dependencia entre el ciudadano y el Estado (y su gobierno/partido de turno), en la que el Estado obtiene la sumisión de los ciudadanos brindándoles elementos o dinero de manera focalizada y puntual: un aula aquí, una sala de hospital allá, una computadora acá, una cama allí, una bicicleta por allá, etc. Digamos que las obras del Estado no son concebidas como obras necesarias para el conjunto, permanentes y al servicio de todxs, sino que se utilizan discrecionalmente para comprar voluntades y perpetuarse en el poder.

Para establecer esta relación clientelar es necesario tejer redes en las comunidades, de relaciones cara a cara. Todo partido que quiera ganar las elecciones provinciales tiene una red de punteros o políticos locales que establecen las relaciones, recogen las necesidades y distribuyen las dádivas.

Por otro lado, la política clientelar opera discriminando de acuerdo al caudal de votos que pueda darle un pueblo, zona o región. En las zonas periféricas, de poca concentración poblacional, las inversiones a largo plazo suelen ser escasas, los políticos se “acuerdan” sólo antes de las elecciones, repartiendo cosas, favores y promesas. Y todos saben que van por el voto, saben de la perversidad de la relación, pero la aprovechan: antes que nada… lo que hay.

Esta es la base cultural sobre la que se han asentado las políticas de “responsabilidad empresarial” de las mineras. A ninguna empresa le interesa más el bienestar de los trabajadores y los pueblos que su propia ganancia. Si demuestra algún tipo de interés en la vida del conjunto de las poblaciones es siempre para obtener algún beneficio, en última instancia siempre económico pero a veces bajo la forma de beneficio “de imagen”. Tener una “buena imagen” es fundamental para que empresas que destruyen el ambiente y saquean territorios puedan seguir obteniendo beneficios, es decir, seguir operando en ese territorio. Para construir esta “imagen” de empresa “socialmente responsable”, que resguarda a las poblaciones con las que interactúa, descargan toda una suerte de publicidades y slogans (sólo algunas: fotos de guanacos y el compromiso de Barrick de cuidarlos; “somos barrick y lo nuestro es la minería responsable” dicen al final de, por ejemplo, una propaganda de la inauguración de un secadero de tomates). ¿Qué tiene que ver el secadero de tomates con la minería? Pues, la minería es tan responsable que da la dádiva de un secadero de tomates a cambio de obtener la “licencia social” de seguir operando en la región. Parece no importar que dar esa “licencia social” implica aceptar el propio perjuicio de los supuestos beneficiados: los mismos productores de tomates se ven perjudicados cuando les racionan
el agua o baja agua “mala” debido a la gran cantidad de agua que la actividad minera a gran escala consume.

El secadero de tomates, la construcción de una sala de hospital, una ambulancia, computadoras para una biblioteca, cursos de computación para docentes, capacitación laboral, el impulso de microemprendimientos que alimentan las actividades terciarizadas para las mineras, etc., son dádivas que brindan las empresas a los ciudadanos, y plantean una relación desigual, entre el que dá y lxs que reciben. Lxs que reciben pasan a depender de la empresa de manera similar a como se depende en el clientelismo político del político de turno. Pero la empresa no aparece sólo para las elecciones. Está siempre presente, y reparte en complicidad con los gobiernos locales. A cambio pide que cada uno se ocupe de su tarea, que nadie mire más allá de su senda, que el presente aparezca como inevitable y se imponga hacia el futuro sin más.

Entre las prescripciones que impone la dádiva de la empresa minera se encuentra una fundamental y de principio: no se puede hablar mal de la minería, ni de lo que sucede en las instalaciones de los megaemprendimientos mineros. Por eso lxs que se animan a hablar públicamente de eso son amenazadxs, ya sea por el municipio o por agentes de las mineras, con la pérdida del trabajo o del trabajo de sus parientes cercanos, con la pérdida de pensiones o castigos a parientes que trabajan para el estado, etc. Y si esto no funciona, que parezca un accidente…

En los departamentos en los que la empresa minera desparrama unos pocos miles de dólares dando dádivas (mientras se queda con millones), como Jáchal e Iglesia, no se puede hablar de la actividad minera si no es bajo el discurso oficial del gobierno y la empresa. No se puede pensar libremente y desconfiar públicamente del discurso oficial: si se lo hace se es castigado. Si aceptas su dádiva tienes que entregarle tu silencio. Esto es así, está a la vista de todxs, y estamos tan acostumbradxs que nos cuesta sacárnoslo de encima.

El silencio funciona como un voto, un voto de confianza a la actividad minera. La relación clientelar que la empresa establece con los gobiernos locales y las poblaciones involucradas en la actividad se asienta sobre una configuración política cultural muy arraigada en la provincia (así como en todo el país) a la que se ha llamado clientelismo. Los gobiernos
en todos sus niveles operan junto a las empresas generando consenso sobre la actividad, e integrándola de tal manera en la supervivencia cotidiana que se tenga la sensación de que nada se podría hacer “sin la Barrick”.

Además, el Estado (gobierno nacional, provincial y municipal) garantiza las condiciones de “seguridad” para que haya “paz social” y la empresa siga operando, esto es, posee el monopolio de la violencia y la represión y funciona en la práctica como la oficina de seguridad de las empresas.

Cuando escuchamos que se dice “pidámosle a la Barrick, si se están llevando todo el oro”, entendemos que hay una conciencia de que la actividad de la minera es extractiva y destructiva, pero que parece inevitable, por lo que, a lo menos, tenemos que sacarle algo a la empresa.
Pedirle a la Barrick, ya sea porque se le exige que deje algo a cambio del saqueo y la contaminación, ya sea porque sea la única salida posible planteada como real en determinada situación, reafirma la relación de dependencia que necesita la empresa para permanecer impune. No se puede combatir a la Barrick si se depende de sus dádivas (cosas, capacitaciones o dineros).

Entonces no sólo nos tenemos que sacar de encima a las empresas mineras, también a los gobiernos y al clientelismo como parte de nuestra cultura política. Ya es hora, o nos quedamos sin planeta.

Toamdo de la lista argentina Pensamiento Autónomo.