Lima
Agencias
No caminan sobre tacones altos, caminan sobre dos mundos: entre la conversación alrededor del fogón y el televisor. Hace poco se reunieron en Lima una treintena de mujeres iguales a ellas: lideresas indígenas de la sierra y la amazonía de Latinoamérica, vestidas con polleras, sombreros, plumas y semillas. Mujeres empoderadas del verbo “empoderar” que significa hacer fuerte a un grupo social desfavorecido. Se reunieron para hablar de identidad, cultura, machismo, industrias extractivas, alienación, geopolítica. Sus conclusiones serán presentadas en la próxima Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo, Cairo+20.
Mientras la colombiana Vilma Almendra relataba cómo es la vida de las comunidades indígenas de su país ahora que sus tierras son ocupadas por las FARC y las empresas extractivas, la ecuatoriana Silvia Tibi narraba cómo las mujeres de su comunidad la señalaban con el dedo cuando participaba con determinación “masculina” en una reunión. Y, en otro momento, la peruana Ruth Francisco contaba que en su comunidad, asentada en la selva de Pasco, aún siguen casando a las niñas después de la primera menstruación.
TIERRA ARRASADA
Los indígenas del Valle del Cauca de Colombia viven en una dinámica de tierra arrasada, dice Vilma Almendra. Los ataques y las muertes de las guerrillas y los grupos paramilitares los han hecho migrar a las ciudades y abandonar sus tierras que no tardan, luego, en ser ocupadas por mineras y petroleras sin ninguna resistencia. “La guerra ha sido implantada en mi país como instrumento de despojo”, dice Almendra, periodista de 33 años, nativa del pueblo indígena Nasa-Misak, joven defensora de su raza, que viste jeans, lentes de carey y botines.
Vilma aplica lo que estudió en la universidad cuando dejó temporalmente su pueblo en el Cauca. Es parte de un colectivo de jóvenes comunicadores indígenas llamado Tejido de Comunicación. Sus paisanos han tenido el atrevimiento, la audacia de crear una red de medios de comunicación alternativos: un programa de radio, videorreportajes, una página web, paralelos al discurso de los medios oficiales que suelen llamar a los indígenas “terroristas” cuando participan en una protesta. “Queremos comunidades indígenas informadas y conscientes”, dice Almendra. Su organización fue reconocida en el 2010 con el Premio Bartolomé de las Casas por la lucha en defensa de los pueblos.
Vilma pertenece a la generación que ha crecido entre el ritual de la adivinación de los sueños, costumbre de los Nasa, y las luces de neón de la ciudad, y aunque no habla su lengua nativa, el nasayuwe, aún teje como lo hicieron su abuela y su madre. Lleva consigo una bolsa roja a medio terminar que portará en agosto, en un encuentro del movimiento zapatista en México.
Habla como hombre
Silvia Tibi, de 36 años, fue señalada cuando empezó a tener “actitudes de hombre”. Cuando empezó a intervenir en las reuniones y a mandar, las mujeres de su comunidad fueron las primeras en señalarla. Una mujer no podía tener el rol del varón. Lleva tatuada en la frente la representación de una tortuga que significa perseverancia y una boa que significa sabiduría. Proviene de esa raza de vigilantes eternos de la Amazonía del Ecuador. Tiene dos nacionalidades, el ashuar y el quishua de la comunidad Yanamarun. Se integró a la vida organizativa de las comunidades indígenas a los 11 años, cuando sus abuelos entregaban hectáreas de tierras a los colonos por un litro de trago, por un machete, por un espejo, por un perro, dice. Su pueblo no era Macondo, era real. Hoy ocupa el cargo de secretaria de Relaciones Internacionales de la Confederación de Comunidades Indígenas del Ecuador.
Es una de las pocas mujeres líderes de su comunidad. Sobre su territorio hay una concesión petrolera. Petróleo igual a posible contaminación, igual a riesgo de vida, piensa Tibi. “Cuando hay influencia extractivista lo primero que se pierde es la identidad. Se pierde la tierra, la vida”, dice y describe la realidad calcada en otras comunidades indígenas cuyos territorios son amenazados por la actividad extractiva.
Les eligen el esposo
En la comunidad de Ruth Francisco Quinchuya, joven indígena del pueblo Yanesha ubicado en Oxapampa, aún los padres eligen a dedo el esposo de las niñas. Las niñas se casan a los 9, a los 11 años, después de la primera regla. Ruth, de 26 años, ha roto con ese destino. A diferencia de sus padres, ha experimentado lo que se llama “movilidad social”. No la casaron, dejó la comunidad y se fue a estudiar Ingeniería Forestal en la Universidad Intercultural de la Amazonía de Ucayali. Es una de las lideresas jóvenes más representativas del país, vocera de la Federación de Comunidades Nativas Yanesha. La educación inevitablemente le abrió los ojos y se ha adiestrado en el discurso feminista. Participó del Foro Andino de Parlamentarios para el Cairo +20, foco de importantes lideresas del mundo. Son tiempos de cambio, de feminismo “made in América Latina”.