Los cinco elementos (III) Tierra

La sostenibilidad pasa por aterrizar en la tierra y reconstruir lazos rotos con ella.
Vista desde fuera, la tierra es azul. Vista desde dentro, es nuestra casa y hay que defenderla de lo gris.



Los cinco elementos (III)

Tierra

 

Fuentes: Ctxt
 

Debe de ser precioso ver la tierra desde fuera, pero yo solo la he visto desde dentro.

Dicen quienes la han visto desde el espacio que la tierra es, sobre todo, azul, que su visión sobrecoge. Una bolita azul y blanca, suspendida, silenciosa y frágil, que alberga la única vida que conocemos hasta ahora.

Parece que desde el espacio, las fronteras, los rascacielos, los monocultivos de soja, las autopistas, y las macrourbanizaciones son invisibles.

Vista desde dentro, la Tierra es marrón, verde, blanca, roja, negra… y, cada vez más, gris.

La Tierra es el tercer planeta del sistema solar. Gira alrededor del Sol en su movimiento de traslación y alrededor de sí misma en el de rotación.

Se formó hace aproximadamente cuatro mil quinientos millones de años. Mil millones de años más tarde, como una sorpresa, surgió la vida. Homo sapiens, nuestra especie, apareció en la Tierra hace algo más de ciento cincuenta mil años. El modelo económico sagrado, basado en el crecimiento continuo y sin límites que pone en riesgo a muchos seres vivos en la Tierra, nació hace apenas doscientos años. El petróleo a gran escala se empezó a extraer hace cien. La biocapacidad de la Tierra se sobrepasó hace unos treinta y cinco años. El derretimiento completo del hielo ártico en verano llegará en treinta años.

Llamamos suelo a la tierra que pisamos.

Marta, una amiga de Ecologistas en Acción, es profe en un instituto de Madrid. Todos los años propone a su alumnado escribir la lista de lo que pisan durante uno o dos días. El resultado suele ser algo parecido a: alfombra, parquet, baldosa, asfalto, madera, empedrado, asfalto, mármol, parquet, plástico, asfalto, baldosa, alfombra, gres, madera, asfalto. 

Casi ninguna de las personas que han hecho el ejercicio se sorprenden por no haber pisado tierra viva en ningún momento. En una cultura que, aún estando inexorablemente dentro, ha aprendido a mirar la tierra como si viviese fuera de ella, no extraña pisar solo cosas muertas. En una cultura que no se reconoce parte de la tierra, lo vivo y lo muerto, a veces, es indistinguible.

Uno de los pilares del proyecto Madrid Nuevo Norte es la construcción de una zona verde de dieciocho hectáreas sobre el entramado de las vías de tren. Se instalará sobre una losa de hormigón. Creer que una alfombra verde sobre una losa de hormigón es naturaleza es un buen ejemplo de la confusión entre lo vivo y lo muerto.

La palabra humano está emparentado con humus, que significa tierra o suelo. Humano significa procedente de la tierra, del suelo. Nuestro propio nombre nos revela que, además de ser agua y aire, somos también tierra y suelo. En una cultura que no se siente terrícola, no se echa de menos caminar sobre el suelo vivo que le da nombre a nuestra especie.

Los suelos son uno de los ecosistemas más complejos que existen en la naturaleza y uno de los hábitats más diversos de la Tierra. Un entorno vivo donde habitan miles de millones de organismos que se alimentan unos de otros, se descomponen unos a otros, se regeneran unos a otros.

Los organismos del suelo interactúan con el aire y el agua. Son responsables del ciclo de los nutrientes, regulan la dinámica de la materia orgánica, la retención de carbono y las emisiones de gases de efecto invernadero; modifican la estructura física de los suelos y los regímenes hídricos, y refuerzan la vitalidad de las plantas. La interacción de los organismos del suelo entre sí y con las plantas y los animales forma una red compleja de actividad ecológica. Se llama red trófica edafológica.

Todos ellos, junto con las personas campesinas, crean, mantienen y regeneran la fertilidad de los suelos. La posibilidad de producir alimentos se apoya en esa densa red de relaciones.

La salud de los suelos es fundamental para el bienestar y la supervivencia humana. La agricultura tradicional –y ahora también la agroecología– se ocupa de producir alimentos y además nutrir y mantener la capacidad regenerativa del suelo. La agricultura industrial, sin embargo, trata al suelo como un contenedor muerto y vacío en el que se producen los alimentos. Lo que le hace falta al cultivo para crecer se aporta desde fuera, se sintetiza químicamente, usando petróleo y extrayendo nitratos y fosfatos de otros territorios. De este modo, la agricultura deja de ser una actividad cíclica y renovable para convertirse en una actividad industrial y extractiva más. Si se sigue destruyendo el sustrato vivo del planeta, en los próximos 20 o 30 años, solo por esta causa dispondremos de un 30% menos de alimento.

La economía convencional se ha construido como si la vida humana flotase por encima de la tierra y de los suelos, como si éstos no tuviesen su propia dinámica y fuesen ilimitados. Ha cortado ilusoriamente el vínculo que la une a la materialidad de la tierra. A una velocidad vertiginosa, en términos de historia de la vida, ha alterado los equilibrios sobre los que se sostiene la vida. La pérdida de la tierra se ha denominado desarrollo.

La tierra y los suelos sufren una creciente presión por la intensificación y la competencia para su explotación:  extractivismo,  agricultura y ganadería industrial, urbanización masiva, industria sin límites, residuos a gran escala, etc. Si sumamos la contaminación y el cambio climático, la degradación se extiende como un tumor: sequías, desestabilización de los equilibrios en las turberas, cambio en la humedad y composición de los suelos…

De entre los muchos efectos visibles, me impresiona especialmente la descongelación del permafrost, el subsuelo helado de las zonas más cercanas al círculo polar, como Alaska, Escandinavia, Siberia o Canadá. Treinta y cinco millones de personas que viven en ellas ven en peligro la estabilidad del suelo donde se asientan sus casas, donde pisan, donde viven. La tierra descongelada deja escapar enormes cantidades de metano, que realimentan el cambio climático, y enfermedades que quedaron atrapadas en los suelos hace mucho tiempo.

La contaminación del suelo supone la alteración de la superficie terrestre con sustancias químicas que resultan perjudiciales para la vida en distinta medida, poniendo en peligro plantas, animales, agua, personas…. No siempre puede solucionarse el problema, y a veces la degradación es irreversible.

Metales pesados, hidrocarburos, productos fitosanitarios, basuras, urbanizaciones a medio construir, ácidos, residuos de la minería, barriles de residuos radiactivos. Son los longevos subproductos de un desarrollo concebido de espaldas y en contraposición con la tierra. Son los bebés horrendos de la civilización, que diría la escritora Abi Andrews.

Julia Schulz-Dornburg realizó en 2012 un inventario fotográfico de las ruinas modernas que había sembrado la construcción especulativa en España. Paisajes-residuo de la burbuja inmobiliaria: carreteras a ninguna parte, pistas de esquí en territorios resecos, aeropuertos sin aviones. Cualquiera de los rastros es la materia prima de un sueño y el final de una pesadilla. Las ruinas se superponen a los cimientos.

¿Cómo se pudieron diseñar semejantes delirios, evidentemente destinados al fracaso? Y sobre todo ¿cómo no quedan anclados en la memoria para evitar que se reproduzcan?

Hace menos de quince días leí en el periódico el anuncio del proyecto “Elysium City”, una enorme instalación de ocio en la Siberia extremeña.Una inversión milmillonaria que, según la prensa, impulsan un empresario sevillano, un exdirectivo de la compañía Disney y un primo lejano del rey Juan Carlos. La Junta de Extremadura ha admitido la solicitud y constituirá la comisión que deberá evaluar la propuesta en el plazo de un mes.

Contempla un parque temático que aún no tiene tema, un parque acuático de atracciones, un parque de eventos especiales, dos puertos deportivos en el pantano de García de Sola, un auditorio para eventos culturales y convenciones, un estadio de fútbol, un complejo deportivo con una pista cubierta para esquí, diecinueve hoteles (dos de cinco estrellas –uno de ellos con una torre de hasta 45 plantas–, tres de cuatro estrellas y catorce de tres). También habrá viviendas (edificios en altura, villas y casas unifamiliares pensadas para personas mayores). El complejo se completaría con 41 restaurantes y 106 bares y cafeterías.

Aunque los promotores han dicho que solo construirán cuatro, han solicitado permisos para la instalación de hasta treinta y tres casinos, por si se quedan cortos y luego hay que ampliar. Prometen unos treinta mil puestos de trabajo y animan a que los locales aprendan chino, ruso y otros idiomas.

El proyecto – al loro – se concibe como una ciudad sostenible: edificios inteligentes, vehículo eléctrico como medio de transporte, placas solares en tejados, sistemas de ciclo integral del agua, ecoparque para la gestión de residuos y una planta fotovoltaica de 30 megavatios para consumo propio… y se organizará una competición internacional de vehículos monoplaza eléctricos.

Para que sea viable, los promotores reclaman la conversión de la N-430 en autovía, que la N-502 sea de alta capacidad para acortar el viaje a Madrid y que en el futuro el AVE Madrid-Badajoz tenga un ramal desde Talavera de la Reina a Castilblanco. También proponen que la Junta de Extremadura lidere la construcción de un aeropuerto.

¿De dónde vendrá el agua, el aire acondicionado, los minerales, la energía o los alimentos? ¿Pedirán agujeros negros en la legislación laboral como hizo Adelson en el frustrado Eurovegas? Eso no figura en la información sobre el proyecto.

Yemen padece hoy una hambruna feroz. Según Naciones Unidas, es la peor crisis humanitaria del planeta de los últimos cien años. Trece millones de personas están en riesgo de inanición. Los campesinos del norte del país han denunciado los ataques reiterados de la coalición liderada por Arabia Saudí sobre sus granjas, campos y cosechas, que impiden la agricultura local y envenenan la tierra con los productos tóxicos que bombardean.

Vicenç Fisás, en el libro Matar de Hambre, hace una relación de las formas en las que se arrebata el alimento: destruir y saquear tierra, expropiarla, atacar en épocas de siembra, dificultar el acceso a las tierras productivas, mantener tierra improductiva adrede, expulsión de campesinos y campesinas…

Un hilo directo une el hambre con la destrucción y la desposesión de la tierra.

En Mein Kampf, Hitler defiende que la política es el arte de llevar a cabo la lucha vital de un pueblo por su existencia en la tierra. La política exterior, dice, es el arte de asegurarle a un pueblo el tamaño y la calidad del espacio exterior que necesita. En la limitación del espacio vital, dice, radica la necesidad de la lucha vital. La estrechez del espacio vital en el que hoy vive el pueblo, dice, exige la conquista de nuevas tierras.

El mismo Hitler en su discurso del 13 de noviembre de 1930 afirmaba: “Todos nosotros intuimos que en un futuro lejano se cernirán sobre el ser humano problemas a cuya superación solo estará llamada una raza suprema por su condición de pueblo de amos que puede apoyarse en los recursos y las posibilidades de todo un planeta”.

Resulta brutal leerlo, pero más aún que sus exabruptos coincidan tan crudamente con la racionalidad económica vigente. Si cambiamos espacio vital por huella ecológica, los resultados son parecidos. Si toda la población del planeta viviese como la media de una persona en España, harían falta casi tres planetas. Lo que unos tienen de más, sale de la tierra que otros pierden.

Durante las tres últimas décadas se ha acelerado el desplazamiento de poblaciones campesinas y la formación de un proletariado sin tierra en países como México y la India; recursos que antes eran propiedad comunal están siendo privatizados y transformados en mercancías.

A partir de los ochenta, el capitalismo mundializado ha intensificado los mecanismos de apropiación de tierra, privatizaciones y explotación del trabajo humano. Los instrumentos financieros, la deuda, las compañías aseguradoras, y toda una pléyade de leyes, tratados internacionales y acuerdos constituyen una arquitectura de la impunidad que allana el camino para que complejos entramados económicos transnacionales, apoyados en gobiernos a diferentes escalas, despojen a los pueblos, destruyan los territorios, desmantelen la red de protección pública y comunitaria que pudiese existir, expulsen a la gente y a otros seres vivos del territorio y criminalicen y repriman las resistencias que surjan. Es otra forma de guerra.

Países ricos del Golfo Pérsico, Estados Unidos, economías emergentes asiáticas (como China, India o Corea del Sur), empresas transnacionales y entidades financieras, están comprando enormes extensiones de territorio de África y América Latina. Así, se aseguran el suministro de alimentos para las personas o para la ganadería industrial, agrocombustibles para transporte motorizado o fibras. Este acaparamiento implica la destrucción de economías rurales tradicionales y el destierro forzoso de sociedades campesinas y pueblos originarios.

Los territorios quedan divididos entre zonas de sacrificio –de extracción, producción y de recepción de residuos– y los espacios de consumo. Las personas se dividen entre las que están protegidas, en mayor o menor medida, por el poder económico político y militar divorciado de la tierra, y la población sobrante, desterrada y sin derechos.

La desmaterialización de Silicon Valley descansa sobre la explotación y la contaminación en los polos industriales de Shenzhen, y éstos sobre el extractivismo mineral y humano en las minas del Sur Global. Una red de relaciones económicas complejas que podríamos llamar pirámide trófica capitalocénica. Son relaciones parasitarias.

Marx relata cómo la acumulación originaria partió de los enclosures que arrebataron la tierra a los campesinos obligándolos, una vez desterrados, a convertirse en proletarios.

La acumulación del capital es, de facto, desposesión y expulsión para los desfavorecidos y la falacia de una falsa emancipación de la tierra para los privilegiados. A gran escala, la economía mundializada e industrializada es la ilusión de un despegue de la tierra. Un gran destierro colectivo y desigual. Perteneciendo inevitablemente a de la tierra, el Progreso nos ha enseñado a mirarla desde fuera y desde arriba. Nos ha enseñado a sentirla como un instrumento inerte e inagotable.

“No podemos intervenir en la rotación de la tierra”, se lamenta Delaura en Del amor y otros demonios. “Pero podemos ignorarla para que no nos duela”, le contesta el obispo. Podemos intentar hacer caso omiso de todo para que no nos duela: ignorar la Tierra, el cambio climático, la expulsión y la masacre de personas, animales, plantas y minerales.

En Naturaleza Muerta, el director chino Jia Zhangke cuenta el después de la construcción de la presa de las Tres Gargantas en China. La película está llena de matices y simbolismo. Destaca el color gris del paisaje, los pueblos y la gente. Solo aparece el color de la naturaleza en todo su esplendor cuando se muestra la parte de las gargantas que se ha preservado para los turistas. La vida como escaparate. Como la losa de hormigón alfombrada de Chamartín o los casinos sostenibles de Extremadura. Desarrollo.

Algunos pueblos originarios amazónicos dicen que las pesadillas tienen que ser narradas para que no se materialicen. Yo también lo creo. En una entrevista reciente, la filósofa Ana Carrasco-Conde decía: «el miedo es una de las emociones básicas y no conviene eliminarlo. (…) Hay que saber por qué tienes miedo, a qué tienes miedo. El miedo no debe hacer huir de las situaciones que aterran, tiene que ver con saber encararlas, analizarlas, entenderlas. (…) Tener miedo tiene que ver con el cuidado y la preocupación por el otro y por ti misma.»

Las posibilidades de vivir vidas buenas sin que sea a costa de nadie pasa por reinventar la condición de terrícolas, de seres del humus, del suelo. Somos tierra. Muchas personas se organizan y viven haciéndose responsables de ella. 

Reivindican que la tierra pertenece a quien la trabaja y la cuida y no a quien le hace daño.

Los pueblos originarios, y en especial sus mujeres, defienden el territorio-cuerpo y el territorio-tierra porque, como dice Lorena Cabnal, en las guerras por el control de los pueblos y territorios, los cuerpos han estado amenazados constantemente y se vuelven también un territorio en disputa.

El Movimiento Sin Tierra en Brasil, Ende Gelände en Alemania, los movimientos en defensa de la soberanía alimentaria, de la agroecología y de la ganadería ecológica, las Green Guerrillas, el movimiento en defensa de la agricultura urbana, los movimientos en defensa de la vivienda y contra la especulación urbanística, las mujeres Chipko, el movimiento Cinturón Verde que impulsó Wangari Mathaii, el movimiento ecologista… Todos ellos hunden los pies en la tierra concreta. Unos porque están integrados por personas que nunca fueron desterradas y se niegan a serlo. Otros porque son conscientes de que para poder tener un futuro que no sea distópico, hace falta un aterrizaje forzoso en el suelo. Cada valle, cada monte, cada turbera, cada calle, cada plaza ,cada barrio importa.

La sostenibilidad pasa por aterrizar en la tierra y reconstruir lazos rotos con ella.

Vista desde fuera, la tierra es azul.  Vista desde dentro, es nuestra casa y hay que defenderla de lo gris.

Yayo Herrero es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.

Fuente: https://ctxt.es/es/20200801/Firmas/33134/ 

 

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